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En un rincón, entre renombrados escritores, dibujantes y artistas turcos de nuestra época, había también un maniquí que representaba a Celâl con una gabardina que había llevado veinte años antes. El guía les dijo al pasar que aquel escritor, en el que tantas esperanzas había depositado su padre en tiempos, había usado con objetivos innobles el secreto de las letras, que había aprendido de él, y que se había vendido para conseguir miserables victorias. Veinte años atrás, el guía había enmarcado un artículo que Celâl había escrito sobre su padre y su abuelo y se lo había colgado al maniquí del cuello como si fuera el edicto de su propia condena de muerte. Mientras Galip sentía en sus pulmones el olor a humedad y a moho que le hería las fosas nasales y que se filtraba por las paredes de las fangosas habitaciones, excavadas ilegalmente puesto que, como hacían tantos tenderos, no se había pedido permiso al ayuntamiento, el guía les explicaba cómo su padre, después de innumerables traiciones, había depositado todas sus esperanzas en el misterio de las letras que había ido recogiendo en sus viajes por Anatolia y cómo, en los mismos días en que grababa aquel misterio en las desdichadas caras de los maniquíes, iba abriendo una a una las galerías subterráneas que hacen que Estambul sea Estambul. Galip permaneció un buen rato inmóvil ante el maniquí de Celâl, gordo, con un cuerpo enorme, de mirada dulce y manos pequeñas. «¡Por tu culpa nunca he podido ser yo mismo! -le apeteció decir-. Por tu culpa me he creído todas esas historias que me han hecho ser tú». Observó largamente el maniquí de Celâl, como el hijo que examina atentamente una buena fotografía de su padre años después de haber sido tomada. Recordó que la tela del pantalón la había comprado rebajada en la tienda de un familiar lejano en Sirkeci, que a Celâl le gustaba mucho aquella gabardina porque con ella se parecía a los protagonistas de las novelas policíacas inglesas, que las costuras de los bolsillos de la chaqueta se le abrían por la costumbre que tenía de meter en ellos las manos con fuerza, que en los últimos años no había visto en su labio inferior ni en su nuez de Adán cortes de cuchilla de afeitar y que Celâl aún usaba la pluma que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Lo quería y lo temía; quería estar en el lugar de Celâl y huía de él; lo buscaba y quería olvidarlo. Le agarró de las solapas como si le exigiera que le explicara el sentido de su propia vida, que él no había sido capaz de descifrar, un secreto que Celâl sabía pero que le ocultaba, el misterio de un segundo universo en nuestro mundo, el modo de salir de un juego que había comenzado siendo una broma y se había convertido en una pesadilla. A lo lejos se oía la voz del guía, tan acostumbrada como entusiasta.

– Mi padre creaba a tal velocidad esos maniquíes a cuyas caras, gracias a las letras, dotaba de un significado que ya no se podía ver en nuestras calles, ni en nuestras casas, ni en ningún otro lugar de nuestra sociedad, que no teníamos suficiente sitio en las habitaciones subterráneas que abríamos para ellos. Por esa razón no se puede explicar como mera casualidad que justo en ese momento encontráramos las galerías que nos unen a los subterráneos de la Historia. Mi padre lo veía muy claro: a partir de ese momento nuestra Historia continuaría en los subterráneos, la vida bajo tierra era una señal del hundimiento final de la vida sobre tierra, las galerías y caminos subterráneos que hervían de esqueletos y cuyos extremos daban a nuestra casa eran una ocasión histórica para encontrar de nuevo una vida y un sentido gracias a los rostros de aquellos auténticos conciudadanos nuestros que sólo nosotros creábamos.

Al soltarle Galip las solapas, el maniquí de Celâl se balanceó pesadamente sobre sus pies a izquierda y derecha como un soldado de plomo. Galip retrocedió un par de pasos pensando que jamás olvidaría aquella extraña, horrible y ridícula imagen y encendió un cigarrillo. No le apetecía en absoluto bajar con los demás a la entrada de la ciudad subterránea «por donde un día pulularán los maniquíes como ahora los esqueletos».

Y así, mientras el guía le mostraba a sus «invitados» la entrada de una galería abierta en la otra orilla del Cuerno de Oro hacía mil trescientos seis años por los bizantinos, que temían el ataque de Atila, y cuyo otro extremo llegaba hasta esta orilla y les contaba furioso la historia de los esqueletos y los tesoros que guardan y que escondieron de los invasores latinos hace seiscientos setenta y cinco años y que verán si entran por aquí con una linterna y de las mesas y las sillas que no se veían a causa de las telas de araña, Galip pensaba que había leído hacía tiempo en un artículo de Celâl una adivinanza sobre lo que podían indicar aquellas imágenes e historias. Mientras el guía contaba furioso cómo su padre había visto en aquel descenso al mundo subterráneo una señal irrefutable del desplome inevitable del mundo exterior, y cómo cada vez que se cavaba, como consecuencia de una necesidad ineludible, una galería o un profundo pozo en Bizancio, en Buzos, en Nova Roma, en Romani, en Tsargrad, en Miklagard, en Constantinopolis, en Cospoli, en Istinpolin, sucedían después en la superficie increíbles desórdenes y así la civilización subterránea se vengaba de la superficie, que era la que la había empujado. Y Galip recordaba que Celâl hablaba de los pisos de los edificios como una prolongación de las civilizaciones subterráneas. Mientras el guía contaba furioso cómo su padre había querido llenar con sus maniquíes todas las galerías, todos aquellos caminos subterráneos que hervían de ratas, esqueletos y tesoros cubiertos por telas de araña para que así pudieran participar de aquel colosal hundimiento del que los subterráneos eran señal irrefutable, de aquel inevitable apocalipsis, mientras contaba que su padre había podido dotar de un nuevo sentido a su vida soñando en la fiesta que sería aquel colosal desplome, y mientras contaba excitado que él mismo avanzaba por ese camino con sus obras, cuyas caras llenaba con el misterio de las letras, a Galip poco le faltaba para creer que el guía compraba cada día el Milliyet antes que nadie y leía el artículo de Celâl con avidez, envidia, odio y la misma furia que se notaba en su voz. Mientras el guía les decía que aquellos que pudieran soportar el espectáculo de los esqueletos, inmortalizados abrazándose unos a otros, de los bizantinos que se habían refugiado en los subterráneos dejándose llevar por el pánico ante el cerco abbasí y de los judíos que habían huido de la invasión cruzada, podían entrar en aquella increíble galería de cuyos techos colgaban collares y ajorcas de oro, Galip comprendió que el guía había leído con sumo cuidado los últimos artículos de Celâl. Mientras el guía les contaba cómo los esqueletos de los genoveses, amalfitanos y pisanos que huyeron cuando los bizantinos masacraron a más de seis mil italianos en la ciudad, hacía de esto setecientos años, esperaban el día del Juicio Final sentados a las mesas que se habían bajado a los subterráneos durante el sitio de los ávaros junto a los esqueletos de aquellos que seiscientos años antes se habían salvado de la peste introducida en la ciudad por un barco procedente del mar de Azov, Galip pensaba que él tenía la misma paciencia que Celâl. Mientras el guía les contaba que aquellos que, para escapar de la prohibición del café, el tabaco y el opio de Murat IV, se habían lanzado a las galerías abiertas por los bizantinos cientos de años antes para huir de los otomanos que saqueaban la ciudad y que se extendían desde Santa Sofía hasta Santa Irene y desde allí hasta el Pantocrátor, y que luego, como resultaban suficientes, habían extendido hasta esta orilla, esperaban, bajo una sedosa capa de polvo que había caído sobre ellos como si fuera nieve, con sus molinillos de café y sus cafeteras, sus narguiles y pipas, bolsas de tabaco y opio y tazas, la aparición algún día de los maniquíes que les mostrarían el camino de la salvación, Galip pensaba que en algún momento la misma capa de polvo sedoso cubriría el esqueleto de Celâl. Mientras el guía contaba que podríamos ver, además de los esqueletos del heredero de Ahmet III, que después de que fracasara su conspiración palaciega se había visto obligado a descender a los subterráneos en los que setecientos años antes se habían refugiado los judíos expulsados de Bizancio, y el de la muchacha georgiana que se había fugado del harén con su amante, billetes de banco aún húmedos en manos de impresores de moneda falsa que controlan el color, o a una lady Macbeth musulmana que se había visto forzada a ir un piso más abajo, puesto que el pequeño teatro del sótano no disponía de camerino en el que cambiarse, tiñendo sus manos ante el espejo de su cómoda con un rojo tan original como no se había visto en ningún otro escenario del mundo gracias a un barrilito lleno de sangre de búfalo comprado a carnicerías clandestinas, o a jóvenes químicos, llevados por el entusiasmo de la exportación, destilando en sus retortas de cristal la deliciosa heroína que luego enviarían a América en roñosos barcos búlgaros, Galip pensaba que podría leer todo aquello en el rostro de Celâl con tanta exactitud como lo hacía en sus artículos.

Mucho más tarde, después de que el guía les mostrara a sus «invitados» todas las galerías y todos los maniquíes, después de que les contara lo que había sido el mayor sueño de su padre y de él mismo: que un cálido día de verano, mientras arriba todo Estambul dormitara en el pesado calor del mediodía envuelta por nubes de moscas, basura y polvo, abajo, en las frías, húmedas y oscuras galerías subterráneas, los pacientes esqueletos y los maniquíes, vivos gracias a la vitalidad de nuestro pueblo, organizarían todos juntos una fiesta, una enorme verbena, un banquete que celebraría la vida y la muerte y que iría más allá del tiempo y de la Historia, de las leyes y las prohibiciones; después de que los visitantes se imaginaran aterrorizados el horror y la excitación de aquella fiesta, los esqueletos y los maniquíes bailando felices, las copas de vino y las tazas rotas, la música y el silencio y los crujidos de los huesos al aparearse; después de que hubieran visto la amargura en el rostro de cientos de «ciudadanos» cuyas historias el guía ni siquiera sintió la necesidad de contar; en el camino de vuelta Galip sentía sobre sí el peso de todas las historias que había escuchado y todas las caras que había visto. El malestar que notaba en las piernas no se debía ni a lo empinado de la cuesta que subían ni al cansancio de aquel largo día. Sentía en su propio cuerpo el agotamiento que se veía en los rostros de aquellos hermanos suyos que se le aparecían en las resbaladizas escaleras iluminadas por las bombillas desnudas de las habitaciones húmedas ante las que pasaban sin cesar. Las cabezas inclinadas, las cinturas dobladas, las espaldas deformes, las piernas torcidas, los problemas y las historias de aquellos conciudadanos suyos eran prolongaciones de su propio cuerpo. Como sentía que todas las caras eran la suya y todas las desdichas su desdicha, quería no mirar a esos maniquíes que se le acercaban rebosantes de vida, no cruzar su mirada con las de ellos, pero le resultaba imposible apartar los ojos, como alguien que no pudiera separarse de su hermano gemelo. En determinado momento Galip intentó convencerse, como hacía en su primera juventud cuando leía las crónicas de Celâl, de que tras el mundo visible existía un secreto simple de cuyo influjo podría desembarazarse si lo descubría; un misterio capaz de liberar al hombre si se desvelaba su receta; pero, al igual que ocurría cuando leía los artículos de Celâl, se encontraba tan enterrado en este mundo que cada vez que se esforzaba en resolver el misterio se notaba tan desesperado e infantil como alguien que ha perdido la memoria. No sabía qué significaba el mundo que le señalaban los maniquíes, no sabía lo que hacía allí con aquellos extraños, no sabía cuál era el significado de las letras y las caras ni el secreto de su propia existencia. Además, mientras se aproximaban a la superficie, mientras subían, notaba que comenzaba a olvidar lo que había visto y aprendido allí porque se iba alejando de los secretos de las profundidades. Al ver en una de las habitaciones superiores una serie de «ciudadanos corrientes» en la que el guía no se detuvo, sintió que compartía su destino, que pensaba las mismas cosas que ellos: en tiempos todos ellos habían vivido una vida que tenía un significado, pero, por alguna razón desconocida, ahora habían perdido ese significado así como su memoria. Y cada vez que intentaban recuperarlo, como siempre se perdían al penetrar en las galerías llenas de telarañas de la memoria, como no encontraban el camino de vuelta en las callejuelas tenebrosas de sus mentes, como nunca encontraban la llave de la nueva vida que se les había caído en el pozo sin fondo de la memoria, se dejaban llevar por el dolor incurable de los que lo han perdido todo, su casa, su país, su pasado, su Historia. El dolor de estar lejos de casa, de haberse perdido por el camino, era tan violento, tan insoportable que lo mejor era tener paciencia y esperar resignados y en silencio que llegara el momento del fin de los tiempos sin ni siquiera intentar recordar el significado perdido o el misterio. Pero Galip, según se acercaba a la superficie, también sentía que no podría soportar aquella espera asfixiante, que no encontraría la paz sin encontrar lo que estaba buscando. ¿No era mejor ser una mala imitación de otro que ser alguien que ha perdido su pasado, su memoria y sus ilusiones? Al llegar al final de las escaleras quiso menospreciar, poniéndose en el lugar de Celâl, todos aquellos maniquíes y la idea que había llevado a su creación; todo se debía a la repetición obsesiva de una idea estúpida; era una mala caricatura; un chiste sin gracia; ¡una bobada miserable e incoherente! Y como prueba de su razonamiento ahí estaba el guía, una caricatura de sí mismo, explicando que su padre nunca había creído en aquello que llamaban «la prohibición de imágenes en el Islam», que lo que llamamos «pensamiento» no es en sí mismo sino una imagen y que lo que allí acababan de ver era también una serie de imágenes. Al llegar a la habitación a la que habían entrado en primer lugar, el guía les explicó que para poder mantener en pie aquel «grandioso proyecto» también debía hacer negocios en el mercado de maniquíes y rogó a los visitantes que introdujeran la voluntad en el cofrecillo verde de donativos.