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—Porque nos lo piden —contesté.

—¿Y entonces?

—Es cuestión de obediencia. De la obediencia nace la disciplina, de la disciplina nace la maestría y en la maestría se incuba el poder de conquistar las fuerzas de la degeneración. La obediencia es antíentrópica. La antientropía es nuestra enemiga.

—Pareces muy elocuente —dijo.

—La elocuencia no es pecado.

Rió y no contestó. Veía que estaba sobre una cuerda rígida en el límite entre la locura y la salud de espíritu. No era yo, que había andado toda la vida sobre aquella cuerda, quien iba a empujarle.

Pasó un largo momento. Mi visión de Oliver y de mí se esfumó y se convirtió en algo irreal. No odiaba por eso a Eli. Esta noche le pertenecía. Finalmente, se puso a hablarme de un ensayo que había escrito a los dieciséis años, el último año en el instituto, sobre la decadencia moral del imperio romano occidental visto a través del aspecto de la degeneración del latín, en cierto número de lenguas románicas. Todavía recordaba, casi de memoria, lo que había escrito, y me citó largos pasajes que escuché con aspecto de atención cortés, ya que, aunque sus argumentos me parecían brillantes, particularmente por haber sido escritos por un chico de dieciséis años, no tenía demasiadas ganas en ese preciso momento de oír hablar de las sutiles implicaciones de este punto de vista étnico que ocultan las respectivas evoluciones del francés, del español y del italiano. Pero, gradualmente, comprendí a dónde quería llegar Eli con su historia, y le escuché más atentamente. Estaba, en definitiva, haciéndome su confesión.

Había escrito aquel ensayo para participar en un concurso organizado por alguna prestigiosa sociedad de investigación, y había ganado el primer premio, lo que le había asegurado una beca de investigación. Había, en resumen, cimentado toda su carrera universitaria posterior en aquel primer éxito, el ensayo había sido ya publicado en una revista filológica importante y le había valido la celebridad en su pequeña esfera universitaria. Aunque sólo era un estudiante de primero, era citado con elogios en los trabajos de otros eruditos. Las puertas de todas las bibliotecas estaban abiertas para él, y no hubiera tenido nunca, a decir verdad, la posibilidad de descubrir el manuscrito que nos había llevado al Monasterio de los Cráneos si no hubiera escrito aquel prestigioso ensayo del que dependía su renombre. Pero, y me dijo en el mismo tono desprovisto de expresión que había empleado un momento antes para exponerme sus teorías sobre los verbos irregulares, el concepto esencial sobre el que había cimentado su tesis, no era fruto de su propio trabajo. Se lo había robado a otra persona.

¡Vaya! ¡Vaya! El pecado de Eli Steinfeld. Ni un pecadillo sexual, ni un extraviamiento juvenil hacia la homosexualidad o la masturbación recíproca, ni un horrible incesto contra una madre protestando débilmente, sino un crimen intelectual, el género más condenable de todos. No es extraño que haya esperado tanto antes de hacer su confesión. Pero, ahora, la verdad corría a raudales por su boca. Su padre —decía—, un día que estaba comiendo en un autoservicio de la Sexta Avenida, se sintió atraído por un señor pequeño, marchito, canoso, sentado solo en una mesa, hojeando un gordo y embarazoso volumen. Era un libro de Somerfelt sobre el análisis lingüístico titulado Aspectos diacrónicos y sincrónicos del lenguaje. Aquel título no hubiera significado nada para el padre de Eli si no hubiera, algunos momentos antes, desembolsado la apreciable cantidad, para él, de 16,50 $ para comprarle a Eli un ejemplar, que había decidido que no podía seguir viviendo sin él. Shock al reconocer la pasta del libro. Reacción de orgullo paternaclass="underline" mi hijo, el filólogo. Presentaciones, conversaciones, simpatía inmediata: un refugiado de avanzada edad en un autoservicio no tiene nada que temer de otro refugiado. «Mi hijo», dijo el señor Steinfeld, «tiene el mismo libro que usted». Expresión de asombro. El otro es natural de Rumania, antaño profesor de lingüística en la Universidad de Kluj. En 1939, huyó de su país esperando entrar en Palestina, pero en resumen, después de haber transitado por la República Dominicana, México y Canadá, acabó en Estados Unidos, donde, incapaz de encontrar un trabajo en una universidad, vive en Manhattan, en una tranquila pobreza trabajando donde puede, de lavaplatos en un restaurante chino, corrector de pruebas de un efímero diario rumano, archivero en un servicio de información para marginados, y así sucesivamente. Pero, durante ese tiempo, prepara con ardor el trabajo de su vida, un análisis estructural y filosófico sobre la decadencia de la lengua latina en la Alta Edad Media. El manuscrito está virtualmente completo, en rumano, explicó al padre de Eli, y acababa de empezar la indispensable traducción al inglés, pero el trabajo avanza todavía muy despacio pues no tiene soltura en esta lengua, él, que tiene la cabeza llena de tantos idiomas. Sueña con terminar su libro, encontrarse un editor y retirarse a Israel con el dinero que gane. «Me gustaría conocer a su hijo», dijo abruptamente. Sospecha instantánea por parte del viejo Steinfeld. ¿Se trataría de algún perverso loco, algún maníaco sexual? ¡No! Es un judío decente, un erudito, un melamed, un miembro de la confraternidad internacional de las víctimas. ¿Cómo podría querer hacerle daño a Eli? Intercambio de teléfonos. Se arregla una cita. Eli va a casa del rumano. Una habitación minúscula repleta de libros, de manuscritos, de periódicos de investigación en una docena de idiomas. Tome, lea esto, dice el digno viejo, esto y esto. Mis ensayos, mis teorías. Y amontonó los papeles en las manos de Eli, pellejos de cebollas entre los caracteres dactilografiados apretadamente, sin espacio, sin margen. Eli se lleva todo a su casa, lee, se extasía, ¡formidable! ¡Este hombrecillo es un genio! Entusiasmado, Eli se propone aprender rumano para convertirse en el secretario de su nuevo amigo y para ayudarle a traducir su manuscrito al inglés lo antes posible. Febrilmente, hacen proyectos de colaboración. Construyen castillos en Rumania. Eli, pagándolo con su propio dinero, fotocopia los manuscritos para evitar que un goy cualquiera en la habitación de al lado, durmiéndose con el cigarro encendido, destruya el trabajo de toda una vida en un estúpido incendio. Cada día, después de clase, Eli se precipita en la pequeña habitación repleta. Después, una tarde, nadie contesta a su llamada. ¡Calamidad! El portero viene, protestando, el aliento embebido de whisky. Utiliza su llave para abrir la puerta. El rumano está tirado en el suelo, amarillo, rígido. Una asociación de refugiados paga el entierro. Un ahijado, nunca nombrado hasta entonces, se materializa y embarca todos los libros y manuscritos hacia un destino desconocido. Eli se queda con las fotocopias. Y, ahora, ¿qué? ¿Cómo ser el vehículo por el que esta obra será revelada a la Humanidad? ¡Ah! El concurso de ensayos para la beca. Se sienta en trance ante su máquina durante horas. La distinción entre su propio amigo desaparecido y él mismo es incierta. Son colaboradores ahora. Gracias a mí, piensa Eli, este gran hombre puede hablar desde su tumba. El ensayo está terminado, y no hay ninguna duda en la cabeza de Eli sobre su valor: es una pura obra de arte. Además, siente un placer especial sabiendo que ha salvado la obra de una vida, de un erudito injustamente olvidado. Somete los seis ejemplares reglamentarios al jurado del concurso. En primavera llega una carta certificada, informándole que ha ganado. Le convocan a un vestíbulo de mármol para recibir un rollo de papel envuelto con una cinta, un cheque que representaba más dinero del que podía imaginar, y las felicitaciones de una cohorte de distinguidos universitarios. Poco después, llega la primera solicitud de una revista profesional. Su carrera está lanzada. Sólo más tarde Eli se da cuenta de que en su ensayo ganador ha olvidado totalmente mencionar al autor de las ideas sobre las que su trabajo estaba basado. Ni un agradecimiento, ni una nota, ni una cita.