1) Afirmar que tal reloj de los que hay en las habitaciones está en hora y tal otro no lo está, es una estupidez.
2) También es una estupidez afirmar que uno de los relojes de las habitaciones adelanta cinco horas con respecto a otro porque siguiendo la misma lógica se puede llegar a la conclusión de que atrasa siete horas.
3) Si en cualquier momento después de que uno de los relojes marque las diez menos veinticinco otro de los relojes de la casa marca las diez menos veinticinco, es igualmente una estupidez concluir que el segundo reloj imita al primero.
Un año antes de acudir a Córdoba al entierro de Aveces, Ibn Arabi, autor de más de doscientos libros de mística, se encontraba en Marruecos escribiendo un libro inspirado por la historia (sueño) que se cuenta en la azora «Al-Isra» del Corán, a la que me he referido arriba (tipógrafo: si ahora estamos en lo alto de una columna escribe «abajo» y no «arriba») según la cual una noche Mahoma fue llevado a Jerusalén y desde allí subió a los cielos por una escalera (en árabe Miraf, y pudo contemplar el Paraíso y el Infierno. Ahora bien, si tenemos en cuenta que Ibn Arabi cuenta cómo recorrió acompañado por su guía los Siete Cielos y lo que habló con los profetas que se encontró allí y que escribió ese libro a la edad de treinta y cinco años exactamente (en 1198), y de ahí concluimos que la muchacha llamada Nizam que aparece en esos sueños es la correcta y Beatriz es la errónea; o que Ibn Arabi tiene razón y Dante se equivoca; o que el Kitab allsra Ha Makam al Asra es el original y la Divina Commedia es la copia, ése es un ejemplo del primer tipo de estupidez del que acabo de hablar.
Si tenemos en cuenta que el filósofo andalusí Ibn Tu-fail escribió ya en el siglo XI la historia de un niño que llega a una isla desierta en la que vive solo durante años y que allí descubre, además de una cierva que le amamanta, la Naturaleza y los objetos, el mar, la muerte, los cielos y las «realidades divinas» y decidimos que Hayy Ibni Yaaqzan se adelantó seis siglos a Robinson Crusoe; o si, atendiendo a que en el segundo caso se describen con más detalle los utensilios y los medios de que se sirve, afirmamos que Ibn Tufail está seis siglos atrasado con respecto a Daniel Defoe, ése es un ejemplo del segundo tipo de estupidez.
Haci Veliyyüddin Efendi, uno de los seyhülislam de la época de Mustafá III, se dejó llevar por una inspiración repentina una tarde de un viernes del año 1761 después de que un amigo suyo, algo indiscreto, acudiera a su casa y viendo un magnífico armario de su despacho hiciera el irrespetuoso y poco apropiado comentario siguiente: «Maestro, el armario está tan ordenado como tu cabeza», y comenzó a escribir un largo tratado en el que comparaba su mente con el armario de nogal, demostraba que en ambos casos todo estaba en su sitio. Teniendo en cuenta que en su obra nos explica que, como ocurría con aquel magnífico armario de dos puertas, cuatro anaqueles y doce cajones obra de un artesano armenio, nuestra mente posee también doce apartados en los que guardamos los tiempos, los espacios, los números, los escritos y todas esas chucherías a las que hoy llamamos «causalidad», «existencia» o «determinismo», y que el filósofo alemán Kant enumeró doce categorías de la razón pura en su famosa obra publicada veinte años después, concluir que el alemán le imitó es un ejemplo del tercer tipo de estupidez.
Si el doctor Ferit Kemal, mientras dibujaba un retrato extraordinariamente vivo del gran Salvador al que todos esperamos, hubiera sabido que sus compatriotas iban a interesarse por él un siglo más tarde desplegando ese mismo tipo de estupideces, no se habría sorprendido en absoluto porque toda su vida estuvo rodeado por un halo de indiferencia y olvido que le había condenado al silencio de un sueño. Hoy sólo puedo soñar su cara, que no he podido ver en ninguna fotografía, como el rostro fantasmal de un sonámbulo: era un adicto al hachís. Deducimos por la malintencionada obra de Abdurrahman Seref Los nuevos otomanos y la libertad que en París además convirtió a muchos de sus enfermos en adictos al opio, en 1886 -sí, un año antes del segundo viaje de Dostoyevski por Europa- marchó a París a causa de un ansia imprecisa de rebelión y libertad y publicó un par de artículos en los periódicos Libertad y El corresponsal que se publicaban en Europa. Pero mientras los Jóvenes Turcos llegaban a ciertos acuerdos con Palacio y regresaban uno a uno a Estambul, él se quedó en París. No queda ningún otro rastro de él. Teniendo en cuenta que en el prólogo de su libro menciona Los paraísos artificiales de Baudelaire, probablemente tuviera noticia de De Quincey, escritor al que tanto aprecio; quizá también experimentara con el opio; pero no encontramos la menor huella de esos experimentos en las páginas en las que nos habla de El, todo lo contrario, se ven muestras de una fuerte lógica, que tanta falta nos haría hoy. Escribo este artículo para discutir sobre esa lógica, para dar a conocer a los oficiales patriotas de nuestras fuerzas armadas las ideas irrefutables de El Gran Bajá.
Pero para comprender su lógica antes hay que penetrar en el ambiente del libro. Piensen en un libro encuadernado en azul, impreso en papel de grano bastante grueso por la editorial Poulet-Malassis en París en 1870. Sólo noventa y seis páginas. Piensen en unas ilustraciones de ambientes, objetos y sombras hechas por un pintor francés (De Tennielle) con calles que, más que a las del Estambul de entonces, se parecen a las de hoy, con edificios de piedra, con aceras y con calzadas de adoquines; que nos recuerdan, más que a las celdas de piedra y a los primitivos instrumentos de entonces, a los agujeros de ratas de cemento y a los instrumentos para las picanas y para colgar a los presos de las torturas actuales.
El libro comienza con una descripción de un callejón de Estambul a medianoche. No se oye otra cosa que no sean los golpes de los bastones de los serenos en las aceras y los aullidos de las manadas de perros que pelean en barrios lejanos. Por las ventanas veladas por celosías de las casas de madera no se filtra la menor luz. El humo impreciso que surge de la chimenea de una estufa se mezcla con la niebla ligera que ha descendido sobre tejados y cúpulas. En aquel silencio profundo se oyen los pasos de alguien que camina por las aceras vacías. Todos oyen el sonido de aquellos extraños, nuevos, inesperados pasos como si se tratara de una buena noticia; tanto los que se preparan para acostarse en sus frías camas poniéndose una chaqueta encima de otra como los que sueñan bajo varias capas de edredones.
El día siguiente amanece con una alegría soleada muy alejada de la angustia de la noche. Todos Lo han reconocido, todos han comprendido que Él era Él, todos se dan cuenta de que ha llegado la hora en que se acabará aquella eternidad cargada de dolor que en sus momentos de desesperación pensaban que sería interminable. En aquel ambiente de fiesta, Él está entre los tiovivos que giran, los antiguos enemigos que se reconcilian, los niños que comen manzanas cubiertas de caramelo y algodón dulce, los hombres y mujeres que bromean, los que cantan y bailan. Más que un Salvador que marcha entre desesperados y que les llevará a días mejores corriendo de victoria en victoria, Él es un hermano mayor que pasea entre sus hermanos menores. Pero en su rostro hay la sombra de una inquietud, de una intuición, de un presentimiento. En ese momento, mientras Él anda pensativo por las calles, los hombres del Gran Bajá lo capturan y lo arrojan a una de las frías mazmorras con arcos de piedra de la ciudad. Ya tarde el mismo Gran Bajá va a visitarle con un candil en la mano y hablan durante toda la noche.
¿Quién era el Gran Bajá? No traduzco al turco el nombre de ese personaje tan particular porque quiero, como el autor del libro, que el lector decida con entera libertad. Teniendo en cuenta que era bajá podemos pensar que era un importante hombre de Estado, un gran militar o un militar cualquiera pero de alta graduación. Si atendemos a la correcta lógica de sus palabras podemos pensar, también que era al mismo tiempo un filósofo o un hombre superior que ha alcanzado esa cierta sabiduría que sentimos que se da en aquellas personas que piensan más en el Estado y en la Nación que en sí mismos, y que tan habituales son entre nosotros. En aquella mazmorra, durante toda la noche, el Gran Bajá hablará y lo escuchará. He aquí las palabras y la lógica del Gran Bajá que Lo obligaron a callar y que Lo convencieron:
1) Como todos los demás comprendí enseguida que Él (comenzó el Gran Bajá). Para entenderlo no me hizo tener que recurrir a los secretos de las letras y los números, a las señales en el cielo o en el Corán ni a las profecías que se han escrito sobre ti. Al ver en los rostros de la multitud el entusiasmo de la alegría y la victoria, comprendí que tú eras Él. Ahora esperan que les hagas olvidar sus amarguras y tristezas, que les devuelvas su esperanza perdida, que los lleves de victoria en victoria, pero ¿podrás darles todo eso? Hace siglos Mahoma pudo dar esperanza a los desesperados porque los llevó de victoria en victoria con la espada. En cambio hoy, por fuerte que sea nuestra fe, las armas de los enemigos del Islam son más poderosas que las nuestras. ¡No hay ninguna posibilidad de éxito militar! ¿O no son una prueba de eso los falsos profetas que, en la India o en África, se presentan a sí mismos como si fueran Él y que después de hacer morder el polvo a ingleses y franceses durante un tiempo son aplastados y aniquilados y sólo dan lugar a una mayor desolación? (En estas páginas hay comparaciones militares y económicas que demuestran que una victoria militar de gran calibre, no ya del Islam, sino de Oriente sobre Occidente, no es sino una fantasía: el Gran Bajá compara honestamente, como haría un político realista, el nivel de riqueza de Occidente con la miseria de Oriente, y Él aprueba en silencio y con tristeza ese sombrío cuadro que se le pinta porque realmente es Él y no un charlatán.)
2) Pero esa lamentable miseria no significa que no se les pueda dar a los desesperados la esperanza de la victoria, por supuesto (continúa hablando el Gran Bajá, ya muy pasada la medianoche). Simplemente no podemos declarar la guerra al enemigo «exterior». Pero ¿y a los de dentro? ¿No serán el origen de nuestra miseria y nuestros sufrimientos los pecadores, los usureros, los chupasangres y los tiranos del interior, o los que aparentan ser virtuosos siendo todo lo anterior? Tú también te das cuenta de que sólo puedes ofrecerles esperanzas de felicidad y victoria a tus desdichados hermanos si le declaras la guerra al enemigo del interior, ¿no? Entonces eso quiere decir que también te das cuenta de que no es una guerra que se pueda luchar con heroicos soldados ni mártires por la fe sino con soplones, verdugos, policías y torturadores. Hay que señalarles a los desesperados un culpable de su miseria, de forma que, con que se le aplaste la cabeza, puedan creer que el paraíso ha descendido a la tierra. Eso es lo que hemos hecho en los últimos trescientos años. Para poder dar esperanza a nuestros hermanos, les señalamos a los culpables que hay entre ellos. Y ellos lo creen porque necesitan tanto la esperanza como el pan. Y los más inteligentes y honestos de entre los culpables, como ven que todo se hace siguiendo esta lógica, antes de sufrir su castigo confiesan sus pequeños delitos, si es que los han cometido, multiplicándolos por diez para que sus desgraciados hermanos puedan tener al menos algo de esperanza. Incluso indultamos a algunos, que se unen a nosotros y salen a la caza de culpables. La esperanza, como el Corán, no sólo mantiene en pie nuestras conciencias, sino también nuestra vida terrenaclass="underline" porque aguardamos la esperanza y la libertad del mismo lugar que el pan.