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Terry Goodkind

El Libro de las sombras contadas.

Las Cajas del Destino

1

Era una enredadera de extraño aspecto. Abigarradas hojas de color oscuro crecían a lo largo de un tallo que estrangulaba el liso tronco de un abeto. La savia goteaba por la desgarrada corteza, y ramas secas se desplomaban, todo lo cual daba la impresión de que el árbol tratara de lanzar una queja al frío y húmedo aire de la mañana. Por todo lo largo de la enredadera sobresalían vainas, que casi parecía que miraran cautelosas alrededor por si alguien estuviera vigilando.

El olor fue lo primero que le llamó la atención, un olor semejante a la descomposición de algo muy desagradable incluso cuando estaba vivo. Richard se pasó la mano por su espesa mata de pelo mientras su mente se desprendía de la bruma de desesperación y se concentraba en observar la enredadera. Buscó otras, pero no había más. Todo lo demás parecía normal. Los arces del bosque Alto Ven estaban teñidos de carmesí y lucían con orgullo su nuevo manto, que se mecía en la suave brisa. Ahora que las noches eran cada vez más frescas, sus primos del bosque del Corzo, más al sur, no tardarían en imitarlos. Los robles se resistían a la nueva estación y aún conservaban sus copas color verde oscuro.

Richard había pasado la mayor parte de su vida en el bosque y conocía todas las plantas, si no por su nombre, sí de vista. Cuando aún era un niño su amigo Zedd solía llevarlo consigo a recolectar determinadas hierbas. Le había enseñado cuáles buscar, dónde crecían y por qué, y además le indicó el nombre de todo lo que se veía. Muchas veces se limitaban a hablar, y el anciano lo trataba como a un igual, tanto en sus respuestas como en sus preguntas. Zedd despertó en Richard la sed de aprender y de saber.

Pero esa enredadera sólo la había visto una vez anteriormente y no fue en el bosque. Había encontrado una ramita en casa de su padre, en el tarro de arcilla azul que Richard hizo de niño. Su padre era un comerciante y casi siempre viajaba, con la esperanza de adquirir mercancías exóticas o poco habituales. La gente de posibles acudía a él, interesada por sus productos. Lo que de verdad le gustaba a su padre no era tanto encontrar como la búsqueda en sí y nunca le había dolido desprenderse de su último hallazgo, pues eso suponía emprender la busca del siguiente.

Desde temprana edad, Richard pasó mucho tiempo con Zedd cuando su padre estaba ausente. A Michael, el hermano de Richard, unos cuantos años mayor, no le interesaba el bosque ni lo que pudiera enseñarle Zedd. Prefería juntarse con gente rica. Unos cinco años antes Richard había abandonado la casa paterna para vivir solo, pero, a diferencia de su hermano, solía visitar a su padre. Michael siempre estaba ocupado y muy pocas veces se pasaba por allí. Cuando su padre no estaba, siempre dejaba a Richard un mensaje en el tarro azul en el que le comunicaba las últimas noticias, algún chismorreo o le contaba algo que había visto en sus viajes.

Tres semanas atrás, el día en que Michael fue a verlo para decirle que su progenitor había sido asesinado, Richard fue a casa de su padre, aunque su hermano insistió en que no había razón para ello, que él no podía hacer nada. Pero atrás había quedado el tiempo en que Richard hacía lo que le decía su hermano. La gente no lo dejó ver el cuerpo de su padre para ahorrarle el mal trago, pero a él se le revolvió el estómago al contemplar las grandes manchas y charcos de sangre marrón y reseca en el suelo de tablas. Cuando se acercó, los demás enmudecieron y sólo hablaron para ofrecerle sus condolencias, lo que intensificó el desgarrador dolor que sentía. No obstante, los oyó hablar en susurros de las historias y los absurdos rumores de las cosas que llegaban del Límite.

Hablaban de magia.

A Richard lo impresionó el estado en el que había quedado la pequeña casa de su padre; era como si una tormenta se hubiera desatado en su interior. Pocas cosas se habían salvado, entre ellas el tarro azul colocado encima de un anaquel. Dentro encontró la ramita de enredadera. Aún la llevaba en el bolsillo, pero no tenía ni idea de lo que su padre había querido decirle.

Richard se sentía invadido por el dolor y la tristeza y, aunque todavía le quedaba un hermano, se veía abandonado y solo en el mundo. Pese a que muy pronto sería un hombre hecho y derecho, sentía el mismo desamparo que un huérfano. Le ocurrió lo mismo de muy niño, cuando su madre murió. Sin embargo, aunque su padre solía estar ausente, a veces durante semanas, Richard sabía que estaba en alguna parte y que regresaría. Pero ahora no volvería jamás.

Michael se negó a que Richard interviniera en la búsqueda del asesino; dijo que los mejores rastreadores del ejército ya lo estaban buscando y que, por su propio bien, él no debía participar. Así pues, Richard no le mostró la enredadera y cada día salía en solitario a la busca del asesino. Durante tres semanas se pateó todos los caminos y veredas del bosque del Corzo, incluso trochas que pocos conocían. Pero no halló nada.

Finalmente, y en contra de la razón, decidió seguir su intuición y se dirigió al bosque Alto Ven, cerca del Límite. Richard no podía librarse de la sensación de que él tenía la clave de por qué su padre había sido asesinado. Los susurros que oía en su cabeza se burlaban de él y lo atormentaban con pensamientos que en el último segundo se le escapaban, y se reían de él. Richard trató de convencerse de que no era algo real, que la pena le jugaba malas pasadas.

El joven pensó que la enredadera le daría alguna pista, pero ahora que la había encontrado, no sabía qué pensar. Los susurros ya no se burlaban de él, ahora rumiaban. Richard sabía que era su propia mente, que reflexionaba, y se dijo que debía dejar de pensar en ellos como si tuvieran vida propia. Zedd nunca lo haría.

Entonces alzó la mirada y contempló la agonía del gran abeto. De nuevo pensó en la muerte de su padre. La enredadera había estado allí y ahora estaba matando al árbol; no podía ser nada bueno. Ya no podía hacer nada por su padre, pero no iba a permitir que esa enredadera presidiera otra muerte. La agarró firmemente, tiró y con sus fuertes músculos arrancó del árbol los nervudos zarcillos.

Y entonces la enredadera lo mordió.

Una de las vainas lo atacó y le golpeó el dorso de la mano izquierda, haciendo que el joven saltara hacia atrás por el dolor y la sorpresa. Se inspeccionó la herida, que no era muy grande pero sí profunda, y vio algo parecido a una espina clavada en la carne. Decidido; la enredadera era un problema. Richard hizo ademán de asir el cuchillo para sacarse la espina, pero el cuchillo no estaba. Después de la primera sorpresa, el joven se reprendió a sí mismo por permitir que su estado de ánimo lo hiciera olvidar algo tan básico como llevarse un cuchillo cuando iba al bosque. A falta de algo mejor, usó las uñas para tratar de extraer la espina pero ésta, como si tuviera vida propia, se clavó más profundamente. Cada vez más inquieto, Richard arrastró la uña del pulgar por la herida para tratar de sacársela. Pero cuanto más hurgaba, más hondo se clavaba la espina. Una ardiente oleada de náuseas lo invadió mientras manipulaba la herida. Ésta se ensanchaba cada vez más, por lo que se detuvo. La espina había desaparecido entre la sangre que manaba.

Richard miró a su alrededor y distinguió las otoñales hojas violáceas de un pequeño viburno preñado de bayas azul oscuro. Debajo del arbusto, protegido por una raíz, encontró lo que buscaba: un aum. Aliviado, cortó con cuidado el tierno tallo cerca de la base y, suavemente, lo estrujó de modo que el líquido cayera en la herida. El joven sonrió mientras mentalmente daba las gracias al viejo Zedd por haberle enseñado que el aum ayudaba a que las heridas curaran más rápidamente. Cada vez que veía esas suaves hojas cubiertas de pelusilla se acordaba de Zedd. El jugo del aum anestesió la herida, pero no fue capaz de extraer la espina. Richard aún sentía cómo se clavaba en su carne.

El joven se agachó e hizo un agujero en la tierra con un dedo, puso dentro el aum y colocó musgo alrededor del tallo para que pudiera crecer de nuevo.