Выбрать главу

De pronto, el bosque quedó en silencio. Richard alzó la vista y se encogió al ver una gran sombra oscura que saltaba por encima de ramas y hojas. En el aire flotaba un susurro y un silbido. El tamaño de la sombra infundía pavor. Los pájaros, cobijados en los árboles, se dispersaron en todas direcciones lanzando trinos de alarma. Richard miró hacia arriba, tratando de distinguir la fuente de esa sombra entre las aberturas en el dosel verde y dorado. Tuvo una fugaz visión de algo grande, algo grande y rojo. No sabía qué podía ser, pero se estremeció al recordar los rumores y las historias de las cosas que venían del Límite.

Esa enredadera era un problema, se dijo de nuevo, y esa cosa en el cielo, otro. El joven recordó el viejo dicho de que no hay dos sin tres, y no tenía ningunas ganas de toparse con el tercero.

Descartando sus temores, echó a correr. «No es más que la cháchara de gente supersticiosa», se dijo y trató de imaginarse qué podía ser eso tan grande y rojo. Era imposible; no existía un ave de ese tamaño. Quizás era una nube o un efecto de la luz. Pero no podía engañarse a sí mismo. No era ninguna nube.

Mirando hacia arriba para localizar la sombra, el joven corrió hacia el sendero que bordeaba la ladera. Richard sabía que al otro lado de la vereda el terreno caía a pico, por lo que podría observar el cielo sin obstáculos. Las ramas de los árboles, todavía húmedas por la lluvia de la noche anterior, lo golpeaban en la cara mientras corría por el bosque, saltando por encima de árboles caídos y riachuelos cuajados de rocas. La maleza se le enganchaba en los pantalones, y la veteada luz del sol le tentaba a alzar los ojos, al tiempo que lo impedía ver. El joven jadeaba, un sudor frío le corría por el rostro y sentía que el corazón le latía con fuerza mientras él descendía por la ladera sin aflojar el paso. Finalmente, emergió de entre los árboles, tambaleándose, y a punto estuvo de caerse de bruces en el sendero.

Escrutó el cielo y descubrió al ser. Aunque estaba demasiado lejos y era demasiado pequeño para saber qué era, le pareció que tenía alas. Richard entrecerró los ojos e hizo visera con la mano para protegerse del brillante azul del cielo, tratando de asegurarse de que, realmente, veía unas alas que se movían. Pero el ser se deslizó tras una colina y desapareció. Ni siquiera había averiguado si era de color rojo.

Sin aliento, el joven se dejó caer sobre una roca de granito situada a un lado de la senda y distraídamente fue arrancando las ramas muertas de un árbol joven mientras contemplaba el lago Trunt. Tal vez debería contar a Michael lo ocurrido, confiarle lo de la enredadera y el ser rojo en el cielo, aunque sabía que su hermano se reiría de esta última parte. Él mismo se había burlado de tales historias.

No, Michael se enfadaría si se enteraba de que se había acercado al Límite y contravenido sus instrucciones de quedarse al margen en la búsqueda del asesino. Richard sabía que su hermano se preocupaba por él, o no le daría tanto la lata. Ahora que ya era mayor, podía reírse de sus constantes órdenes, aunque tenía que seguir soportando sus miradas de desaprobación.

Richard cortó otra ramita y, lleno de frustración, la lanzó contra una roca plana. El joven decidió que no era nada personal, pues Michael siempre decía a todo el mundo qué tenía que hacer, incluso a su padre.

El joven alejó de su mente las duras críticas de su hermano. Hoy era un día importante para él, pues iba a aceptar el puesto de Primer Consejero. Como tal, Michael estaría a cargo de todo; no sólo de la ciudad del Corzo sino de todas las ciudades y aldeas de la Tierra Occidental, además de la campiña. Sería el responsable de todo y de todos. Michael se merecía el apoyo de Richard y lo necesitaba, también él había perdido a su padre.

Por la tarde se celebraría una ceremonia y una gran celebración en la casa de Michael, a la que acudirían importantes personas venidas de los rincones más remotos de la Tierra Occidental. Richard también había sido invitado. «Al menos, había montones de apetitosa comida», se dijo Richard, que de pronto se dio cuenta de que tenía un hambre de lobo.

Sentado, observaba el lado opuesto del lago Trunt, allá abajo. Desde la altura en la que se encontraba, las transparentes aguas del lago revelaban en algunos puntos las rocas del fondo y, en otros, hierbas alrededor de profundos agujeros. El camino del Buhonero serpenteaba entre los árboles y seguía el borde del lago, por lo que algunos tramos eran claramente visibles y otros permanecían ocultos. Richard había recorrido muchas veces esa parte del camino. En primavera la tierra junto al lago estaba mojada, pero ahora, tan avanzado el año, estaría seca. Más al norte y al sur, el camino culebreaba por el bosque Alto Ven y pasaba inquietantemente cerca del Límite, por lo que los viajeros solían evitarlo y preferían las sendas del bosque del Corzo. Richard era un guía y su trabajo consistía en conducir a los viajeros sanos y salvos por el bosque. La mayoría de tales viajeros eran dignatarios que necesitaban más el prestigio de contar con los servicios de un guía local que una auténtica orientación.

Sus ojos quedaron prendidos en un punto. Algo se movía. Deseoso de saber qué había visto, el joven escudriñó un punto situado en el extremo más alejado del lago, donde el camino pasaba por detrás de un fino velo de árboles. Al verlo de nuevo ya no tuvo duda: era una persona. Tal vez era su amigo Chase. ¿Quién si no un guardián del Límite se dedicaría a pasear por allí?

Richard se bajó de la peña de un brinco, se sacudió las ramitas y avanzó unos pasos. La figura seguía el camino hacia un lugar despejado al borde del lago. No era Chase, sino una mujer; una mujer ataviada con un buen vestido. ¿Qué hacía una mujer andando sola por el bosque Alto Ven, y además llevando un buen vestido? Richard contempló cómo caminaba junto al lago por el sinuoso camino, apareciendo y desapareciendo de la vista. No parecía llevar ninguna prisa, aunque tampoco paseaba lentamente. Más bien andaba con el paso acompasado de un viajero experimentado. Era lógico; no había ninguna casa cerca del lago Trunt.

Otro movimiento captó la atención del guía, y sus ojos escrutaron las sombras. Tres, no, cuatro, hombres cubiertos con capas y capuchas de color verde seguían a la mujer a una cierta distancia. Los perseguidores se movían sigilosamente, ocultándose tras árboles y rocas. Espiaban. Esperaban. Avanzaban. Richard se enderezó, con los ojos abiertos de par en par y profundamente atento.

Acechaban a la mujer.

La confirmación de que no había dos sin tres.

2

En un primer momento Richard se quedó paralizado, sin saber qué hacer. No podía estar seguro de que aquellos hombres acecharan a la mujer, pero si esperaba para cerciorarse sería demasiado tarde. ¿Quién le había dado a él vela en ese entierro? Además, ni siquiera llevaba un cuchillo. ¿Qué podía hacer un hombre desarmado contra cuatro? El joven siguió observando a la mujer y a los cuatro hombres que la seguían.

¿Qué oportunidad tenía la mujer?

Richard se agazapó, con los músculos tensos. El corazón se le aceleró mientras pensaba en las posibilidades. El sol de la mañana le hacía sudar y respiraba entrecortadamente. Sabía que del camino del Buhonero, un poco más adelante de donde se encontraba la mujer, partía un atajo. Trató de acordarse de dónde estaba exactamente. El principal desvío de la bifurcación, el de la izquierda, continuaba alrededor del lago y luego subía la colina, hacia el lugar desde el que Richard vigilaba. Si la mujer permanecía en el camino principal él podía esperarla y avisarla de que la seguían. ¿Pero y entonces qué? Además, tardaría demasiado y los hombres la atraparían antes de que llegara. Una idea empezó a tomar forma en su mente. El joven se levantó de un salto y emprendió un rápido descenso por el camino.

Si podía llegar hasta ella antes de que los hombres la alcanzaran, y antes de la bifurcación, la haría seguir el desvío de la derecha. Esa senda los alejaría de los árboles y los llevaría a unos salientes despejados, lejos del Límite y en dirección a la ciudad del Corzo. Si caminaban rápido les podrían dar esquinazo. Los hombres no sabrían que habían tomado ese desvío y pensarían, al menos durante el tiempo suficiente para engañarlos y ponerla a ella a salvo, que su presa continuaba en el camino principal.