– Que aproveche -dijo Galip, y tras un momentc de silencio añadió-. No le han dejado el sobre a Celâl.
– Llamamos varias veces a la puerta pero no estaba en casa -respondió la mujer del portero.
– Ahora está arriba -contestó Galip-. ¿Y el sobre. -¿Está Celâl arriba? -preguntó el señor Ismail Si subes, déjale también esta factura de electricidad.
Se levantó de la mesa y comenzó a acercarse a sus ojos de miope las facturas que había sobre la televisión, una a una. Galip se sacó la llave del bolsillo y, rápidamente, la colgó de la aIcayata vacía que estaba clavada a un costado del estante que había sobre el radiador. No lo vieron. Salió después de recoger el sobre y la factura.
– ¡Que Celâl no se preocupe! ¡No se lo diré a nadie! -le gritó la señora Kamer con una sospechosa alegría.
Galip disfrutó del hecho de poder subir en el viejo ascensor del edificio Sehrikalp por primera vez en años, aún olía a aceite de máquina y barniz de madera y seguía gimiendo como un viejo con lumbago al ponerse en marcha. El espejo en el que él y Rüya se miraban para comparar su altura seguía en su lugar, pero Galip no se miró a la cara porque temía que le volviera a poseer el horror de las letras.
Acababa de entrar en el piso y colgar el abrigo y la chaqueta cuando sonó el teléfono. Antes de descolgar, con el objeto de estar preparado para cualquier cosa, corrió al lavabo y se miró al espejo durante cuatro o cinco segundos intencionadamente, con valor y decisión: no, no era una casualidad, las letras, y todo lo demás, el universo y su secreto, seguían en su sitio. «Lo sé -pensó Galip mientras descolgaba el teléfono-. Lo sé». También sabía antes de descolgar que quien telefoneaba era esa voz que le había dado la noticia del golpe militar.
– ¿Oiga?
– ¿Qué nombre quieres esta vez? -dijo Galip-. Los seudónimos se han multiplicado de tal manera que ya me confunden.
– Un comienzo inteligente -le respondió la voz. Se le notaba una seguridad que Galip no había esperado-. Ponte tú un nombre, Celâl Bey.
– Mehmet.
– ¿Como Mehmet el Conquistador?
– Sí.
– Bien. Soy Mehmet. No pude encontrar tu nombre en la guía telefónica. Dame tu dirección para que pueda ir.
– ¿Por qué voy a darte una dirección que oculto a todo el mundo?
– Porque soy un ciudadano corriente y bienintencionado que quiere dar a un famoso periodista pruebas de un cruento golpe militar que se acerca.
– Sabes demasiadas cosas sobre mí como para ser un ciudadano corriente.
– Hace seis años me encontré con un hombre en la estación de tren de Kars -dijo la voz llamada Mehmet-, un ciudadano corriente. Era un tendero que iba de negocios a Erzurum. A lo largo de todo el viaje estuvimos hablando de ti. Sabía lo que significaba que hubieras comenzado el primer artículo que firmaste con tu nombre con la palabra «escucha», la «bisnov» persa con la que Mevlâna comenzaba su Mesnevi. También estaba al tanto de la simetría oculta y la utilidad de la comparación entre la vida y los folletines que usaste en un artículo que escribiste en julio de 1956 y la de un año más tarde, en que comparaste los folletines a la vida, porque había comprendido por tu estilo que habías sido tú quien ese mismo año había terminado, con un seudónimo, el folletín de luchadores que un gran escritor había dejado a medias cuando discutió con su jefe. Sabía también que en un artículo de aquellos años, que comenzaba: «Mirad a las mujeres hermosas que veáis por la calle como los europeos, con cariño y sonriendo y no con odio y frunciendo el ceño», esa hermosa señora que ponías como ejemplo y que describías con tanto cariño, admiración y afecto, era tu madrastra, y que los desdichados peces japoneses, encerrados en un acuario, que comparabas irónicamente con una gran familia que vivía en una casa del polvoriento Estambul en un artículo escrito seis años después, eran los peces de tu tío el sordomudo y que la familia era tu propia familia. Aque hombre que en su vida no es ya que hubiera ido a Estambul, sino que ni siquiera había puesto el pie en Erzurum, conocía a todos tus parientes, cuyos nombres jamás habías mencionado, la casa de Nisantasi en que habías vivido, sus calles, la comisaría, la esquina, la tienda de Aladino frente a ella, el patio de la mezquita de Tesvikiye con su estanque, los últimos jardines, la mantequería Sütis, y los castaños y los tilos de las aceras tan bien como conocía el interior de su tienda, a los pies de la fortaleza de Kars, donde se vendían todo tipo de cosas, como en la tienda de Aladino, desde perfumes a cordones de zapatos, desde tabaco a agujas e hilo. Sabía también que sólo tres semanas después de un artículo en el que te burlabas del Concurso de las Once Preguntas de Dentífrico Ipana en Radio Estambul, en aquellos años en que ni siquiera se había creado la red de Radio Nacional, habían preguntado por ti en la pregunta de doce mil liras sólo para que te callaras, pero que tú no habías aceptado ese pequeño soborno, tal y como él esperaba de ti, y en tu primer artículo después de aquello habías aconsejado a tus lectores que no usaran pasta de dientes americana y que se frotaran los dientes con un jabón de menta que podían prepararse en casa con sus propias y limpias manos. Por supuesto, no sabes que nuestro buen tendero estuvo años frotándose los dientes con los dedos con aquella fórmula inventada que habías ofrecido en el artículo hasta que se le cayeron todos, uno a uno. En lo que nos quedaba de camino, el tendero y yo incluso organizamos un concurso titulado «Tema: ¡Nuestro columnista Celâl Salik!». Me costó trabajo ganar a aquel hombre cuyo mayor miedo era que se le pasara la estación de Erzurum. Era un ciudadano vulgar envejecido prematuramente que no tenía el suficiente dinero como para arreglarse los dientes que le faltaban, cuyos únicos entretenimientos en la vida, aparte de tus artículos, eran cuidar todo tipo de pájaros, que criaba en jaulas en su jardín, y contar historias de pájaros. ¿Lo entiendes, Celâl Bey? Los ciudadanos corrientes, ni se te ocurra volver a intentar apreciarlos, los ciudadanos corrientes también te conocen. Pero yo te conozco mejor que ellos. ¡Por eso vamos a hablar hasta que se haga de noche!
– Cuatro meses después de mi segundo artículo sobre el dentífrico volví a tratar el tema -comenzó Galip.
– Hablabas del olor a menta de pasta de dientes que les salía de sus preciosas bocas a niños y niñas cuando les daban «el besito de buenas noches» a sus padres, a sus tíos y abuelos maternos y paternos y a sus hermanastros mayores. Lo mejor que puedo decir es que no era un buen artículo.
– ¿Y otros casos en los que hablara de los peces japoneses?
– Recordabas los peces hace seis años, en un artículo en el que hablabas de la muerte y el silencio que deseabas, y un mes después, en un artículo en el que decías que buscabas el orden y la armonía. Has comparado a menudo el acuario con los televisores de nuestras casas. Has dado información plagiada de la Enciclopedia Británica sobre los desastres que les ocurren a los wakin a fuerza de emparejarse en familia. ¿Quién te lo tradujo? ¿Tu hermana o tu sobrino?
– ¿Y la comisaría?
– Te recordaba el color azul marino, las palizas, el carnet de identidad, la confusión de ser ciudadano, cañerías oxidadas, zapatos negros, noches sin estrellas, caras largas, una sensación metafísica de inmovilidad, infortunio, el hecho de ser turco, techos con goteras y, por supuesto, la muerte.
– ¿Y todo eso lo sabía también el tendero?
– Incluso más.
– ¿Y qué fue lo que te preguntó él a ti?
– Aquel hombre que nunca había visto un tranvía y que probablemente jamás lo vería, me preguntó en primer lugar qué diferencia había entre el olor de los tranvías a caballo en Estambul y el de los que no los tenían. Le respondí que, aparte a olor a caballo y a sudor, la principal diferencia se hallaba en otro lugar: en el olor a motor, a grasa y a electricidad. Me preguntó si en Estambul la electricidad olía o no. Eso no lo habías escrito, pero había llegado a esa conclusión por tu artículo. Me pidió que le describiera el olor de un periódico recién salido de la imprenta. Mi respuesta fue la de tu artículo del invierno de 1958: una mezcla de olor a quinina, a mazmorra, a azufre y a vino; algo mareante. Los periódicos tardaban tres días en llegar a Kars y perdían ese olor por el camino. La pregunta más difícil del tendero fue sobre el olor de las lilas. Yo no recordaba que hubieras demostrado el menor interés por esas flores. Según el tendero, que sonreía con la mirada de un anciano que evocara recuerdos dulces como la miel, habías hablado del olor de dicha flor tres veces en veinticinco años. La primera había sido cuando, en el relato del extraño príncipe que vivía solo y que se dedicaba a aterrorizar a todos los que lo rodeaban mientras esperaba ascender al trono, escribiste que su amada olía a lilas. En la segunda, que luego repetiste, hablabas, muy probablemente inspirado por la hija de algún pariente cercano, de una niña que vuelve a ir a la escuela primaria uno de esos primeros días soleados y tristes del otoño después de las vacaciones de verano con su bata limpia y planchada y una brillante cinta en el pelo; un año dijiste que era su pelo el que olía a lilas y el otro, su cabeza. ¿Era una repetición en tu vida real, o la repetición de un escritor que se copia a sí mismo?
Galip guardó silencio por un momento. -No me acuerdo -dijo, y luego, como si se despertara de un sueño, continuó-. Y sé que pensé escribir la historia del príncipe, pero no recuerdo haberlo hecho.
– El tendero sí se acordaba. Y además de tener un buen sentido del olfato, lo tenía del espacio. A partir de tus artículos, no sólo se imaginaba Estambul como una enorme confusión de olores, sino que también conocía todos los barrios de la ciudad, aquéllos por los que paseabas, los que más te gustaban, los que querías ocultándoselo a todo el mundo y los que encontrabas misteriosos, pero, de la misma forma que era incapaz de imaginar ciertos olores, no tenía la menor idea de cuán lejanos o cercanos estaban unos de otros. De vez en cuando yo he salido con la intención de encontrarte por los rincones, que conozco tan bien gracias a ti, pero ya no me tomo la molestia porque se ve por tu número de teléfono que te escondes por Nisantasi y Sisli. Esto que voy a decirte sé que va a interesarte: le dije al tendero que te escribiera. Tenía un sobrino que sabía leer, y que era quien le leía tus artículos, pero que no sabía escribir. Por supuesto, el tendero era analfabeto. Tú mismo escribiste en cierta ocasión que reconocer las letras provocaba que la memoria se debilitara. ¿Te cuento cómo vencí a ese hombre que había conocido tus artículos sólo escuchándolos por boca de otros mientras nuestro tren se acercaba a Erzurum entre nubes de vapor?