Me vi a mí mismo en medio de ese jardín de felicidad, contemplaba mi propio pensamiento apoyado a medianoche en el muro de una mezquita.
Comprendí enseguida que lo que veía en el centro de mi pensamiento, de mi fantasía, de mi universo ilusorio -llámenlo como quieran-, no era a alguien parecido a mí, sino yo mismo. En ese momento noté que mi mirada era la de ese «ojo» que poco antes había descubierto. Así pues, ahora yo me había convertido en el «ojo» de poco antes y me observaba desde fuera. Pero aquélla no era una sensación rara ni extraña, ni tampoco pavorosa. Desde el momento en que me vi, recordé y comprendí que me había habituado a contemplarme desde fuera. Desde hacía años, verme desde fuera me procuraba un cierto orden. Al verme desde fuera me decía: «Sí, todo está en u sitio»; al verme desde fuera me decía: «No me parezco lo suficiente. No me parezco lo suficiente a lo que quiero parecerme». O bien: «Me parezco, pero debo perseverar». Llevaba años diciéndomelo y cuando luego volvía a verme desde fuera me decía contento: «¡Sí, por fin me parezco a lo que quería parecerme! ¡Sí, me parezco y me he convertido en Él!».
¿Quién era ese «Él»? En ese momento de mi viaje por el País de las Maravillas comprendí por fin por qué ese Él al que quería parecerme se me había aparecido. Porque a lo largo de aquel extenso paseo nocturno no había querido parecerme a Él, porque entonces no imitaba a nadie. No quiero que se me malinterprete, no creo que podamos vivir sin imitar a otros, sin querer ser otros, pero esa noche mi anhelo estaba tan reducido por el cansancio, por el vacío de mi interior, que por primera vez en mi vida me convertí en «igual» a ese Él cuyas órdenes llevaba años obedeciendo. Podrían haber comprendido aquella igualdad «relativa» por el hecho de que no había sentido miedo de Él, de que me introduje sin dudar en ese universo imaginario al que me llamaba. Me encontraba sometido a su mirada pero aquella hermosa noche de invierno también era libre. Aunque fuera un sentimiento que había conseguido no como resultado de mi propia voluntad ni de mi victoria, sino de mi cansancio y mi derrota, esa sensación de libertad e igualdad abrió la puerta de la intimidad entre Él y yo. (Esa confianza puede deducirse de mi estilo.) Y así, por primera vez en años, Él me desvelaba sus secretos y yo lo comprendía. Sí, por supuesto, hablaba conmigo mismo, pero ¿qué son ese tipo de conversaciones sino charlas en susurros entre amigos con la segunda persona, y después la tercera, que tenemos enterradas dentro?
Mis cuidadosos lectores lo habrán comprendido hace mucho por el cambio de palabras, pero, no obstante, voy a escribirlo: «Él» era, por supuesto, el «ojo». Era el ojo quien yo quería ser. Al principio yo no creé al ojo, sino a Él, a la persona que quería ser. Y ese Él en quien quería convertirme me envolvió con aquella terrible y asfixiante mirada que extendía hacia mí. Aquel ojo que limitaba mi libertad, esa mirada cruel que veía y juzgaba todo lo que hacía colgaba sobre mi cabeza como un sol maldito que nunca se apartara de mí. Por favor, no se dejen engañar por mis palabras y piensen que me quejo. Estaba muy satisfecho del brillante paisaje que me presentaba el «ojo».
Mientras me observaba desde fuera en aquel paisaje geométrico y limpísimo (de hecho, eso era lo mejor de él) comprendí de inmediato que era yo quien le había creado a Él pero sólo podía concebir cómo lo había hecho de una forma muy imprecisa. Algunas pistas demostraban que Él había surgido de materiales de mi propia vida y de mis recuerdos. En Él, a quien tanto quería imitar, se notaba la influencia de los protagonistas de algunos tebeos que había leído en mi infancia, la de algunos «pensadores» cuyas fotografías había visto en revistas extranjeras y de las poses que aquellos tipos pretenciosos adoptaban ante los fotógrafos en sus mesas de trabajo, en sus bibliotecas o en los espacios sagrados donde desarrollaban su pensamiento «profundo y lleno de significados». Claro que había querido ser como ellos, pero ¿hasta qué punto? En aquella geografía metafísica vi también otros indicios decepcionantes sobre los detalles de mi propio pasado a partir de los cuales lo había formado: un vecino rico y trabajador de quien mi madre siempre hablaba con admiración, la sombra de un bajá consagrado a salvar su país occidentalizándolo, el espectro del protagonista de un libro que había leído cinco veces de cabo a rabo, un maestro que nos castigaba con el silencio, un compañero de clase que llamaba de usted a sus padres y tan neo que cada día se cambiaba de calcetines, los héroes de las películas extranjeras que se proyectaban en los cines Sehzadebasi y Beyoglu, tan inteligentes, tan competentes, siempre con una respuesta a punto, la forma en que sostenían los vasos, el que siempre pudieran estar tan relajados, ser tan bromistas y, si era necesario, decididos ante las mujeres, ante hermosas mujeres, las biografías que había leído en enciclopedias y prólogos de libros de escritores famosos, de filósofos, de sabios, de exploradores e inventores, algunos soldados, el héroe del cuento que protege a toda la ciudad de una inundación porque no puede dormir de noche… Todos aquellos personajes aparecieron ante mí uno a uno en aquel País de las Maravillas en el que había penetrado a altas horas de la noche apoyado en el muro de una mezquita como si fueran lugares conocidos que me saludaran con la mano desde diversos puntos de un mapa. De la misma manera que se sorprende alguien que ve por primera vez en un plano la calle y el barrio en los que lleva años viviendo, yo también me asombré con la misma excitación infantil. Luego sentí un sabor amargo parecido a la decepción de esa misma persona que mira por primera vez el plano y ve que aquellos edificios, calles, parques y casas que le llevaría toda una vida recordar, que todos aquellos lugares llenos para él de recuerdos han sido marcados y despachados con una línea pequeña y lo minúsculos, carentes de importancia y absurdos que resultan comparados con las demás líneas y marcas del enorme plano.
Yo lo había creado a El con todos aquellos recuerdos y personajes también recordados. En la mirada del «ojo» que Él había lanzado sobre mí y que ahora se había convertido en la mía propia yacía el espíritu de un monstruo, de un collage compuesto por toda aquella multitud cuyos elementos había recordado y reconocido uno a uno. En el interior de esa mirac ahora veía toda mi vida y a mí mismo. Vivía feliz de ser observado por la mirada y de que gracias a ella podía poner orden en mi vida; vivía creyendo que imitándolo, intentando imitan un día me convertiría en El, o, al menos, que podría ser como Él. No, no vivía con esa esperanza, sino que lo hacía por la esperanza de ser otro, de ser Él. Que no piensen mis lectores que esta «experiencia metafísica» fue una especie de despertar ni un caso didáctico del tipo de «abrir los ojos a la verdad».
En el Pais de las Maravillas en el que entré mientras estaba apoyado en el muro de la mezquita, todo brillaba reluciente, limpio de culpa y pecado, de placer y castigo. En cierta ocasión tuve un sueño en el que la reluciente luna llena, colgada en el mismo cielo nocturno azul marino a lo largo de la misma calle y la misma perspectiva, se convertía lentamente en la brillante esfera de un reloj. El paisaje que veía era igual de claro, transparente y simétrico que el del sueño. Apetecía contemplarlo hasta hartarse y señalar una a una todas aquellas placenteras variedades tan evidentes para enumerarlas.
Y no es que no lo hiciera. Como si comentara la posición de las fichas de un juego de tres en raya en un tablero de mármol casi azul marino, me decía: «Ese yo que se apoya en el muro de la mezquita quiere ser Él». Ese hombre quiere llegar a ser ese Él al que envidia. Y Él aparenta ignorar que no es sino una creación de ese yo que le imita. Por esa razón hay tanta confianza en la mirada del «ojo». Él parece haber olvidado que el hombre apoyado en el muro de la mezquita ha creado el «ojo» con la intención de alcanzarlo, pero el hombre apoyado en el muro es consciente de esa verdad apenas perceptible. Si hace un movimiento, si le alcanza a Él, si se convierte en Él, entonces el «ojo» se encontrará en un callejón sin salida o bien en el vacío, con todo lo que conlleva, y etcétera, etcétera.
Pensaba en todo aquello observándome desde fuera. Luego, ese «yo» al que observaba comenzó a caminar siguiendo el muro de la mezquita, y cuando éste se acabó, continuó a lo largo de repetidas casas de madera con miradores, solares vacíos, fuentes, tiendas con las rejas echadas y cementerios en dirección a su casa y a su cama.
De la misma forma que nos sorprendemos momentáneamente cuando, mientras caminamos por una calle bulliciosa mirando las caras y las manchas de color de la gente, nos miramos en el escaparate de una tienda o en el amplio espejo que hay detrás de una hilera de maniquíes, yo me encontraba continuamente estupefacto mientras me observaba desde fuera. Pero, exactamente igual que si fuera un sueño, sabía que no había nada demasiado sorprendente en que ese «yo» al que observaba desde el exterior fuera yo mismo. Lo sorprendente era la proximidad asombrosamente suave, dulce y llena de cariño que sentía por esa persona. Sentía cuán frágil era, cuán digno de pena, cuán desesperado y triste. Sólo yo sabía que no era como parecía y, como un padre, incluso como un dios, me habría gustado albergar bajo mis alas, proteger a ese niño conmovedor, a ese siervo de Dios, a esa buena y pobrecilla criatura. Después de andar largo rato (¿qué pensaba? ¿Por qué estaba triste? ¿Por qué estaba tan cansado y acobardado?), salió a la calle principal. De vez en cuando miraba absorto los apagados escaparates de las tiendas de ultramarinos y las confiterías. Se había metido las manos en los bolsillos. Luego bajó la cabeza. Caminó desde Sehzadebasi hasta Unkapani sin prestar atención a los coches ni a los taxis libres que pasaban a su lado ocasionalmente. Quizá tampoco tuviera dinero.
Al cruzar el puente de Unkapani miró por un momento al Cuerno de Oro: un marinero, difícil de distinguir en la oscuridad, bajaba tirando de un cable la larga y estrecha chimenea de un remolcador que se disponía a pasar bajo el puente. Mientras subía por la cuesta de Sishane cruzó un par de palabras con un borracho que bajaba; excepto uno, no le interesó ninguno de los bien iluminados escaparates de la calle Istikláclass="underline" contempló largo rato el de un platero. ¿Qué le pasaba por la cabeza? Me lo preguntaba temblando de preocupación, observándolo con cariño.