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Así la reina quedaba satisfecha, porque sabía que el espejo siempre le decía la verdad.

Pero Blancanieves crecía y, cuanto más crecía, más bella era; al cumplir los siete años era tan bonita como el día y más guapa que la reina. Un día, cuando la reina le preguntó al espejo:

Espejito, espejito, que estás en la pared,

la más bella de esta tierra, dime quién es.

El espejo respondió:

Tú, mi reina, eres la más bella del lugar,

aunque la niña Blancanieves lo es más.

La reina se quedó perpleja, y se puso verde de envidia. Desde aquel momento, siempre que miraba a Blancanieves, el corazón se le agitaba en el pecho de lo mucho que la odiaba.

La envidia y el orgullo crecieron sin parar en su corazón como una mala hierba, así que la reina no conocía el descanso. Llamó a un cazador y le ordenó:

– Llévate a la niña al bosque, que ya no quiero volver a verla. Mátala y tráeme su corazón como prueba.

El cazador obedeció y se la llevó, pero, cuando sacó el cuchillo y estaba a punto de arrancar el inocente corazón de Blancanieves, ella empezó a llorar y dijo:

– Ay, querido cazador, ¡no me mates! Me perderé en el bosque y no volveré nunca a casa.

Como Blancanieves era tan guapa, el cazador sintió lástima de ella y le respondió:

– Huye pues, pobre niña.

«Los animales salvajes darán buena cuenta de ti», pensó el cazador, aunque sintió como si le quitasen una piedra del pecho al saber que no tenía que matarla. Justo entonces pasó por allí un jabato, así que lo mató, le sacó el corazón y se lo llevó a la reina como prueba de que la niña estaba muerta. El cocinero lo puso en sal y la reina se lo comió, creyendo que se trataba del corazón de Blancanieves.

Pero la pobre niña estaba sola en el gran bosque, y tenía tanto miedo que miraba con aprensión todas las hojas de los árboles, sin saber qué hacer. Entonces empezó a correr; corrió sobre piedras afiladas y a través de espinas, y los animales salvajes pasaron junto a ella, pero sin hacerle daño.

Corrió todo lo que le permitieron sus pies, hasta que cayó la noche; entonces vio una casita y entró para descansar. Todo en la casita era pequeño, pero estaba muy limpio y ordenado. Había una mesa con un mantel blanco y siete platitos, y en cada plato había una cucharita; además, había siete cuchillitos, siete tenedorcitos y siete jarritas. Contra la pared encontró siete camitas, una al lado de otra, cubiertas con colchas blancas como la nieve.

La pequeña Blancanieves estaba tan hambrienta y sedienta que se comió algunas verduras y un poco de pan de cada planto, y se bebió una gotita de vino de cada jarra, porque no quería dejar a nadie sin comida. Después, como estaba muy cansada, se tumbó en una de las camitas, pero ninguna de ellas le servía: una era demasiado larga, otra demasiado corta…, hasta que, al final, descubrió que la séptima le venía bien, y allí se quedó, dijo sus oraciones y se fue a dormir.

Los dueños de la casa regresaron cuando ya era noche cerrada: eran siete enanitos que excavaban y hurgaban en las montañas en busca de minerales. Encendieron siete velas y, como ya había luz dentro de la casita, vieron que alguien había estado allí, porque las cosas no estaban como las habían dejado.

– ¿Quién se ha sentado en mi silla? -preguntó el primero.

– ¿Quién ha comido de mi plato? -preguntó el segundo.

– ¿Quién ha probado mi pan? -preguntó el tercero.

– ¿Quién ha probado mis verduras? -preguntó el cuarto.

– ¿Quién ha utilizado mi tenedor? -preguntó el quinto.

– ¿Quién ha cortado con mi cuchillo? -preguntó el sexto.

– ¿Quién ha bebido de mi jarra? -preguntó el séptimo.

Entonces, el primero miró a su alrededor y vio que había un pequeño hueco en su cama, y preguntó:

– ¿Quién ha probado mi cama?

Los demás se acercaron, y todos dijeron:

– Por mi cama también ha pasado alguien.

Pero el séptimo, cuando miró a su cama, vio a Blancanieves, que estaba dormida dentro, así que llamó a los otros, que llegaron corriendo y exclamaron con asombro, acercando sus siete velas para iluminar la cara de Blancanieves:

– ¡Oh, cielos! ¡Qué niña tan encantadora!

Y estaban tan contentos que no la despertaron y la dejaron dormir en la cama. El séptimo enanito durmió con sus compañeros, una hora con cada uno, hasta que pasó la noche.

Cuando se hizo de día, la pequeña Blancanieves se despertó y se asustó al ver a los siete enanitos, pero ellos fueron amables y le preguntaron su nombre.

– Me llamo Blancanieves -respondió la niña.

– ¿Cómo has llegado a nuestra casa? -le preguntaron los enanitos.

Ella les contó que su madrastra había ordenado asesinarla, pero que el cazador le había perdonado la vida, y que ella se había pasado el día corriendo hasta encontrar su morada.

– Si cuidas de nuestra casa, cocinas, haces las camas, limpias, coses y tejes, y si mantienes todo ordenado y limpio, puedes quedarte con nosotros y no te faltará de nada -le dijeron los enanitos.

– Sí -respondió Blancanieves-, gracias de corazón. -Y se quedó con ellos.

Les tenía la casa ordenada; por las mañanas, ellos se iban a las montañas y buscaban cobre y oro; por las tardes regresaban, y ella les tenía la cena preparada. La muchacha estaba sola todo el día, así que los buenos enanitos le advirtieron:

– No te fíes de tu madrastra, porque pronto averiguará dónde estás; nunca dejes entrar a nadie.

Pero la reina, que creía haberse comido el corazón de Blancanieves, estaba convencida de que volvía a ser la más bella de todas, así que fue a su espejo y le dijo:

Espejito, espejito, que estás en la pared,

la más bella de esta tierra, dime quién es.

A lo que el espejo respondió:

Tú, mi reina, eres la más bella de estas tierras,

pero, donde los enanos moran, en las colinas,

Blancanieves sigue viva,

y nadie la iguala en belleza.

La reina se quedó perpleja porque sabía que el espejo nunca mentía, así que tuvo la certeza de que el cazador la había engañado y de que Blancanieves seguía viva.

Le dio vueltas y más vueltas a cómo matarla, porque, mientras la reina no fuese la más bella de todas, la envidia no la dejaría descansar. Al fin se le ocurrió una idea, se pintó la cara y se vistió como una vieja buhonera, de modo que nadie pudiera reconocerla. Con aquel disfraz se dirigió a las siete montañas, a la casa de los siete enanitos, llamó a la puerta y gritó:

– Vendo cosas bonitas y baratas, muy baratas.

Blancanieves miró por la ventana y la llamó:

– Buen día, señora, ¿qué tiene para vender?

– Cosas buenas y baratas -respondió ella-: lazos de colores para el corsé -dijo, sacando uno de seda en tonos vivos.

«Puedo dejar que entre esta buena mujer», pensó Blancanieves; así que abrió la puerta y compró los bonitos lazos.

– Niña -le dijo la anciana-, qué mal aspecto tienes; ven, te ataré bien el lazo por una vez.

Blancanieves no sospechaba nada y se quedó delante de ella, dejando que la mujer le atase los lazos nuevos. Pero la anciana se los ató tan deprisa y tan fuerte que Blancanieves se quedó sin aliento y cayó, como si estuviese muerta.

– Ahora yo soy la más bella -se dijo la reina, y salió corriendo.

Poco después, por la tarde, los siete enanitos llegaron a casa, pero se asustaron mucho al ver a su querida Blancanieves tumbada en el suelo, sin moverse ni agitarse, como muerta. La levantaron y, al ver que le habían apretado demasiado los lazos, los cortaron; entonces, ella empezó a respirar un poco, y, al cabo de un rato, volvió a la vida. Cuando los enanitos oyeron lo ocurrido, le dijeron:

– La vieja buhonera no era otra que la reina malvada; ten cuidado y no dejes entrar a nadie cuando no estemos contigo.