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– No, padre -respondió Bella, en tono decidido-, te irás mañana por la mañana y dejarás que la providencia dicte mi destino.

Se fueron a la cama, pensando en que no serían capaces de cerrar los ojos en toda la noche, pero, en cuanto se tumbaron, se quedaron dormidos, y Bella soñó que una hermosa dama se le acercaba y le decía:

– Estoy satisfecha con tu buena voluntad, Bella. La generosidad de entregar tu vida para salvar la de tu padre no quedará sin recompensa.

Bella se despertó y le contó el sueño a su padre, y, aunque sirvió para consolarlo un poco, no pudo evitar llorar amargamente cuando abandonó a su querida hija.

En cuanto se fue su padre, Bella se sentó en el gran salón y por fin rompió en lágrimas; pero, como era una dama con gran determinación, se encomendó a Dios y decidió no estar preocupada durante el poco tiempo que le quedase de vida, porque estaba segura de que Bestia se la comería viva aquella noche.

Sin embargo, pensó que bien podría pasear hasta entonces y visitar aquel precioso castillo, que no podía evitar admirar; era un lugar deliciosamente agradable, y a ella le sorprendió ver que, en una puerta, habían escrito: «Estancias de Bella». Abrió la puerta al instante y se quedó deslumbrada con la magnificencia que reinaba en las habitaciones; pero lo que más le llamó la atención fue una enorme biblioteca, un clavicordio y varios libros de música.

«Bueno -se dijo-, veo que no quieren que me aburra por falta de entretenimiento durante el tiempo que me queda. -Y después reflexionó-: Aunque permaneciese aquí un día entero, no serían necesarios tantos preparativos.»

Aquella reflexión le hizo sentir un valor renovado, así que abrió la biblioteca, cogió un libro y leyó estas palabras, en letras doradas:

Bienvenida, Bella, nada temas,

de este lugar, tú eres la reina,

di qué quieres y di qué deseas

y lo obtendrás sin más problemas.

– Ay -exclamó ella, con un suspiro-, lo que más deseo es ver a mi pobre padre y saber qué está haciendo.

Nada más decir aquellas palabras, posó la mirada en un espejo, y, con gran asombro, vio su casa y a su padre llegar con semblante abatido. Sus hermanas corrieron a recibirlo y, a pesar de sus esfuerzos por parecer apenadas, su alegría por haberse librado de Bella era visible en cada uno de sus rasgos. Al cabo de un momento, todo desapareció, y con ello el temor de la muchacha ante las intenciones de Bestia.

A mediodía encontró la comida preparada y, mientras se encontraba a la mesa, la entretuvieron con un excelente concierto de música, aunque no pudo ver a nadie. Pero, por la noche, cuando iba a sentarse para tomar la cena, oyó el ruido de Bestia al acercarse y no pudo evitar sentir un miedo lamentable.

– Bella -le dijo el monstruo-, ¿me das permiso para verte cenar?

– Haz como desees -respondió ella, temblorosa.

– No -contestó Bestia-, tú eres la única señora aquí; si mi presencia te incomoda, sólo tienes que decírmelo, y me retiraré de inmediato. Pero, dime, ¿no crees que soy muy feo?

– Es cierto -respondió Bella-, porque no puedo mentir, pero creo que tienes buen carácter.

– Lo tengo -respondió el monstruo-, pero, aparte de mi fealdad, no tengo más que ofrecer; sé bien que soy una pobre criatura fea y estúpida.

– No hay nada que indique lo que dices -contestó Bella-, porque los tontos no podrían decir eso, ni tendrían un concepto tan humilde de su propio conocimiento.

– Come pues, Bella -repuso el monstruo-, y procura divertirte en tu palacio, porque todo lo que ves es tuyo, y me sentiría muy mal si no fueses feliz.

– Eres muy atento -respondió Bella-. Estoy muy contenta con tu amabilidad y, cuando pienso en ello, apenas recuerdo tu aspecto.

– Sí, sí -dijo la Bestia-, mi corazón es bueno, pero sigo siendo un monstruo.

– En la humanidad hay muchos que se merecen ese nombre más que tú -afirmó Bella-, y yo te prefiero a ti, tal como eres, antes que a aquellos que, aunque tengan forma humana, esconden un corazón traicionero, corrupto y desagradecido.

– Si tuviera buen juicio sabría hacerte un cumplido para darte las gracias -respondió Bestia-, pero soy tan torpe que sólo puedo decir que te lo agradezco mucho.

Bella comió una cena abundante y se libró casi por completo del miedo que le producía el monstruo; pero estuvo a punto de desmayarse cuando él le dijo:

– Bella, ¿querrías ser mi esposa?

Ella tardó un tiempo en atreverse a responder, porque temía enfadarlo si lo rechazaba, pero, al fin, respondió, temblando:

– No.

El pobre monstruo suspiró y siseó de una forma tan aterradora que el eco rebotó por todo el palacio. Pero Bella se repuso pronto de su miedo, porque Bestia dijo, con voz quejumbrosa:

– Entonces, adiós, Bella.

Después salió de la habitación, y sólo volvió la vista para mirarla, de vez en cuando, mientras se alejaba. Cuando Bella se quedó sola, sintió una gran compasión por la pobre Bestia.

– Ay -exclamó-, es una gran desgracia que alguien tan bueno sea tan feo.

Bella pasó tres meses muy felices en el palacio. Bestia la visitaba todas las noches y hablaba con ella durante la cena, de manera muy racional, con sentido común, pero nunca con lo que el mundo conoce por ingenio; y Bella descubría cada día alguna cualidad valiosa en el monstruo y, al verlo tan a menudo, se acostumbró a su deformidad de tal modo que, en vez de temer sus visitas, llegó a esperar con regocijo que diesen las nueve, porque Bestia siempre llegaba a esa hora. Sólo había una cosa que preocupaba a Bella, y era que, todas las noches, antes de irse a la cama, el monstruo le preguntaba si quería ser su esposa. Un día, ella le dijo:

– Bestia, haces que me sienta incómoda; ojalá pudiera aceptar tu propuesta, pero soy demasiado sincera para hacerte creer que sucederá algún día; siempre te tendré en gran estima como amigo, espero que puedas contentarte con eso.

– Debo hacerlo -respondió Bestia-, porque, ¡ay!, conozco bien mi infortunio, pero te amo con ternura. Sin embargo, debería sentirme contento por tenerte aquí; prométeme que no me dejarás nunca.

Bella se ruborizó ante sus palabras; había visto en el espejo que su padre se había puesto enfermo por haberla perdido, y deseaba volver a verlo.

– Podría prometer no dejarte nunca -respondió-, pero deseo tanto ver a mi padre que me moriré de preocupación si me lo impides.

– Antes moriría yo mismo que procurarte dolor -dijo el monstruo-. Te enviaré a ver a tu padre y te quedarás con él, y la pobre Bestia morirá de pena.

– No -respondió ella, llorando-, te aprecio demasiado para causarte la muerte. Te prometo que volveré dentro de una semana. Me has mostrado que mis hermanas se han casado y que mis hermanos se han ido al ejército; deja que me quede una semana con mi padre, porque está solo.

– Estarás allí mañana por la mañana -le aseguró Bestia-, pero recuerda tu promesa. Sólo tienes que dejar tu anillo sobre una mesa antes de irte a dormir cuando desees volver. Adiós, Bella.

Bestia suspiró, como solía hacer al darle las buenas noches, y Bella se fue a la cama muy triste al verlo tan afligido. Cuando se despertó por la mañana, se encontró en casa de su padre y, después de tocar una campanita que había junto a la cama, vio que la doncella acudía y, en cuanto la descubrió, chilló, y el buen hombre corrió escaleras arriba y estuvo a punto de morirse de alegría cuando vio de nuevo a su querida hija. La abrazó con fuerza durante un cuarto de hora. En cuanto la emoción se lo permitió, Bella pensó en levantarse, pero temió no tener ropa que ponerse; entonces, la doncella le dijo que acababa de encontrar en la habitación de al lado un enorme baúl lleno de vestidos, cubiertos de oro y diamantes. Bella le dio las gracias a Bestia por cuidar tan bien de ella y cogió uno de los vestidos más sencillos; tenía la intención de regalarles los demás a sus hermanas. En cuanto lo dijo, el baúl desapareció. Su padre le contó que Bestia insistía en que se los quedase para ella, y, al instante, baúl y vestidos aparecieron de nuevo.