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Empezaríamos enseguida a buscar la casa de los cráneos. Estoy preparado para la inmortalidad. Psicológicamente preparado. Creo en Eli implícitamente. ¡Dios mío, que si le creo! Sólo pido eso: creerle. Todo el futuro se abre ante mí. Viajaré a las estrellas. Visitaré los planetas. El Capitán Futuro de Kansas. ¡Y estos imbéciles quieren parar en Nueva York para ir a echar unos polvos! ¡Les espera la eternidad y son incapaces de ir más allá de Maxwell! Quisiera decirles lo podencos que son. Pero debo ser paciente con ellos. No quiero que me tomen el pelo. No quiero que piensen que esos cráneos me vuelven loco. First Avenue, ¡hemos llegado!

6. ELI

Hemos ido a un sitio de la Calle 67 que se inauguró en navidades. Uno de los miembros de la fraternidad de Timothy le dijo que era formidable, y Timothy insistió en que nos diéramos una vuelta por allí. Se llamaba La Rata Empapelada, y era todo un espectáculo. La clientela estaba compuesta casi exclusivamente por estudiantes de los barrios residenciales, y había casi tres veces más de chicos que de chicas. Mucho ruido y pesadas risotadas. Entramos en formación, pero nada más atravesar la puerta nos desperdigamos. Timothy se lanzó hacia la barra como un animal en celo, pero se frenó en seco cuando comprobó que el ambiente no respondía exactamente a lo que él esperaba. Oliver, que para algunas cosas es bastante más delicado que nosotros, ni siquiera entró; sintió desde el principio que el sitio no le convenía y se quedó plantado en la puerta, esperando a que nos fuéramos. Cuando intentaba llegar hasta el centro de la sala, me sentí fustigado por una oleada de gritos discordantes que me dejaron vibrando de la cabeza a los pies. Desanimado, me retiré hacia la relativa tranquilidad del vestíbulo. Ned se fue derecho a los lavabos. Yo era lo suficientemente ingenuo como para pensar que solamente quería mear. Al cabo de un rato, Timothy se acercó a mí, con una jarra de cerveza en la mano; me dijo:

—¡Larguémonos de aquí! ¿Dónde está Ned?

—En los servicios.

—¡Mierda!

Se alejó furioso a buscarle. Poco después reapareció con Ned, un Ned que parecía disgustado y venía acompañado por una réplica de Oliver de un metro noventa y cinco, más o menos, como mucho, de dieciocho años de edad, un joven Apolo con una melena hasta los hombros y una cinta color lavanda sujetándole el pelo. Ned no había perdido el tiempo. Cinco segundos para orientarse, treinta para encontrar los servicios y concluir su trabajo. Y entonces llega Timothy y lo echa todo a perder, jodiendo una aventura que hubiera acabado exquisitamente en alguna habitación del East Village. Pero, claro, no podíamos dejar que Ned se dedicase a sus vicios. Timothy le dijo al muchacho algo no muy agradable. Apolo, contoneándose, se alejó. Y nosotros nos largamos. Más arriba, en la misma calle, había sitios más acogedores. La Plastic Cave, un sitio que Oliver y Timothy habían frecuentado bastante el año anterior. Decoración futurista, ondulantes hojas de plástico gris brillante, camareros vestidos con trajes de ciencia ficción de colores barrocos, periódicas explosiones de luces estroboscópicas, y, más o menos cada cinco minutos, salían de cincuenta altavoces riadas de música ensordecedora. Más una discoteca que un club de solteros, pero valía para las dos cosas. Muy frecuentada por los de Columbia y Barnard. Y también por las chicas de Hunter; estudiantes, abstenerse. Me sentía desplazado. No tengo ni idea sobre los sitios de moda. Prefiero sentarme en una cafetería, pedirme un capuchino y charlar, todo antes que pagar por bailar en una discoteca. Me gusta más Rilke que el rock, y Plotino más que el plástico. «Sales directamente de los años cincuenta», me dijo un día Timothy. Timothy, con su corte a cepillo de patriota republicano.

Nuestro principal objetivo para esa noche era encontrar un sitio para dormir, es decir, chicas que tuvieran un piso donde poder meter a cuatro tipos. Timothy se encargaría de ello, y, si no resultaba suficiente, pondríamos a Oliver a trabajar en el asunto. Aquél era el ambiente en que estaban acostumbrados a moverse. En una misa mayor, en la iglesia de San Patricio, no hubiera podido estar más incómodo. Para mí, aquello era Zanzíbar, y supongo que para Ned algo parecido a Timbuctú, a pesar de su adaptabilidad camaleónica. Frustrado por Timothy en sus inclinaciones naturales, enarbolaba en aquel preciso instante la bandera hetero, y, con su acostumbrada perversidad, sacó a bailar a la chica menos afortunada del lugar, una muchacha desgarbada, con los pechos tan desplegados como un tiro de postas que brotara de debajo de su deformado suéter rojo. Le estaba administrando su tratamiento de seducción a alta tensión, lo que hacía que se pareciera más que a cualquier otra cosa a un Raskolnikov homosexual aferrándose a la mujer que debería salvarle de una existencia de sodomita atormentado. Mientras Ned le susurraba al oído, era un espectáculo digno de admirar verla hacerle carantoñas y pasando su lengua entre los labios, parpadeando mientras acariciaba el crucifijo —¡sí, señor!— que colgaba entre sus gigantescos pechos. Una Sally McNally que hubiera perdido hacía poco su golosina, y, ¡sólo Dios sabe cuánto le había costado deshacerse de ella! Y ahora —¡todos los santos sean loados!— ¡alguien intentaba calentarla de verdad! Sin duda Ned le parecía el cura contrariado, el jesuita decepcionado con su aureola de decadencia y romántica angustia católica. ¿Llegaría hasta el final? Probablemente, sí. Su calidad de poeta, buscando experiencias sin cesar, le inducía a hacer frecuentes incursiones en los bajos fondos del sexo contrario, seduciendo a todas las chicas rechazadas por los demás: una manca, una chica con medio maxilar, una cigüeña dos veces más alta que él, etcétera. Es la idea que tiene el humor negro. En resumen que, aunque marica, se acuesta con chicas más veces que yo, si bien sus conquistas no son precisamente ningunas mísses. No quería sacar ningún placer del acto, sino solamente el juego cruel de la conquista por sí misma. «Veis», parecía decir, «esta noche no me habéis dejado tener a Alcibíades, así que me cojo a Xanthippe».

Estudié su técnica durante algunos momentos. Me lleva mucho tiempo observar las cosas. Debía estar ya intentando cazar algo. Si el fervor y el intelectualismo están de moda aquí, ¿por qué no estaba ya cambiando mi mercancía por algunos trozos de culo? Eli, ¿a lo mejor estás por encima de todo esto? Venga, por qué no confiesas que eres un pardillo con las chicas. Me acerqué a tomar un whisky sour (¡Los años cincuenta una vez más! ¿Quién sigue bebiendo cócteles hoy en día?) y me dispuse a alejarme de la barra. Con mi natural torpeza choqué con una morenita y tiré la mitad del líquido por el suelo.

—¡Oh! ¡Perdón! —dijimos a la vez.

Parecía aterrada, un animalillo asustado. Frágil, huesuda, justo, justo, el metro cincuenta, ojos brillantes y solemnes, nariz prominente (¡Shayneh maideleh! ¡Un miembro de la tribu!). Una blusa turquesa medio transparente revelaba un sujetador rosa, que, para las costumbres de la época, indicaba una cierta ambivalencia. Nuestra timidez encendió una llama recíproca. Sentí calor entre las piernas, en las mejillas, y sentía el calor de nuestro fuego común. A veces, las cosas suceden de forma tan especial que uno se extraña de que todos los que le rodean no se levanten a aplaudir. Encontramos una mesa minúscula y murmuramos someras presentaciones. Mickey Bernstein, Eli Steinfeld, ¿qué hace una chica como tú en un sitio como éste?