El sol no se reflejaba en toda la habitación sino sólo en los laterales de las ventanas. Las cortinas estaban abiertas, en el edificio de enfrente goteaba agua del extremo de los carámbanos que colgaban del techo y de los canalones llenos de suciedad y nieve. Entre el triángulo de un tejado color teja y nieve sucia y el rectángulo de una alta chimenea que despedía humo de lignito entre sus dientes oscuros, se veía un cielo azul y brillante. Cuando Galip fijaba su mirada, cansada de leer, entre el triángulo y el rectángulo, veía cornejas que cortaban el azul con sus veloces vuelos, y al volver la cabeza comprendía que Celâl, cuando se cansaba de escribir sus artículos, miraba al mismo sitio y contemplaba el vuelo de las mismas cornejas.
Mucho más tarde, cuando el sol ya se reflejaba en las oscuras ventanas de abiertas cortinas del edificio de enfrente el optimismo de Galip comenzó a disolverse. Quizá todo, los objetos, las palabras, los significados, seguía aún en su sitio, pero Galip notaba con amargura según leía que la realidad más profunda que los mantenía unidos iba desapareciendo. Leía lo que Celâl había escrito sobre Mahdis, falsos profetas y sultanes ilegítimos y los artículos que había dedicado a la relación entre Mevlâna y Semsi Tebrizi, al orfebre Selâhaddin, con quien «este gran poeta» había intimado después de la desaparición de Semsi Tebrizi, y a Celebi Hüsamettin, que había ocupado el lugar de ese último tras su muerte. Para huir de la desagradable sensación que se iba acumulando en su corazón leía lo que había escrito para las secciones de «Increíble pero cierto», pero las historias del poeta Figani, que había insultado en un dístico al gran visir del sultán Ibrahim y había sido condenado a ser paseado por todo Estambul atado a un asno o la del jeque Efláki, que se había casado con cada una de sus hermanas y les había causado involuntariamente la muerte, no le distraían. Leyendo las cartas que sacó de la otra caja se admiró, como cuando era niño, de la gran cantidad y diversidad de personas que se interesaban por Celâl, pero las cartas de los que le pedían dinero, de los que se acusaban unos a otros, de los que le explicaban lo putas que eran las mujeres de los columnistas con los que polemizaba, de los que denunciaban conjuras de sectas secretas o los sobornos que aceptaban los directores regionales de abastecimiento del monopolio de bebidas y tabaco y de los que proclamaban su amor o si odio no le sirvieron sino para alimentar la sensación de inseguridad que se iba acumulando en su alma.
Sabía que todo se debía al lento cambio de la imagen de Celâl que había tenido en la mente al sentarse a la mesa, por la mañana, cuando los muebles y los objetos eran aún prolongaciones de un mundo comprensible, Celâl era alguien cuyos artículos llevaba años leyendo y de quien, aunque sólo fuera de lejos, había aceptado y comprendido sus aspectos desconocidos, admitiendo que eran «aspectos desconocidos». Por la tarde, en las horas en que el ascensor comenzó a transportar sin descanso mujeres enfermas y embarazadas a la consulta del ginecólogo del piso inferior, Galip comprendió que aquella imagen de Celâl que tenía en la mente se estaba transformando de manera extraña en una imagen más «incompleta» y notó que cambiaban tanto la mesa en la que estaba sentado, como los objetos que lo rodeaban, como la habitación al completo. Ahora las cosas eran señales peligrosas y hostiles de un mundo cuyos secretos ya no serían en absoluto fáciles de desvelar.
Como comprendió que esa transformación estaba relacionada muy de cerca con lo que Celâl había escrito sobre Mevlâna, Galip decidió investigar más sobre el tema. Poco después había sacado todas las columnas de Celâl sobre Mevlâna y comenzó a leerlas a toda velocidad.
Lo que atraía a Celâl del poeta místico más influyente de todos los tiempos no eran ni los poemas que había escrito en persa en Konya en el siglo XIII ni los estereotipados versos seleccionados de entre esas poesías para que sirvieran de ejemplo de las virtudes que se enseñaban en las clases de ética de la escuela secundaria. Tampoco atraían la atención de Celâl las ceremonias de los mevlevíes descalzos con sus faldas, a las que no podían renunciar las empresas turísticas ni los editores de postales, ni las «perlas escogidas» que adornaban la primera página de los libros de un montón de escritores mediocres. El entusiasmo de Celâl por Mevlâna, sobre quien se habían escrito decenas de miles de volúmenes de comentarios a lo largo de setecientos años, y por la orden que tanto se había extendido tras su muerte, se debía a que se trataba de un foco de interés que un columnista podía usar y del que podía aprovecharse. Lo que más interesaba a Celâl de Mevlâna eran las relaciones «sexuales y místicas» que había establecido con diversos hombres en determinadas épocas de su vida, su misterio y sus resultados, y el reflejo que tenían en sus relatos.
Mevlâna, que mientras había ocupado el puesto de jeque de Konya que había heredado de su padre había sido querido y admirado no sólo por sus discípulos sino por toda la ciudad, sucumbió a los cuarenta y cinco años a la influencia de un derviche errante que iba de ciudad en ciudad, llamado Semsi Tebrizi, y que no se parecía a él ni en sus conocimientos, ni en sus valores, ni en su forma de ver la vida. Según Celâl, era un comportamiento absolutamente incomprensible. Y lo probaban las «explicaciones» que habían escrito sus comentaristas a lo largo de setecientos años para conseguir que aquella relación pasara por «comprensible». Después de que Semsi desapareciera o fuera asesinado, Mevlâna designó como su sucesor a un orfebre del todo inculto y desprovisto de cualquier cualidad a pesar de la indignación de sus discípulos. En opinión de Celâl aquella elección era otra señal que demostraba, no que Semsi Tebrizi poseyera un «poderoso influjo místico», como todo el mundo intentaba demostrar, sino la situación espiritual y sexual de Mevlâna. De hecho, el tercer sucesor que Mevlâna escogió como su «íntimo amigo» era tan poco especial y tan opaco como para no echar de menos al segundo.
Según Celâl, buscar pretextos, como se había venido haciendo durante setecientos años, para convertir en «comprensibles» aquellas tres relaciones aparentemente «incomprensibles», revestir a cada uno de los «sucesores» de virtudes falsas que, en cualquier caso, nunca habrían podido adornarlos, e incluso, como algunos habían hecho, inventarse genealogías para demostrar que descendían de la estirpe de Mahoma o de Alí era ignorar una característica importantísima de Mevlâna. Celâl había hablado de aquella característica, que, según decía, también se reflejaba en la obra de Mevlâna, en un artículo dominical con ocasión del día en conmemoración del místico que se celebra cada año en Konya. Releyendo veintidós años después aquel artículo, que en su niñez había encontrado aburrido, como todo lo relacionado con la religión, y cuya publicación sólo recordaba gracias a la serie de sellos que salió ese año (los de quince piastras eran rosas, los de treinta azules y los de sesenta, difíciles de encontrar, verdes), Galip volvió a notar que los objetos a su alrededor se transformaban. Según Celâl, tal y como habían dejado bien sentado sus comentaristas en el lugar más importante de sus libros y como ya se había dicho miles de veces, era una realidad que Mevlâna había influido en el derviche errante Semsi Tebrizi desde el instante de su primer encuentro en Konya, y que, a su vez, sufrió su influencia. Pero no, como se creía, porque Mevlâna hubiera comprendido que aquel hombre era un sabio inmediatamente después de aquel famoso «diálogo» que había comenzado con una pregunta que había planteado Semsi Tebrizi. La conversación que se desarrolló entre ambos se basaba en una vulgar «parábola de la modestia» de las que se pueden encontrar miles de ejemplos incluso en los más simples libros de mística. Si Mevlâna hubiera sido un hombre tan sabio como se dice, no le habría impresionado una «parábola» tan corriente, como mucho sólo habría aparentado impresionarse. Y eso fue lo que hizo. Se comportó como si en Semsi hubiera encontrado una personalidad verdaderamente profunda, un espíritu impresionante. Porque, según Celâl, Mevlâna, de unos cuarenta y cinco años entonces, realmente necesitaba ese día lluvioso encontrarse con un «alma» así, necesitaba a alguien en cuyo rostro ver su propia imagen. Y así, en cuanto se encontró con Semsi, creyó que era el que buscaba y, por supuesto, no le resultó en absoluto difícil convencer a Semsi de que verdaderamente poseía tan sublime personalidad. Inmediatamente después de aquel encuentro del 23 de octubre de 1244 se encerraron en una celda de una medersa y no salieron de ella en seis meses. En su artículo, Celâl trataba con cuidado la cuestión de qué habrían hecho y de qué habrían hablado durante seis meses en una celda de una medersa, una cuestión «laica» de la que se habían ocupado muy poco los mevlevíes, para no irritar demasiado a sus lectores más píos, y pasaba al tema esencial.
A lo largo de toda su vida Mevlâna buscó un «otro» que le pusiera en movimiento, que le enardeciera, un espejo en el que se reflejaran su rostro y su alma. Por esa razón, lo que habían hecho y hablado en la celda, como ocurría con las obras de Mevlâna, eran el trabajo, las palabras y las voces de una sola persona revestida con la apariencia de varias o de varias disfrazadas de una sola. Porque para poder resistir la admiración de sus estúpidos discípulos (a los que no podía renunciar) y la atmósfera asfixiante de una ciudad de Anatolia en el siglo XIII, el poeta necesitaba otras identidades que mantener siempre a su lado y con las que pudiera refrescarse envolviéndose en ellas llegado el caso, de la misma manera que guardaba en su armario ropa con la que disfrazarse. Para explicar mejor ese deseo profundo, Celâl recurría a una imagen que había tomado prestada de otros escritos suyos: «Exactamente como las ropas de campesino que guarda en su armario el soberano de un país de imbéciles, harto de gobernar entre parásitos, malvados y pobres, para vestirlas de noche y poder relajarse un poco paseando por las calles».
Tal y como Galip esperaba, un mes después de aquella columna, que había provocado amenazas de muerte por parte de los lectores más religiosos y cartas de felicitación de los laicos y republicanos, Celâl volvió a plantear la cuestión a pesar de que el director del periódico le había rogado que no lo hiciera.
En su nuevo artículo Celâl trataba en primer lugar de los hechos básicos conocidos por todos los mevlevíes: los esbirros de Mevlâna, envidiosos de que mostrara tanta amistad a aquel derviche venido de Dios sabe dónde, arrinconaron a Semsi y lo amenazaron de muerte. Después de aquello, un día nevoso de invierno, el 15 de febrero de 1246 (a Galip le gustaba mucho aquella pasión de Celâl por las fechas exactas, que le recordaba los libros del instituto, llenos de errores de imprenta), Semsi desapareció de Konya. Mevlâna, incapaz de soportar la desaparición de su amado y de la segunda personalidad con la que poder disfrazarse, hizo volver a su «amor» (Celâl siempre usaba esa palabra entre comillas para aumentar las sospechas de los lectores) tras comprender por una carta que se hallaba en Damasco y lo casó de inmediato con una de sus hijas adoptivas. No obstante, el cerco de la envidia comenzó a estrecharse de nuevo alrededor de Semsi y, sin que pasara mucho, el 5 de diciembre de 1247, un jueves, un grupo numeroso de hombres, entre los que se encontraba Aladino, el hijo de Mevlâna, tendería una emboscada a Semsi, lo acuchillaría hasta matarlo y aquella misma noche, mientras caía una lluvia fría y sucia, arrojaría el cadáver a un pozo que había junto a la casa de Mevlâna.