Uno de aquellos días en los que me dedicaba a famosos sin particularidad alguna y a gángsteres (ahora se les llama mañosos) locales, conocí a un anciano farmacéutico que podía resultar una noticia curiosa. Aquel hombre padecía las enfermedades de insomnio y pérdida de memoria que yo sufro ahora. Lo horrible de la conjunción de ambas enfermedades es que, aunque pensamos que podemos compensar la una (la pérdida de memoria) con la otra (con el tiempo extra consecuencia del insomnio), ocurre exactamente lo contrario: en las noches de insomnio, como ahora me pasa a mí, los recuerdos del anciano huían de tal manera que el pobre hombre creía encontrarse absolutamente solo a mitad de la noche en medio de un tiempo que no pasaba, en un planeta sin identidad, sin personalidad, sin olores, sin colores, en «la cara oculta de la Luna» de la que tanto se hablaba entonces en los artículos traducidos de revistas extranjeras.
En lugar de tratarse la enfermedad escribiendo artículos, como yo, inventó una medicina en el laboratorio de su farmacia. Organizó una rueda de prensa a la que asistimos dos personas (tres contando al farmacéutico), un reportero drogadicto de un periódico vespertino y yo, y, después de llenar de manera ostentosa un vaso con el líquido rosado que estaba presentando a la opinión pública y bebérselo, realmente alcanzó ese sueño que llevaba años buscando. La opinión pública, llevada por el entusiasmo de que un turco hubiera inventado por fin algo, nunca pudo saber si el anciano farmacéutico había alcanzado el paraíso de sus recuerdos como le ocurrió con el sueño, puesto que no se despertó nunca.
En su entierro, creo que dos días después, bajo un cielo sombrío, sólo pensé en qué sería lo que quería recordar. Todavía sigo pensándolo. Los fardos que según envejecemos arroja nuestra memoria como si fuera un animal de carga de mal genio que quisiera llevar cada vez menos peso, ¿son los que menos le gustan? ¿Los más pesados? ¿O los que se caen con mayor facilidad?
Se me ha olvidado cómo se refleja en nuestros cuerpos la luz que se filtra a través de visillos de tul en pequeñas habitaciones en los más bellos rincones de Estambul. Se me ha olvidado en la puerta de qué cine trabajaba el revendedor de entradas loco de amor por la pálida muchacha griega de la taquilla. Se me han olvidado hace mucho los nombres de los queridos lectores que tenían los mismos sueños que yo en la época en que interpretaba sueños en este periódico suyo y los secretos que les revelaba en las cartas que les enviaba.
Años después, cuando nuestro columnista vuelve la mirada a ese tiempo perdido, buscando en una noche de insomnio una rama a la que agarrarse, viene a su mente un día terrible que pasó en las calles de Estambuclass="underline" en cierta ocasión me dejé arrastrar por un deseo que envolvió todo mi cuerpo y toda mi alma, el deseo de un beso.
Un sábado por la tarde, mientras contemplaba en un viejo cine una película americana de detectives (La calle escarlata), quizá más vieja aún que el cine, vi una escena de un beso, tampoco demasiado larga. Era una escena de beso vulgar, igual a las del resto de las películas en blanco y negro, de las que nuestros censores cortaban a los cuatro segundos, pero no sé lo que me ocurrió, se elevó en mi interior de tal manera el deseo de besar así a una mujer, presionando sus labios con los míos, sí, presionándolos con todas mis fuerzas, que creí que iba a ahogarme de infelicidad. Tenía veinticuatro años pero todavía no había besado a nadie en los labios. No, no es que no me hubiera acostado con mujeres en los burdeles, pero, de la misma forma que ellas nunca besan, yo tampoco había querido besarlas en los labios.
Salí a la calle antes de que terminara la película; me sentía impaciente e inquieto, como si en algún lugar de la ciudad me esperara una mujer que quisiera besarme. Recuerdo que caminé hasta Tünel como si corriera, que luego volví atrás a la misma velocidad hasta Galatasaray y que intentaba desesperadamente, como quien busca algo en la oscuridad, encontrar el recuerdo de un rostro, una sonrisa, el espectro de una mujer. No tenía ninguna pariente ni conocida a quien besar; mis esperanzas de encontrar una amante eran nulas; ¡ni siquiera conocía a nadie que pudiera serlo! Parecía que la superpoblada ciudad estuviera vacía.
No obstante, en cuanto llegué a Taksim me encontré montado en un autobús. Una familia, parientes lejanos de mi madre, había demostrado interés por nosotros cuando mi padre nos abandonó; tenían una hija dos años menor que yo con la que entonces había jugado a veces al tres en raya. Recuerdo que cuando una hora más tarde llegué a su casa de Findikzade y llamé a la puerta, hacía rato que me había casado con la muchacha a la que soñaba besar. Su padre y su madre, hoy difuntos, me invitaron a pasar. Estaban un tanto sorprendidos, no comprendían por qué había ido después de tantos años. Tomamos el té y comimos roscos de pan hablando de esto y aquello (no les interesaba lo más mínimo que fuera periodista; para ellos era una profesión tan miserable como la de cotilla profesional) y escuchando el partido de fútbol de la radio. Esperaban con toda su buena intención que me quedara también a cenar, pero de repente salí a toda prisa murmurando algo.
Al salir, al sentir el aire frío, todavía ardía en mi interior con toda su violencia el deseo del beso: sentía una desazón profunda, insoportable, como si mi piel estuviera fría como el hielo pero mi carne y mi sangre ardieran. Me monté en el transbordador en Eminonü y crucé a Kadikóy. Tenía un compañero de instituto que contaba las aventuras de una muchacha besucona (o sea, una muchacha que besaba antes de casarse) de su barrio. Mientras caminaba hacia su casa en Fenerbahce pensaba que si no podía ser esa muchacha, mi amigo conocería a otras como ella. Di vueltas y revueltas por donde en tiempos vivía mi amigo, rodeando oscuras mansiones de madera y cipreses, pero no pude encontrar su casa. Caminando entre aquellos edificios de madera, hoy todos derribados hace mucho, miraba algunas ventanas iluminadas e imaginaba que allí vivía la muchacha que besaba antes de casarse. «¡Ahí está la muchacha que va a besarme!», pensaba mirando una ventana. No estábamos demasiado lejos el uno del otro, el muro de un jardín, una puerta, unas esferas de madera, pero no podía alcanzarla; no podía besarla; ¡qué lejos y qué cerca estaba en ese momento ese algo tan conocido por todos, tan misterioso, extraño, increíble y ajeno y mágico como un sueño, ese algo tan terrible y atractivo!
Recuerdo que mientras regresaba a la orilla pensé en qué ocurriría si besaba a alguna de las mujeres que veía en el barco, por la fuerza o aparentando una equivocación momentánea, pero aunque no estaba en situación de mostrarme demasiado escrupuloso no veía a mi alrededor ninguna cara adecuada. A lo largo de mi vida había habido periodos en que, respirando entre la multitud de Estambul, me había dejado llevar por la sensación, entre desesperado y dolorido, de que la ciudad estaba desierta, completamente desierta, pero en ningún otro momento lo sentí con tanta violencia como aquel día.
Caminé largo rato por las aceras cubiertas de humedad. Por supuesto, alguna vez regresaría famoso y renombrado a esa ciudad desierta, completamente desierta, para conseguir lo que quería. Pero en ese momento, su cronista no tenía otro consuelo que regresar a la casa donde vivía con su madre y Balzac, que le relataba en traducción turca la historia del pobre Rastignac. Pero entonces no leía libros por mi propio placer, sino que, como buen turco, lo consideraba una obligación porque podía ser algo que me fuera útil en el futuro. ¡Pero lo que podía serme útil en el futuro no me serviría en absoluto de ayuda en ese preciso momento! Y así, poco después de haberme encerrado en mi habitación, volví a salir impaciente. Recuerdo que me miré en el espejo del baño, que pensé que por lo menos uno siempre podía besarse a sí mismo y que mientras me miraba intentaba revivir en mi mente a los actores de la película.
De hecho, los labios de esos actores (Joan Bennett, Dan Duryea) no se me iban de la cabeza. Pero ni siquiera iba a besarme a mí mismo, como mucho al espejo; salí de allí. Mi madre, sentada a la mesa entre patrones y cortes de gasa que había conseguido de quién sabe qué pariente rico de qué pariente lejano, se apresuraba para tener a tiempo un vestido de noche para una boda.
Comencé a contarle algo. Debían ser historias y fantasías elacionadas con lo que haría en el futuro, con mis éxitos, con mis sueños, pero mi madre no me escuchaba, ensimismada como estaba. Comprendí que, contara lo que contase, no tenía importancia; lo importante era que un sábado por la tarde estaba sentado en casa manteniendo una agradable charla con mi madre. Comencé a sentirme enfurecido. Por alguna razón aquella tarde su pelo estaba arreglado y peinado y se había pintado de forma casi imperceptible los labios; una pintura de labios de la que todavía recuerdo su rojo teja. Me quedé observando los labios de mi madre, su boca, que tan a menudo comparaban con la mía.
– ¿Qué estás mirando de esa manera tan rara? -me preguntó temerosa.
Se produjo un largo silencio. Caminé en dirección a mi madre pero me detuve después de haber dado dos pasos; me temblaban las piernas. Sin acercarme más, comencé a gritar con todas mis fuerzas. Ahora no recuerdo claramente lo que dije, pero de inmediato comenzó una de esas terribles discusiones que tan a menudo se producían entre nosotros. El miedo de que los vecinos nos oyeran desapareció en un instante de nuestros corazones. Era uno de esos momentos de ira y libertad en que uno le dice de todo al que tiene enfrente: en situaciones así siempre parece que se va a romper alguna taza o a volcar la estufa.
Cuando por fin logré salir de casa, mi madre lloraba entre las gasas, los carretes de hilo y los alfileres de importación (los primeros alfileres turcos los fabricó la empresa Ath en 1976). Anduve dando vueltas por las calles de la ciudad hasta Medianoche. Entré en el patio de la mezquita de Solimán, crucé el puente de Atatürk y subí hasta Beyoglu. Era como si yo no fuera yo; como si me persiguiera un espíritu colérico y vengativo; como si la persona que yo debía ser estuviera tras mis huellas.
Me senté en una pastelería de Beyoglu, sólo por estar entre la multitud, pero no miraba a nadie para no ver a cualquiera que, como yo, estuviera intentando matar aquellas horas interminables del sábado por la noche. Porque los que son como yo se reconocen de inmediato y se desprecian. Poco después se me acercó un matrimonio. El hombre comenzó a contarme algo. ¿Quién era, de entre mis recuerdos, aquel fantasma de pelo blanco?