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Al rato la trocha se hizo más empinada y rocosa, y los árboles empezaron a ralear, con lo que se les ofreció una vista más amplia. La trocha serpenteaba bordeando profundos cortes en el terreno y cruzando quebradas cubiertas de hojas. Las hojas secas se dispersaban a su paso. Los pinos y abetos fueron sustituidos por árboles de madera noble, en su mayoría abedules. El sol se filtraba entre las ramas, que se balanceaban sobre sus cabezas y formaban pequeñas manchas luminosas en el suelo del bosque. Los puntos negros en las cortezas blancas de los abedules daban la impresión de ser cientos de ojos que los vigilaran. Salvo por el estridente graznido de algunos cuervos, en el bosque reinaba un absoluto silencio.

Al llegar a la base de una pared de granito que seguía la trocha, Richard le hizo un gesto para que se acercara, y a continuación se llevó un dedo a los labios para indicarle que debía caminar con mucho cuidado para no hacer ruidos, pues delatarían su posición a sus perseguidores. Cada vez que un cuervo graznaba, el eco difundía el sonido por las colinas. Richard conocía aquel lugar; la forma de la pared de roca podía transportar el sonido a kilómetros de distancia. El joven indicó a la mujer las rocas redondas cubiertas de musgo desparramadas por el liso suelo del bosque. La idea era que caminaran sobre ellas para evitar romper las ramitas ocultas bajo el manto de hojas. Richard apartó algunas hojas para mostrarle las ramas, fingió romperlas y acto seguido se llevó una mano a la oreja. La mujer asintió para indicarle que lo comprendía, se arremangó la falda del vestido con una mano y se dispuso a pisar la primera de las rocas. Richard le tocó un brazo para que volviera a mirarlo y fingió que resbalaba y caía, advirtiéndole así que el musgo estaba resbaladizo. Ella sonrió y asintió de nuevo antes de proseguir. Su inesperada sonrisa emocionó al joven y mitigó su profundo temor. Mientras saltaba de una roca a otra, Richard se permitió confiar en que lograrían escapar.

A medida que la vereda ascendía, los árboles fueron haciéndose menos numerosos. El suelo rocoso no era el más adecuado para que echaran raíces. Muy pronto, los árboles sólo crecían en grietas y se veían nudosos, retorcidos, esmirriados, para no dar la menor oportunidad al viento, que podría arrancarlos de su precario anclaje.

Silenciosamente la pareja dejó atrás los árboles y avanzó por los salientes. Ahora la senda no estaba claramente marcada y había muchos senderos falsos. La mujer volvía a menudo la cabeza para que el joven la guiara en la dirección correcta señalando o con un cabeceo. Richard se preguntaba cuál sería su nombre, pero el temor a sus cuatro perseguidores lo impedía hablar. Aunque la trocha era empinada y difícil, no tuvo que aminorar el paso por ella. La mujer era una buena andarina. Richard se fijó en que llevaba unas buenas botas de piel suave, el tipo de calzado que se pondría un viajero experimentado.

Hacía más de una hora que habían abandonado el bosque y subían a pleno sol por los salientes. Se dirigían al este, aunque después la vereda torcería al oeste. Los hombres que los seguían tendrían que mirar con el sol de cara para poder verlos. Richard procuraba que la mujer avanzara lo más agachada posible y lanzaba frecuentes vistazos hacia atrás, buscando cualquier signo de los hombres. Cuando los vio a orillas del lago Trunt se escondían, pero ahora no había lugar donde ocultarse. No había ni rastro de ellos, y Richard empezó a sentirse mejor. Nadie los seguía y, probablemente, ya se encontraban a kilómetros del camino del Buhonero. Cuanto más se alejaran del Límite, mejor se sentiría él. Su plan había funcionado.

Puesto que, al parecer, nadie los seguía, Richard deseó poder detenerse para descansar y aliviar el dolor de su mano, pero ella no daba ninguna muestra de que necesitara ni deseara una pausa. La mujer seguía adelante como si sus perseguidores les pisaran los talones. Richard recordó su mirada cuando le preguntó si eran peligrosos y desechó al instante cualquier pensamiento de detenerse.

A medida que la mañana iba avanzando se intensificaba un calor poco habitual en aquella época del año. El cielo era de un brillante color azul, salpicado únicamente por un puñado de tenues nubes blancas que avanzaban perezosamente. Una de ellas parecía una serpiente con la cabeza inclinada y la cola levantada. Era una forma tan poco usual que Richard recordó haberla visto antes ese mismo día, ¿o fue ayer? Tendría que hablarle de ella a Zedd la próxima vez que se encontraran. Zedd leía las nubes, y si Richard se olvidaba de mencionarle que la había visto, tendría que soportar un sermón de una hora sobre la importancia de las nubes. Probablemente Zedd la estaba observando en ese mismo instante y se preguntaría, inquieto, si Richard se había fijado en ella.

La senda los condujo a la cara meridional de la pequeña Montaña Azul, por donde cruzaba un precipicio cortado a pico que daba nombre al monte. La trocha cruzaba el barranco a media altura y ofrecía una vista panorámica de la parte sur del bosque Alto Ven y, a la izquierda, casi oculta tras la pared de roca, las altas y escarpadas cumbres que pertenecían al Límite. Richard distinguió unos agonizantes árboles marrones que resaltaban contra el manto verde. Más arriba aún, más cerca del Límite, los árboles muertos eran numerosos. El joven se dio cuenta de que contemplaba los estragos de la enredadera.

Ambos cruzaron rápidamente el precipicio. Estaban completamente a la vista y sin ningún lugar en el que ocultarse, por lo que cualquiera podría verlos con suma facilidad. Sin embargo, al otro lado la senda empezaría a descender hacia el bosque del Corzo y después hacia la ciudad. Aunque los hombres se dieran cuenta de su error y los siguieran, Richard y la mujer les llevaban mucha ventaja.

Al aproximarse al otro lado del barranco la senda cambiaba. Ya no era una trocha estrecha y traicionera, sino que se ensanchaba lo suficiente para que dos personas pudieran andar una al lado de la otra. Richard rozaba con la mano derecha la pared de roca, tratando de calmarse, al tiempo que miraba por el costado el suelo sembrado de rocas que se extendía a un centenar de metros a sus pies. Se volvió otra vez para comprobar que nadie los seguía. Perfecto.

Al volverse de nuevo, la mujer quedó paralizada, y los pliegues del vestido se le arremolinaron alrededor de las piernas.

Delante de ellos, en la senda que un momento antes estaba vacía, habían aparecido dos de los hombres. Richard era más corpulento que la mayoría de los hombres, pero aquellos lo superaban. Llevaban capas y capuchas de un verde oscuro que les ocultaban el rostro, pero que no lograban disimular la corpulencia de sus musculosos cuerpos. Los pensamientos se agolpaban en la mente del joven mientras trataba de imaginarse cómo se las habrían arreglado para adelantarlos.

Hombre y mujer se volvieron, dispuestos a echar a correr. De arriba cayeron dos cuerdas, y los otros dos hombres se descolgaron por ellas y aterrizaron pesadamente en la senda, cortándoles la retirada. Eran tan corpulentos como los dos primeros. Las hebillas y correas de cuero que llevaban bajo las capas sujetaban un verdadero arsenal de armas, que relucían a la luz del sol.

Richard se volvió hacia los dos primeros, los cuales se echaron atrás las capuchas tranquilamente. Ambos eran rubios, de cuello recio y mostraban rostros de facciones duras pero apuestas.

—Tú puedes pasar, chico. Sólo la queremos a ella. —La voz del hombre sonaba profunda y casi amistosa. No obstante, contenía una amenaza tan cortante como el filo de una espada. Mientras hablaba, el hombre se quitó los guantes de piel y se los guardó en el cinturón, sin dignarse mirar a Richard. Obviamente, no lo consideraba un obstáculo. Parecía ser el jefe, pues los otros tres aguardaban en silencio.