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Siguiendo las órdenes de la malvada princesa, el primo comenzó a buscarla por todo Estambul palmo a palmo. Pero buscándola comprendió que su verdadero amor no era la que le había ordenado la búsqueda sino aquella que buscaba, que amaba, no una mujer cualquiera, ni una princesa, sino su prima de la infancia. Por fin encontró el burdel de Kuledibi y cuando vio por una mirilla los numeritos que realizaba el amor de su infancia para «proteger su pureza» de un ricachón con pajarita, rompió la puerta y la salvó. Una enorme verruga le apareció al bravucón en el ojo con el que había rozado la mirilla por la que había visto, con el corazón destrozado, cómo su amada, medio desnuda, tocaba la flauta, y nunca más le desapareció. La muchacha también tenía bajo su pecho izquierdo una idéntica marca de amor. Cuando acompañaron a la policía al Pera Palas para que detuvieran a la malvada mujer, en los cajones de aquella princesa devoradora de hombres aparecieron las fotos de miles de inocentes muchachos, todos desnudos y en diversas posturas, a las que la mujer había ido trabajando uno a uno y añadiendo a su colección política. Además, junto a ese amplio abanico político, había cientos de fotos de los que salen por televisión con los anarquistas detenidos, comunicados con la hoz y el martillo, el testamento del último sultán, que era marica, y planes de partición de Turquía con la cruz de Bizancio grabada en ellos. A pesar de que la policía sabía perfectamente que aquella mujer estaba introduciendo la anarquía en el país como si se tratara de una plaga de sífilis, como entre las fotografías aparecieron muchas de policías con la porra en la mano tal y como su madre los trajo al mundo, el asunto se tapó antes de que llegara a oídos de la prensa. Sólo se dio permiso para que se publicara la noticia del matrimonio de los primos con una fotografía de la boda. La chica de alterne sacó del bolso un recorte de periódico con la foto, en una de cuyas esquinas podía verse a la narradora en persona llevando un elegante abrigo con el cuello de zorro y los mismos pendientes de perlas que llevaba en ese momento, y pidió que lo pasaran de mano en mano por la mesa.

La mujer, que había visto que su historia se recibía con ciertas dudas e incluso alguna sonrisa, se enfadó y, repitiendo que todo lo que había contado era cierto, llamó hacia dentro: también estaba allí el hombre que había realizado tantas desvergonzadas fotografías de la princesa y sus víctimas. La cabaretera le dijo entonces al fotógrafo de pelo grisáceo que se acercó a la mesa que «nuestros invitados» le permitirían que les hiciera unas fotografías y además le dejarían una buena propina a cambio de una historia de amor, así que el anciano fotógrafo comenzó su relato:

Hace al menos treinta años un criado pasó por el pequeño estudio que tenía el fotógrafo para comunicarle que le llamaban de una casa cerca de la línea del tranvía de Sisji. Fue a la casa sintiendo curiosidad por la razón de que le hubieran buscado a él, alguien conocido como «fotógrafo de cabaret», entiendo docenas de colegas más adecuados. La joven y hermosa viuda que le recibió le hizo una oferta de «trabajo»: le propuso a cambio de una bonita cantidad de dinero, que cada mañana le entregara una copia de cada una de los cientos de fotografías que durante las noches hacía en los cabarets de Beyoglu.

El fotógrafo, sintiendo que detrás de aquel asunto, que había aceptado en parte por curiosidad, existía una «historia de amor», decidió seguir de cerca a aquella mujer de pelo castaño y mirada ligeramente bizca. Al cabo de los primeros dos años comprendió que la mujer no buscaba a un hombre concreto, a alguien a quien hubiera conocido o cuya fotografía hubiera visto en algún lugar, porque de vez en cuando seleccionaba alguna fotografía de los cientos que repasaba cada mañana y le pedía otro encuadre o una ampliación, pero ni las edades ni las caras de los hombres se parecían lo más mínimo. En años posteriores la mujer comenzó a abrirse al fotógrafo un poco con la proximidad que les daba el ser colaboradores y un poco con la confianza de compartir un secreto.

– No te molestes en traerme fotografías de estas caras vacías, de estas miradas sin sentido, de estos rostros inexpresivos -le decía-. ¡En ellos no puedo ver ningún significado, ninguna letra!

En cuanto podía leer (la mujer usaba con insistencia esa palabra) un cierto sentido en alguna cara le ordenaba que le hiciera nuevas fotografías, fotografías que siempre la arrastraban a la mayor decepción.

– Si esto es todo lo que podemos encontrar en los cabarets y en las cervecerías, que es donde la gente olvida sus tristezas y sus penas, ¿cómo, cómo serán de vacías las miradas en los lugares de trabajo, en los mostradores de las tiendas, en los escritorios de los funcionarios, Dios mío?

Encontraron un par de «casos» que les permitieron abrigar esperanzas a ambos: en una ocasión, tras detenerse largo rato en ella, la mujer leyó cierto sentido en la cara arrugada de un anciano que luego descubrieron que era joyero, pero era un hombre muy antiguo y demasiado estancado. La riqueza de letras en las arrugas de su frente y en sus ojeras sólo era la última parte del estribillo de un significado hermético que se repetía a sí mismo y que no arrojaba ninguna luz sobre el presente. Tres años más tarde encontraron unas tensas letras que ahora señalaban al presente, y que bullían en el rostro de un hombre, del que más tarde supieron que era contable; pero, después de haber ampliado las fotografías, una oscura mañana de uno de los días en que aún estaban entusiasmados con el descubrimiento de aquella tormentosa cara, la mujer le enseñó al fotógrafo una enorme instantánea del contable que había salido en los periódicos: «Desfalca veinte millones». Al terminar la excitación que le producían el crimen y la ilegalidad, el contable se había relajado por fin y la cara tranquila con que miraba a los lectores, mientras era escoltado por bigotudos policías, ahora resultaba tan vacía como la de un cordero pintado de alheña que condujeran al sacrificio.

Por supuesto los que se sentaban a la mesa habían decidido hacía rato, susurrando entre ellos y comunicándose con movimientos de cejas y ojos, que el auténtico amor era el que había entre el fotógrafo y la mujer, pero al final de la «historia de amor» aparecía un personaje completamente distinto: una fresca mañana de verano, en el momento en que la mujer vio en la fotografía que sostenía en la mano aquel reluciente e increíble rostro entre las caras vacías de una multitudinaria mesa de cabaret, decidió de inmediato que aquella investigación que desarrollaba desde hacía once años no había sido en vano. Esa misma noche pudo leer en las fotografías ampliadas de aquelIa maravillosa y joven cara, que el fotógrafo había podido hacer sin el menor problema puesto que se había dejado ver de nuevo en el cabaret, un significado muy simple, muy puro, muy claro: era el amor. En el rostro limpio y claro de aquel hombre, luego supieron que tenía treinta y tres años y que era un relojero que poseía un pequeño establecimiento en Karagümrük, se leían con tanta facilidad las cuatro «nuevas» letras de la palabra, que la mujer, airada, acusó de ceguera al fotógrafo porque era incapaz de ver ninguna. Los días posteriores los pasó temblando como una futura novia que va a visitar a la casamentera, sufriendo de antemano como los enamorados que se saben condenados a la derrota desde el principio e imaginando con una precisión absolutamente meticulosa, en los momentos en que notaba una pequeña luz de esperanza, todas las posibilidades de felicidad que podían hacerse realidad. En una semana cientos de retratos del relojero, hechos recurriendo a todo tipo de excusas y trucos, colgaban de cada rincón de la sala de la mujer.

Ella pareció enloquecer cuando, después de una noche en que el fotógrafo había podido hacerle unas fotografías aún más próximas y detalladas, el relojero de la increíble cara dejó de acudir al cabaret. Envió al fotógrafo a Karagümrük en su persecución pero el hombre no estaba ni en su tienda ni en la casa que le indicaron los vecinos del barrio. Cuando regresó una semana más tarde vio que la tienda se traspasaba y que había dejado la casa. A partir de ese momento a la mujer ya no le interesaron las fotografías que el fotógrafo le llevaba sólo «por amor» y no miraba ni siquiera de reojo la caras más interesantes, exceptuando la del relojero. Una mañana de aquel ventoso otoño que llegó tan temprano, el fotógrafo llevaba una curiosa «muestra» que creía que podría interesar a la mujer, pero cuando, después de llamar a la puerta, le abrió el siempre curioso portero y le informó alegre de que la señora se había mudado a otro lugar y no había dejado la dirección, el fotógrafo creyó con tristeza que aquella historia se había terminado; quizá ahora también comenzara él una nueva historia, que crearía pensando en el pasado.

Pero el auténtico final de la historia lo extrajo años después del titular de un periódico que leía distraído: «¡Le arroja vitriolo a la cara!». Ni el nombre, ni el rostro, ni la edad de la mujer que había arrojado el vitriolo se correspondían los de la mujer de Sisli, y su marido, que era a quien se lo había arrojado, no era relojero, sino fiscal de la República en la pequeña ciudad de Anatolia Central donde se había producido la noticia. Además, ninguno de los detalles que publicaba el periódico coincidía con las particularidades de aquella mujer con la que llevaba años fantaseando ni con las del apuesto relojero, pero en cuanto nuestro fotógrafo leyó la palabra «vitriolo» sintió que aquella pareja eran «ellos»; comprendió que llevaban años juntos, que le habían usado para fugarse y que habían recurrido a aquel truco para deshacerse de quién sabe qué hombre, tan infeliz como él mismo. Entendió cuánta razón tenía al ver en un periódico de escándalos que compró ese mismo día la cara absolutamente desfigurada del relojero y su expresión feliz ahora que había sido despojada por completo de significado y de las letras.

El fotógrafo, al ver que su historia, que había contado mirando especialmente a los periodistas extranjeros, era recibida con aprecio e interés, decidió coronarla con un último detalle, que reveló como si se tratara de un secreto militar: años después, el mismo periódico de escándalos volvió a publicar una fotografía de la misma cara deshecha como si fuera la de la última víctima de una guerra que desde hacía años se venía desarrollando en Oriente Medio y debajo habían añadido una frase muy significativa: «Y dicen que todo esto es por amor».