Una noche de primavera de hace apenas trescientos años, el más famoso verdugo de la época, Ómer el Negro, se acercaba a caballo a la fortaleza de Erzurum. Había sido enviado a ejecutar a Abdi bajá, gobernador de la fortaleza, por decisión del sultán, tomada doce días antes, y llevaba en la mano el firman del comandante de la guardia imperial por el que se le encargaba de la misión. Estaba contento porque había hecho el camino Estambul-Erzurum en doce días en una estación del año en la que a cualquier viajero le habría llevado un mes. El frescor de la noche de primavera le había hecho olvidar su cansancio, pero sentía un abatimiento que nunca había notado antes de cumplir una misión; le parecía sentir la obra de una maldición o la indecisión de una duda que le impedirían realizar su trabajo tan honorablemente como correspondía.
Su trabajo era realmente difíciclass="underline" entraría solo en la mansión repleta de guardias de un bajá al que no conocía y a quien nunca había visto, le entregaría el firman, con su impasible presencia y su confianza haría sentir al bajá y a su entorno la inutilidad de rebelarse contra las órdenes del sultán y, era una mínima posibilidad pero bien podría ocurrir, en caso de que el bajá tardara en convencerse de la inutilidad de rebelarse, lo mataría de inmediato sin perder un instante y antes de que los que le rodeaban pudieran actuar. Tenía tanta experiencia en aquel tipo de asuntos que la indecisión que notaba no podía deberse a eso: en sus treinta años de vida profesional había ejecutado a cerca de veinte príncipes, dos grandes visires, seis visires, veintitrés bajas y a más de seiscientas personas, ladrones o no, culpables o inocentes, hombres y mujeres, niños y viejos, cristianos y musulmanes y desde los tiempos en que era aprendiz hasta entonces había torturado a varios miles.
Aquella mañana de primavera, el verdugo desmontó junto a un arroyo antes de entrar en la ciudad, hizo sus abluciones y rezó entre los alegres gorjeos de los pájaros. Rezar, pedirle a Dios que todo fuera bien, era algo que raramente nacía. Pero, como siempre ocurría, Dios aceptó la oración de aquel laborioso siervo suyo.
Y así todo fue como debía. El bajá, que reconoció al verdugo en cuanto lo vio por el engrasado dogal de su cintura y por el gorro cónico de fieltro en su cabeza afeitada, supo de inmediato lo que iba a ocurrirle, pero no presentó ninguna dificultad que pudiera considerarse ilegal. Quizá hacía ya tiempo que había aceptado su destino porque era consciente de sus delitos.
Primero leyó el firman al menos diez veces y todas con el mismo cuidado (una característica frecuente entre aquellos que respetan las leyes). Besó la orden que acababa de leer con un respeto pomposo y se la llevó a la frente (una reacción habitual entre aquellos que creen que aún pueden tener algún influjo entre los que les rodean y que Ómer el Negro encontraba estúpida). Dijo que quería leer el Corán y rezar (un deseo frecuente entre los que quieren ganar tiempo y los verdaderos creyentes). Después de rezar, repartió las piedras preciosas, los broches y los anillos que llevaba entre sus hombres diciéndoles «Para que me recordéis» con la intención de que no se los quedara el verdugo (una reacción de aquellos que están demasiado apegados al mundo y que son lo bastante superficiales como para sentir inquina hacia el verdugo). Y como la mayoría de los que muestran, no una o dos de aquellas reacciones, sino todas ellas, también intentó resistirse lanzando maldiciones antes de que le pasara la soga al cuello. Pero se desplomó tras recibir un buen puñetazo en el mentón y comenzó a esperar la muerte. Lloraba.
Llorar era también una de las reacciones que mostraban las víctimas en situaciones parecidas, pero en la cara del bajá el verdugo vio algo que le hizo sentirse indeciso por primera vez en treinta años de vida profesional. Y así, hizo algo que nunca antes había hecho: cubrió la cara de la víctima con una tela antes de estrangularlo. Era un comportamiento que había criticado cuando lo había visto en otros colegas porque creía que para que un verdugo pudiera realizar su trabajo si dudar y de manera perfecta debía poder mirar a los ojos de la víctima hasta el fin.
Una vez que estuvo seguro de la muerte, separó la cabeza del muerto de su cuerpo con una navaja especial a la que llamaban «cifra» y la metió aún caliente en una bolsa de cuero llena de miel que había llevado consigo. Para demostrar que había cumplido con su misión debía llevar la cabeza de la víctima a Estambul ante quienes debían identificarla sin que se descompusiera. Mientras la colocaba cuidadosamente en la bolsa de cuero llena de miel vio asombrado una vez más aquella mirada llorosa en la cara del bajá, aquella expresión incomprensible y terrible y no pudo olvidarla hasta el fin, no demasiado lejano, de sus días.
Montó rápidamente a caballo y salió de la ciudad. El verdugo siempre quería estar al menos a dos días de distancia con la cabeza en la silla de su montura en el momento en que se enterraba entre lágrimas el cuerpo en una triste ceremonia capaz de romper el corazón. Y así, tras un viaje sin descanso de día y medio, llegó a la fortaleza de Kemah. En el caravasar comió hasta hartarse, se retiró a su celda con la bolsa y durmió un largo sueño.
En el momento en que se despertó tras dormir medio día sin interrupción, estaba soñando que se encontraba en la Edirne de su infancia: cuando se acercó al enorme frasco lleno de confitura de higos que su madre había hecho hirviéndolos una y otra vez hasta conseguir que un olor agridulce invadiera no sólo la casa y el jardín, sino el barrio entero, primero comprendió que aquellas cosas verdes y redondas que había tomado por higos eran los ojos llorosos de una cabeza cortada; luego abrió la tapa del frasco con el sentimiento de culpabilidad, no de estar haciendo algo prohibido, sino de ser testigo del incomprensible terror de aquella cara que lloraba y, cuando del frasco comenzaron a surgir los gemidos de un hombre maduro llorando, se quedó congelado por una sensación de impotencia que lo paralizaba.
La noche siguiente, en otro caravasar, en otra cama, se encontró a mitad de su sueño en una de las tardes de su adolescencia: estaba en una callejuela de Edirne poco antes de que anocheciera. Por consejo de un amigo, no lograba recordar quién, veía con un ojo el sol poniente y con el otro el blanco rostro de la pálida luna llena que estaba saliendo. Después, al ponerse el sol y oscurecer, la redonda cara de la luna se volvía más luminosa y precisa y, sin que pasara mucho, se daba cuenta de que aquella brillante cara era una cara humana, una cara que lloraba. No, lo que convertía las calles de Edirne en las calles inquietantes e incomprensibles de otra ciudad no era lo que pudiera tener de triste el que la cara de la luna se transformara en una cara llorosa, sino lo que tenía de enigmático.
A la mañana siguiente el verdugo pensó que aquella verdad que había descubierto en mitad de su sueño se adecuaba a sus propios recuerdos. A lo largo de su vida profesional había visto la cara de miles de hombres que lloraban, pero ninguna de ellas le había suscitado la menor sensación de crueldad, miedo o culpabilidad. Al contrario de lo que podría pensarse, sentía pena por sus víctimas, pero ese sentimiento enseguida se compensaba con la lógica de estar haciendo justicia, de estar obligado, de que no había posible vuelta atrás. Porque sabía que las víctimas a quienes estrangulaba, cuyas cabezas cortaba, cuyos cuellos partía, eran mucho más conscientes que el verdugo de la cadena de razones que provocaban su ejecución. No había nada de insoportable ni de insufrible en la imagen de un hombre que va a la muerte debatiéndose mientras llora, implorando mientras moquea, gimoteando, ahogándose por las lágrimas. El verdugo no despreciaba a los hombres que lloraban, al contrario que ciertos imbéciles que esperan actitudes solemnes y palabras gallardas que pasen a la historia y a la leyenda de las ejecuciones, pero tampoco se dejaba llevar por un sentimiento de pena que lo paralizara, al contrario que otro tipo de imbéciles que no comprenden en absoluto la crueldad arbitraria e inevitable de la vida.
¿Qué era, pues, lo que lo paralizaba en sus sueños? Una mañana soleada y brillante, mientras pasaba entre profundos y escarpados barrancos con la bolsa de cuero en la silla del caballo, el verdugo pensó que aquel apocamiento que lo maniataba tenía alguna relación con la indecisión, con la imprecisa sensación de presagio funesto cuya sombra había notado en su alma antes de entrar en Erzurum. En la cara de la víctima que a esas horas ya tendría que haber olvidado, debía haber visto un misterio que lo había obligado a cubrírsela con un trozo de paño antes de estrangularlo. Durante todo aquel largo día, mientras cabalgaba entre agudas rocas de formas extraordinarias (un velero con el casco como una cazuela, un león con un higo en lugar de cabeza), entre pinos y hayas más raros y sorprendentes de lo habitual y entre los extraños, extrañísimos guijarros de las orillas de arroyos fríos como el hielo, el verdugo no volvió a pensar en la expresión de la cara que llevaba a la silla. Ahora lo más sorprendente era el mundo, un mundo nuevo que volvía a descubrir, que percibía por primera vez. Sólo ahora se daba cuenta de que todos los árboles se parecían a las sombras oscuras que se agitaban entre sus recuerdos en las noches de insomnio. Por primera vez percibía que los inocentes pastores que conducían sus rebaños de ovejas a pastar a las verdes laderas llevan la cabeza sobre los hombros como si fuera la carga de otro. Por primera vez comprendía que las aldeas de una decena de casas establecidas en las faldas de las montañas le recordaban a las hileras de zapatos vacíos ante las puertas de las mezquitas. Ahora veía que las moradas montañas al oeste que cruzaría medio día después y las nubes que había justo sobre ellas, que parecían salidas de una miniatura, eran una señal de que el mundo es un lugar desnudo, completamente desnudo. Ahora comprendía que todas las plantas, los objetos, los tímidos animales, eran señales de un mundo tan viejo como los recuerdos, tan simple como la desesperación y tan terrible como las pesadillas. Mientras avanzaba hacia poniente y las sombras, cada vez más largas, iban cambiando de significado, el verdugo sintió que a su alrededor se filtraban las señales, los indicios de un misterio que no acertaba a descubrir, como sangre que goteara de un puchero de barro resquebrajado.
Comió hasta hartarse en el caravasar en el que había entrado al caer la oscuridad, pero comprendió que no podría encerrarse en una celda con la bolsa y dormir. Sabía que no podría resistir el terrible sueño que se desplegaría lentamente en mitad de su descanso como el pus que fluye de una herida que revienta, aquella cara desesperada que cada noche lloraría en su sueño disfrazándose de distintos recuerdos. Descansó un rato observando admirado las caras entre la multitud que atestaba el caravasar y continuó su camino.