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– No, no me lo cuentes.

– Aunque recordaba uno por uno todos los conceptos abstractos de tus artículos, daba la impresión de ser incapaz de materializar sus significados. Por ejemplo, no tenía la menor idea sobre el concepto de plagio o de robo literario. Su sobrino no le leía otra cosa del periódico que no fueran tus artículos y, por otro lado, a él no le interesaba lo demás. Podías creer que pensaba que todos los artículos del mundo habían sido escritos por la misma persona o en el mismo momento. Le pregunté por qué insistías tanto en el poeta Mevlâna. Guardó silencio. Le pregunté cuánto era tuyo en el artículo de 1961 titulado «El misterio de la escritura secreta» y cuánto era de Poe. No guardó silencio: me contestó que todo era tuyo. Le pregunté sobre el dilema de «el original de la historia y la historia del original», que era el punto clave en la polémica, el tendero la llamaba discusión, entre Nesati y tú sobre Ibn Zerhani y Bottfolio. Me respondió muy convencido que el origen de todo era las letras. No había comprendido nada, le vencí.

– Pero las ideas que expuse contra Nesati en esa polémica -dijo Galip- se basaban en que las letras son el origen de todo.

– Pero ésa no era una idea de Ibn Zerhani, sino de Fazlallah. Después de tu pastiche de El Gran Inquisidor, te viste obligado a aferrarte a Ibn Zerhani para no quedar en mala situación. Sé que mientras escribías aquellos artículos lo único que tenías en mente era provocar que Nesati perdiera el favor de su jefe y que lo expulsaran del periódico. Primero le tendiste una trampa en el debate «Traducción o plagio» hasta el punto de provocar que Nesati, muerto de envidia, proclamara airadamente «plagio». Luego, siguiendo con su razonamiento de que tú plagiabas a Ibn Zerhani y éste a Bottfolio, dabas a entender que lo que su afirmación implicaba era que Oriente no era capaz de crear nada y que, por lo tanto, él, Nesati, despreciaba a los turcos; y de repente invitaste a tus lectores a que escribieran a tu director y comenzaste a defender nuestra gloriosa historia y «nuestra cultura». Como siempre, los pobres lectores turcos, eternamente atentos a las provocaciones de los nuevos cruzados, de degenerados que afirmen que «el gran arquitecto turco» Mimar Sinan era en realidad un armenio de Kayseri, no dejaron escapar la oportunidad y sometieron al director a una lluvia de cartas en contra de ese bastardo, y el pobre Nesati, que estaba ebrio de alegría por haberte atrapado en flagrante robo literario, se quedó sin columna y sin trabajo. ¿Sabías que esto me lo ha contado un pajarito, que se dedica a cavar tu tumba esparciendo rumores en ese periódico en el que los dos trabajáis, aunque él como periodista menor? -¿Y lo que he escrito sobre el pozo? -Una pregunta tan obvia como para resultar ofensiva para un lector tan fiel como yo y tan amplia como para no acabar nunca. No te hablaré de los pozos literarios de la poesía del Diván, ni del pozo al que fue arrojado el cadáver de Yemsi, el amado de Mevlâna, ni de los pozos con genios, brujas y gigantes de las mil y una noches, obra de la que te has aprovechado siempre con el mayor descaro, ni de patios de edificios, ni de las oscuridades sin fondo en las que caen nuestras almas, has escrito mucho sobre todo eso. ¿Qué te parece esto? En el otoño de 1957 escribiste un artículo, escribiste un cuidadoso, airado y triste artículo sobre los bosques de alminares de cemento (no tenías demasiado en contra de los alminares de piedra) que rodean como bosques de agresivas lanzas nuestras ciudades y los nuevos suburbios que se forman en sus periferias. En las últimas líneas, que pasaron más inadvertidas aún que el propio artículo, como les solía ocurrir a todas tus obras en las que te salías de la actualidad política o los desastres cotidianos, mencionabas un pozo silencioso, oscuro y ciego mientras describías el patio de atrás, cubierto de espinos asimétricos y de helechos simétricos, de una mezquita de barrio con un alminar diminuto. Comprendí que lo que dabas a entender de manera magistral con aquel pozo real que habías dibujado con tres adjetivos era que debíamos volver la mirada, no hacia los alminares de cemento, sino hacia las serpientes y los espíritus de los oscuros pozos secos del pasado que quedan en nuestro subconsciente. Cuando diez años después hablabas del «ojo» de tus sentimientos de culpabilidad, que llevaba años persiguiéndote despiadadamente, en un artículo que escribiste inspirándote en tu triste pasado y en los cíclopes una de esas noches de insomnio y desesperación en que te veías obligado a enfrentarte solo, completamente solo, a los fantasmas de tus remordimientos, no fue una casualidad, sino una necesidad, que escribieras que aquel órgano de la vista se situaba «en medio de la frente, como un pozo oscuro».

¿Improvisaba todas esas frases aquella voz, que Galip imaginaba con un cuello de camisa blanco, una ajada chaqueta y una cara pálida, con el entusiasmo de la memoria, o las estaba leyendo de algún sitio? Galip meditó un momento. Y la voz, viendo una señal en el silencio de Galip, lanzó una carcajada de victoria. Luego, con la sensación de fraternidad de compartir, como si fuera el mismo cordón umbilical, los extremos de la misma línea telefónica, que pasaba bajo quién sabe qué colinas de la ciudad, por quién sabe qué pasajes subterráneos repletos de monedas bizantinas de oro y calaveras otomanas, tensa como cuerda de tender entre postes oxidados, plátanos y castaños y trepando como hiedra negra por las paredes de viejos edificios deslucidos, le susurró algo como si le revelara un secreto: quería mucho a Celâl, lo respetaba mucho, lo conocía mucho; y a Celâl no debía quedarle la menor duda de aquello, ¿no?

– No sé -repuso Galip.

– Entonces deshagámonos de estos teléfonos negros que hay entre nosotros -dijo la voz. Porque el timbre de aquellos teléfonos, que de vez en cuando sonaba por sí solo, asustaba más que avisar; porque los auriculares del color de la pez eran pesados como pequeñas pesas de gimnasia; porque al marcar, el disco emitía unos melódicos chasquidos como los de los viejos torniquetes del muelle de los transbordadores Karakóy-Kadikoy; porque a veces establecían la comunicación no con el número que se había marcado sino con donde querían-. ¿Lo entiendes, Celâl Bey? Dame tu dirección y voy enseguida.

Galip dudó al principio, como el profesor indeciso ante las maravillas del estudiante maravilloso, y luego, sorprendido por las flores que cada respuesta abría en el jardín de su memoria, por la falta de límites del jardín de la memoria del otro ante cada pregunta y por la trampa en la que estaba cayendo lentamente, le preguntó:

– ¿Y las medias de nailon?

– En un artículo de 1958 escribiste que dos años antes, o sea, en la época en que te veías obligado a firmar tus columnas con desafortunados seudónimos que te inventabas, un caluroso día de verano en que te encontrabas deprimido por el trabajo y la soledad, te metiste en un cine de Beyoglu (el Rüya) para olvidar tu tristeza y escapar del calor de mediodía y cuando comenzaste a ver, ya empezada, la primera película del programa doble, te sobrecogió un sonido cercano por entre las carcajadas de los gángsteres de Chicago, turquizadas los lamentables doblajes de Beyoglu, los tableteos de las metralletas y los chasquidos de botellas y cristales rotos: cerca ti una mujer se rascaba las piernas con sus largas uñas por encima de sus medias de nailon. Cuando la primera película se acabó y se encendieron las luces, viste dos filas por delante de ti a una madre guapa y elegante y a su hijo, inteligente y bueno, que hablaban amigablemente. Contemplaste largo rato cómo se escuchaban con atención, cómo se hablaban, su amistad. En el artículo que escribirías dos años más tarde, hablarías de cómo, mientras veías la segunda película, no escuchabas el entrechocar de los sables ni las tormentas marinas que brotaban de los altavoces, sino el rumor que la mano inquieta de largas uñas producía al pasar por las piernas convertidas en cebo de los mosquitos de las noches veraniegas de Estambul y que no pensabas en las conspiraciones de los piratas de la pantalla, sino en la amistad entre madre e hijo. Como explicabas en otro artículo, doce años después de éste, el jefe del periódico te sermoneó inmediatamente después de que se publicara la columna sobre las medias de nailon: ¿no te dabas cuenta de que resaltar el aspecto sexual de una mujer casada y con hijos era un comportamiento peligroso, muy peligroso? ¿No sabías que el lector turco no lo toleraría? ¿Que si querías seguir viviendo como columnista debías tener cuidado con las mujeres casadas y con tu estilo?

– ¿El estilo? Una respuesta breve, por favor.

– El estilo era la vida para ti. El estilo era la voz para ti. El estilo eran tus ideas. El estilo era tu verdadera personalidad, la que hacías vivir en tu interior, pero no era una sola personalidad, ni dos, sino tres…

– ¿Cuáles?

– La primera, a la que llamabas mi personalidad simple, era tu voz: la voz que le revelabas a todo el mundo, la voz con la que te sentabas con los demás en las comidas famliares, con Ia que cotilleabas con los demás entre nubes de humo después de comer. A esta personalidad le debes los detalles que se refieren a tu vida cotidiana. La segunda es la persona que te hubiera gustado ser: una máscara copiada de las personas admirables que no pueden encontrar la paz en este mundo y viven en otro impregnándose de su magia. En cierta ocasión escribiste, lo leí con lágrimas en los ojos, que de no haber tenido la costumbre de hablar entre susurros con aquel «héroe» al que primero habías querido imitar y quien luego habrías querido ser, de no haber sido por tu costumbre de repetir los juegos de palabras, las adivinanzas, las burlas y los sarcasmos de ese héroe, como un viejo chocho que repite un estribillo que se le ha metido en la cabeza, no habrías podido resistir tu vida cotidiana y, como tantos infelices, te habrías retirado a un rincón a esperar la muerte. La tercera te transportaba, a mí también, por supuesto, a universos que las dos primeras, a las que llamabas «estilo objetivo y estilo subjetivo», no podían alcanzar: la personalidad oscura; ¡el estilo oscuro! Sé mejor que tú lo que escribías las noches en las que te sentías tan desgraciado que no te bastaban imitaciones ni máscaras, pero tú sabes mejor que yo lo que hacías, hermano mío. Vamos a comprendernos, vamos a descubrirnos, vamos a disfrazarnos juntos; dame tu dirección.

– ¿Dirección?

– Las ciudades se componen de direcciones, las direcciones de letras y las letras de rostros. El 12 de octubre de 1963, lunes, describías Kurtulus diciendo que era uno de tus Ancones preferidos de Estambul; su antiguo nombre era Tatavla; un barrio armenio. Lo leí con mucho agrado.