Выбрать главу

No había ninguna duda de que eras un payaso, si no, te habrías convertido en «una mierda que todos despreciarán», según la advertencia del viejo Mao que fijaba el límite entre el pueblo y sus enemigos. Para elegir entre el payaso y la mierda de perro, preferiste el payaso. Cantabas a voz en grito la canción militar «Las tres grandes reglas de disciplina y las ocho advertencias», y debías, como un soldado, mantenerte erguido delante del retrato del Dirigente Supremo que habían colgado en mitad de la pared de cada despacho, gritar tres veces «Larga vida» y empuñar El Pequeño Libro con la tapa de plástico rojo. Esta ceremonia inevitable tenía lugar al principio y al final de la jornada laboral, después de que el ejército se hiciera con el control de la institución. La llamaban «pedir las instrucciones de la mañana» y «presentar el informe de la tarde».

Eran momentos muy serios, te mantenías realmente en estado de alerta, no se podía reír. Las consecuencias habrían sido inimaginables, a menos que te hubieras preparado para ser un contrarrevolucionario o esperaras convertirte en un mártir. Lo que decía el ex teniente coronel era verdad, realmente era un payaso, pero un payaso que no se atrevía a reír. El que puede reírse ahora eres tú, cuando recuerdas aquella época, pero de hecho no siempre lo consigues.

Él se convirtió en el representante de una organización de masas en el seno del grupo de depuración que controlaba el ejército. Cuando lo eligieron los dirigentes y las masas de su facción, comprendió que había llegado al fin de sus días. Pero aquellos dirigentes y aquellas masas realmente deseaban que él los protegiera; no sabían que el asunto de la «tenencia de armas» de su padre podía apartarlo de la gran familia revolucionaria.

Durante la reunión del grupo, el delegado del ejército, Zhang, leyó en voz alta un documento llamado «control interno»; es decir, una lista de miembros del personal que tenían que someterse a un control interno. Era la primera vez que escuchaba esa expresión, le sorprendió mucho. El «control interno» no sólo estaba dirigido a los trabajadores comunes, también a algunos altos cargos del Partido, que había que castigar rápidamente por ser «malos elementos» que se habían mezclado con las masas. Ya no era la violencia de las guardias rojas que tuvo lugar dos años antes, tampoco la lucha entre las distintas facciones de las organizaciones de masas; ahora el ataque tenía lugar sin precipitación, lo dirigía el ejército como si se tratara de un plan de batalla trazado con todo detalle. La comisión de control militar quitó los precintos de los archivadores relativos a los asuntos del personal; los documentos de las personas con problemas se amontonaban sobre la mesa del delegado Zhang.

– Todos vosotros sois delegados y habéis sido elegidos por las organizaciones de masas. Espero que, una vez que os hayáis librado de la manía burguesa de fraccionarse, podáis echar de vuestras filas a los malos elementos que se hayan infiltrado. Sólo debemos tener una única postura, la del proletariado, y no la de una fracción. Lo mejor es que todo el mundo discuta caso por caso y determine quién debe entrar en la primera lista y quién en la segunda. También habrá posiblemente una tercera, y los trataremos con clemencia si reconocen por ellos mismos sus crímenes, se confiesan y proceden a las denuncias; de lo contrario, seremos implacables.

El delegado Zhang, de cara ancha y cuadrada, barrió con la mirada a los representantes de las organizaciones de masas, golpeó con sus gruesos dedos el montón de documentos que tenía delante de él, luego levantó la tapa de su taza de té y se puso a beber antes de encender un cigarrillo.

Él hizo algunas preguntas prudentes, ya que el delegado del ejército había dicho que podían discutir. Preguntó si Lao Liu, su antiguo jefe de sección, a pesar de su origen social, que era el de un terrateniente, tenía otros problemas. Luego hizo algunas preguntas sobre una jefa de subsección, antigua miembro del Partido en tiempos de la clandestinidad, organizadora del movimiento estudiantil y que, según se desprendía de su investigación, nunca había sido detenida, ni pesaba sobre ella sospecha alguna de traición hacia el Partido ni de rendición al enemigo; ignoraba por qué también formaba parte de los casos especiales. El delegado Zhang volvió la cabeza hacia él, levantó los dos dedos que sostenían un cigarrillo, y lo miró sin decirle nada. Fue precisamente en ese instante cuando el ex teniente coronel le insultó:

– ¡Miserable! ¡Payaso!

Bastantes años más tarde, leerías algunas memorias que desvelarían poco a poco las luchas internas del Partido. Te darías cuenta de que en las reuniones del Buró Político, Mao Zedong también miraba así a sus mariscales o generales que tenían un punto de vista diferente al suyo, mientras fumaba y bebía té, y que otros mariscales y generales se levantaban furiosos de inmediato para reprimirlos y evitar que el viejo tuviera que gastar saliva.

Evidentemente, tú no mereces a un mariscal o a un general, y es un teniente coronel quien te fustiga: «Insecto rastrero».

Es cierto, sólo eres un minúsculo insecto, ¿qué vale la vida de un insecto?

Después del trabajo, al ir a buscar la bicicleta al cobertizo de la planta baja, se dio de bruces con su colega de despacho, Liang Qin, que se encargaba de su trabajo desde que empezó la rebelión, hacía ya más de dos años. Pero su carrera de rebelde estaba llegando a su fin. Como no había nadie cerca de ellos, le dijo:

– Sal primero y ve despacio después del cruce, tengo algo que decirte.

Liang se subió a la bicicleta, él le siguió y luego llegó a su altura.

– Ven a mi casa a tomar algo -dijo Liang.

– ¿Quién hay en tu casa? -preguntó él.

– Mi mujer y mi hijo.

– No, mejor que hablemos mientras vamos en bicicleta.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Liang, que temía que tuviera que darle una mala noticia.

– ¿Qué problema tuviste en el pasado? -preguntó sin mirarlo, como si no le diera mucha importancia.

– ¡Ninguno! -exclamó Liang, que casi se cae de la bicicleta al oír esas palabras.

– ¿Tienes relaciones con el extranjero?

– ¡No tengo ningún pariente en el extranjero!

– ¿Has enviado cartas al extranjero?

– Espera, déjame pensar…

El semáforo estaba en rojo, apoyaron los pies en el suelo.

– Ah, sí, ya me hicieron esa pregunta, hace mucho tiempo -dijo Liang a punto de echarse a llorar.

– ¡No llores, no llores! Estamos en plena calle -dijo él.

El semáforo se puso verde y los vehículos empezaron a circular.

– ¡Hablame con franqueza, no tienes nada que temer, no te comprometería! -Liang Qin se paró-. Lo único que te digo es que sospechan de ti, algo relacionado con el espionaje, ten cuidado.

– ¡Qué dices!

El dijo que tampoco lo veía muy claro.

– Lo único que hice fue escribir una carta a Hong Kong, a uno de mis vecinos, con quien crecí; hace tiempo que se fue con una tía suya a Hong Kong. Le escribí para que me comprara un diccionario de argot inglés. Nada más, no pasó nada más. Era la época de la guerra de Corea, acababa de conseguir mi diploma en la universidad, estaba en el ejército, trabajando como intérprete, en un campo de prisioneros…

– ¿Y recibiste el diccionario? -preguntó él.

– No. ¿Eso quiere decir que… aquella carta nunca llegó a su destino? ¿Se la quedaron? -preguntó Liang.

– ¿Quién sabe?

– ¿Sospechan que mantengo relaciones con los servicios de inteligencia del extranjero?

– Eso lo has dicho tú.

– ¿Tú también piensas lo mismo? -preguntó Liang inclinando la cabeza.

– ¡Claro que no! ¡Si fuera así, no te lo habría contado! ¡Sé prudente!

Un largo trolebús articulado los rozó, Liang giró su manillar; casi lo atropellan.