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parece de hecho muerto, y siente tanto el inicio

y el fin de las lágrimas, como el adiós de los amigos,

y los oye comentar que prefieren salir

a respirar con más libertad («porque todo acabó -dijo-

y este golpe no se cura con lamentar»);

Mientras algunos discuten si habrá espacio

cerca de otras tumbas para la suya cavar,

y cuál es el día ideal para el cadáver trasladar,

Cuidando de pañuelos, música y estandartes,

el hombre lo oye todo, deseando no desmerecer

un amor tan constante y allí permanecer.

Así, tanto había sufrido en esta búsqueda,

tantas veces me habían profetizado el fracaso, tanto

me habían sentenciado a formar parte del grupo (a saber,

los caballeros que a buscar la Torre Oscura

se encaminaron) que fallar parecía lo más apropiado;

sólo quedaba una duda: ¿seré adecuado?

Calmo como la desesperanza di la espalda

a aquel odioso lisiado; me alejé de él

hacia el camino indicado. Temible día había sido

y la oscuridad a su fin lo llevaba,

más todavía lanzó una lúgubre mirada escarlata

para ver cómo el llano a su presa capturaba.

¡Pero, ay! En cuanto hube entrado en el llano,

después de dar uno o dos pasos así contados,

al detenerme a volver la mirada por última vez

hacia el sendero seguro, éste ya no estaba;

llanura gris por doquier hasta donde alcanzaba la vista.

Podía seguir, ya que nada por hacer quedaba.

Y así seguí. Creo que nunca vi naturaleza

tan yerma e innoble; nada crecía allí y,

en cuanto a flores… ¡mejor buscar una tupida arboleda!

Pero lucérnulas, euforbios, según su ley

podrían propagarse, diría yo, sin causar asombro,

y una ortiga habría sido un enorme tesoro.

¡No! Penuria, quietud y muecas, de algún modo

que no entiendo eran la sal de aquella tierra.

«Mira o cierra los ojos -decía enojada la natura-,

no hay remedio, no puedo evitarlo: el fuego

del juicio final curará el lugar, calcinará la tierra

y a todos mis prisioneros liberará.»

Si algún cardo roto se elevaba por encima

de sus compañeros, la cabeza le cortaban:

los torcidos sentían celos. ¿Qué rasgaría así

las duras hojas marrones del embarcadero,

amoratadas para impedir toda esperanza de verdor?

La bestia asesina, con intenciones de bestia.

Y la hierba, era tan escasa como el pelo

de un leproso; delgadas hojas secas pinchaban

el barro que bajo ellas parecía amasado con sangre.

Un ciego caballo, todos sus huesos al aire,

estupefacto parecía ante el porqué de su llegada:

¡expulsado de las caballerizas del diablo!

¿Vivo? Podría estar muerto por lo que sé

con el descarnado cuello rojo estirado

y los ojos cerrados bajo aquellas oxidadas crines;

raro es ver juntas tal monstruosidad y desgracia;

nunca vi un animal al que más odiara, porque malvado

sería para merecer tamaño dolor.

Cerré los ojos para mirarme el corazón.

Como un hombre pide vino antes de la batalla,

pedí un trago de mis antiguos recuerdos más alegres,

para así poder cumplir mejor mi cometido.

Piensa primero, lucha después… el arte de un soldado es:

un sorbo de los viejos tiempos y estaré listo.

¡Eso no! Vi el enrojecido rostro de Cuthbert

bajo sus adornos de oro rizado, querido

amigo, hasta que casi sentí que colocaba su brazo

en el mío, para dejarme listo en mi sitio,

como solía. ¡Ay, la desgracia de una noche!

Allá fue el fuego de mi corazón, dejándome helado.

Después Giles, el alma del honor… allí está

franco como hace diez años, cuando caballero lo nombraron.

Lo que cualquier hombre honesto se atreva a

hacer (dijo) él se atrevía.

Pero la escena cambia, ¡no!

¿Qué verdugo clavó un pergamino en su pecho? Sus socios

lo leyeron. ¡Pobre traidor, maldito y vejado!

Mejor este presente que un pasado así;

¡de vuelta hacia mi oscuro camino una vez más!

No se oye ni observa nada hasta donde la vista alcanza.

¿Enviará la noche un murciélago o un búho?,

pregunté: cuando algo en el sombrío llano mis pensamientos

detuvo y cambió en un instante su anterior curso.

Un pequeño riachuelo mi camino cruzó,

tan inesperado llegó como una serpiente.

No eran aguas perezosas, tristes como todo el lugar;

aquella marea espumosa podría bañar

los relucientes cascos del demonio, la corriente negra

rabiosa salpicada de escamas y espumas.

¡Tan pequeño como malvado! Por todas partes

los bajos alisos se inclinaban sobre él;

los sauces mojados se lanzaban de cabeza, airados

con muda desesperación, multitud suicida:

el río que les había hecho tanto mal, el que fuese,

seguía fluyendo, sin desaliento por ello.

Mientras lo vadeaba, santo Dios, ¡cómo temía

pisar la mejilla de un hombre muerto a mis pies,

o sentir que la lanza con la que el suelo del río exploraba

en su cabello o en su barba se enredaba!

Tuvo que ser una rata de agua lo que ensartaba, pero,

¡ay! sonó como el lamento agudo de un bebé.

Con regocijo salí en la orilla opuesta,

esperando un paisaje mejor. ¡Vano presagio!

¿Quiénes habían allí combatido, qué guerra libraron

para que su salvaje paso aplastara así

el húmedo suelo? Cual sapos en un tanque envenenado

o gatos en una jaula de hierro al rojo…

La batalla debió ser en aquel llano yermo.

¿Por qué aguardaron allí, con toda la llanura

a su alcance? Sin huellas que llevaran a aquellos chillidos,

ni huellas que salieran. Una poción extraña

alteró sus sesos, como los de galeras que los turcos

enfrentan por juego, cristianos contra judíos.

Y, más que eso, un trecho adelante, ¡sí, allí!

¿Para qué aquel motor, aquella rueda -freno,

no rueda-, aquella grada adecuada para devanar

cuerpos humanos, como seda? Con el aspecto

de la herramienta de Tophet, sobre la tierra abandonada,

o traída para afilar sus dientes de acero.

Después un terreno talado, otrora bosque,

y un pantano, al parecer, aunque ahora es

tierra desesperada y sola; (¡así un loco se entretiene,

hace algo, lo estropea, hasta que su humor

cambia y se detiene!); a lo largo de un cuarto de acre:

ciénaga, restos, lodo, arena y negro vacío.

Ahora manchas inflamadas, con colores vivos

y horribles, ahora retazos en los que la tierra

árida se tiñe de musgo o sustancias como tumores;

después un roble paralizado, con una grieta,

como una boca distorsionada que se abre

para contemplar la muerte, y muere en retirada.

¡Y tan lejos como siempre del ansiado fin!

¡Nada en el horizonte, salvo la noche; nada

que conduzca mis pasos adelante! Al pensarlo, un gran

pájaro negro, la mascota de Apolión,

pasó volando, aunque sin batir sus alas de dragón,

y me rozó. ¿Sería la guía que buscaba?

Porque, al elevar la mirada, fui consciente

de que, a pesar del crepúsculo, el llano había

dado paso a las montañas, por dar tal nombre a aquellos

simples cerros y montes que feos tapaban la vista.

Cómo me sorprendieron de tal manera, no tengo claro

Cómo salir de ellas tampoco estaba resuelto.

Pero me pareció reconocer algún truco