Años después de que fuéramos a la tienda de confección, de nuestra lectura de El semanario infantil y de que observáramos el tarro de pasta de aceitunas, cuando descubrí que, como los jardines de nuestra memoria, estas historias de amor se abrían unas a otras y formaban una serie infinita que se encadenaba mediante puertas que se abrían unas a otras, tú habías huido de casa y yo me había entregado a las historias y mi propia historia. Todos aquellos relatos de amor, algunos ocurrían en Damasco, en los desiertos de Arabia, otros en Jurasán, en las estepas de Asia, otros en Verona, en las faldas de los Alpes, otros en Bagdad, a las orillas del Tigris, eran tristes, todos eran amargos, todos eran aciagos, todos eran conmovedores. Y lo más patético era que todos se clavaban en la mente con facilidad y que uno podía, con la misma facilidad, ocupar el lugar del más puro, del más sufrido, del más desdichado de los protagonistas.
Si alguien, quizá yo mismo, decidiera algún día escribir nuestra historia, cuyo final aún no acierto a adivinar, no sé si el lector podría identificarse de inmediato con uno de los protagonistas o si nuestra historia se le quedaría en la mente, tal y como me ocurre a mí cuando leo esas historias de amor, pero yo he decidido al menos estar preparado porque sé que en esos libros siempre existen fragmentos que separan las historias y los personajes unos de otros y los convierten en incomparables:
Yo te amaba mientras, en una visita a la que acudimos juntos, en una habitación de ambiente denso que azuleaba por el humo de los cigarrillos, escuchabas atentamente la historia que contaba un narrador sentado a tres pasos de ti y cuando a medianoche empezó a aparecer poco a poco en tu rostro esa expresión de «No estoy aquí»; amaba la expresión de pánico que apareció en tu cara cuando, tras una semana de pura pereza, buscaste de mala gana un cinturón entre tus camisas, tus jerséis verdes y tus viejos camisones, que no te resignabas a tirar, y te diste cuenta del increíble desorden que se percibía por las puertas abiertas de tu armario; yo te amaba cuando de niña te entró el capricho de ser pintora, te sentabas a la mesa con el Abuelo para aprender a dibujar árboles y te reías sin enfadarte de sus burlas fuera de lugar; amaba la sorpresa fingida de tu rostro cuando cerrabas la puerta del taxi colectivo dejando afuera el extremo de tu abrigo morado, o cuando veías que la moneda de cinco liras que llevabas en la mano se te caía al suelo y rodaba de manera tan graciosa describiendo un arco perfecto directamente hacia la reja de la alcantarilla que había junto a la acera; te amaba, te amaba cuando un brillante día de abril salías a nuestro balcón, comprobabas que el pañuelo que habías tendido aquella mañana todavía no se había secado, comprendías que el sol te había engañado e inmediatamente después prestabas atención con tristeza al canturreo de los niños en el solar de atrás; te amaba cuando me daba cuenta aterrorizado de lo diferentes que eran tu memoria y tus recuerdos de los míos cuando le contabas a una tercera persona una película a la que habíamos ido juntos; te amaba; te amaba cuando te veía retirarte a un rincón para leer a hurtadillas las perlas de sabiduría sobre los matrimonios consanguíneos y las bodas entre parientes que un catedrático vertía en artículos publicados en un periódico profusamente ilustrado y no me importaba lo que leías sino sólo que mientras lo hacías adelantabas ligeramente el labio superior como un personaje de Tolstoi; te amaba cuando te mirabas en el espejo del ascensor como si miraras a otra persona y de repente rebuscabas en tu bolso inquieta como si por alguna extraña razón hubieras recordado algo después de aquella mirada; amaba contemplar cómo te ponías a toda velocidad los zapatos de tacón que llevaban horas esperándote juntos, uno como un esbelto velero recostado y el otro como un gato jorobado, y los movimientos ágiles que realizaban por sí mismos tus caderas primero y luego tus piernas y tus pies justo antes de abandonar de nuevo tus zapatos a la misma soledad fangosa y asimétrica cuando, horas después, regresabas a casa; te amaba cuando Dios sabe adonde iban tus tristes pensamientos mientras observabas las colillas que llenaban el cenicero a rebosar y las cerillas apagadas, que inclinaban sin esperanza sus negras cabezas; te amaba cuando, por las calles por las que paseábamos juntos, encontrábamos de repente una luz nueva o un rincón nuevo de tal manera que parecía que el sol hubiera salido por el oeste, era a ti a quien amaba y no a las calles; era a ti a quien amaba y no al monte Uludag que me señalabas encogiendo la cabeza entre los hombros con un escalofrío más allá de las antenas, los alminares y las islas de invierno en que de repente soplaba el viento del sudoeste derritiendo la nieve y limpiando las nubes de contaminación que flotaban sobre Estambul; te amaba cuando mirabas con tristeza al viejo y cansado caballo que tiraba el pesado carro del aguador cargado con tinajas de zinc; te amaba cuando te burlabas de los que decían que no les diéramos limosna a los pordioseros porque en realidad eran muy ricos y al ver tu risa feliz cuando encontrabas un atajo y nos sacabas a la calle antes que nadie mientras la multitud subía lentamente a la superficie por las laberínticas escaleras de salida del cine; amaba cómo leías en la parte baja de la nueva hoja que habías arrancado del Calendario con horas de Instrucción Pública, hoja que nos acercaba a la muerte, la propuesta de menú para ese día -garbanzos con carne, arroz, encurtidos y compota de frutas-, tan seria y melancólica como si fuera una señal de la muerte que se nos iba acercando, y cómo me decías «con los respetos del fabricante, Mesié Trellidis», después de explicarme pacientemente que el tubo de pasta de anchoas marca Kartal se abría quitando primero la arandela y luego girando el tapón a fondo; te amaba preocupado cuando las mañanas de invierno veía que tu cara tenía el mismo color pálido que el cielo blanco de la ciudad, como cuando en nuestra infancia te observaba cruzar de una acera a otra de una carrera alocada y alegre por entre el río de coches que fluía por la calle; te amaba cuando mirabas con atención y sonriendo la corneja que se posaba en el féretro que había sobre el catafalco en el patio de la mezquita; te amaba cuando representabas las discusiones de tus padres imitando la voz del teatro de la radio; te amaba cuando tomaba con cuidado tu cabeza entre mis manos y veía aterrorizado en tus ojos adonde iban nuestras vidas; te amaba cuando veía que el anillo que habías dejado días antes junto al jarrón, sin que yo comprendiera por qué, seguía allí; te amaba cuando después de hacer largamente el amor, de una manera que recordaba el lento elevarse y volar de aves legendarias, comprendía por fin que tú también habías participado en seria pero alegre ceremonia con tus bromas y tu inventiva, amaba cuando me mostrabas la estrella perfecta que había en la manzana que habías cortado a lo ancho y no a lo alto, amaba cuando a mediodía me encontraba en mi mesa de trabajo un pelo tuyo y no entendía cómo podía haber llegado allí, cuando en un trayecto que hacíamos juntos en un atestado autobús del ayuntamiento veía con tristeza cuán poco se parecían nuestras manos, la una junto a la otra entre las demás manos que se agarraban a la barra; te amaba como si reconociera en ti mi propio cuerpo, como si buscara el alma que me había abandonado, como si comprendiera con pena y alegría que me había transformado en otra persona; amaba la expresión misteriosa que aparecía en tu cara cuando mirabas pasar un tren cuyo destino ignorábamos, cuando veía la misma mirada triste un atardecer a la hora en que bandadas de cornejas volaban enloquecidas lanzando graznidos, te amaba con la desesperación, el dolor y los celos que se apoderaban de mí cuando veía tu cara misteriosa y triste en el momento en que la electricidad se cortaba de repente y la oscuridad de nuestra casa y la claridad del exterior iban cambiando lentamente de lugar.
32. No soy un enfermo mental, sólo un lector fiel
«He hecho de tu persona un espejo de la mía.» La oportunidad de la salvación,
SÜLEYMAN QELEBI
Galip se despertó el jueves poco antes del amanecer del sueño en el que se había sumergido el miércoles por la noche tras dos días de insomnio, pero tampoco podía llamársele del todo a eso despertar. Tal y como recordaría mucho más tarde, en los días en que tratara de explicarse de nuevo todo lo que había sucedido y lo que le había pasado por la cabeza, en el periodo entre las cuatro de la madrugada, en que se levantó de la cama, y las siete, cuando volvió a acostarse después de escuchar la llamada a la oración de la mañana, permaneció en «las maravillas del país legendario entre el sueño y la vigilia» de las que tanto hablaba Celâl en sus artículos.
Como la mayoría de esos desdichados exhaustos que se despiertan en una cama que no es la suya a mitad de un profundo sueño después de un largo periodo de insomnio y fatiga, Galip tuvo dificultad en recordar qué lugar era aquél en el que se encontraban la cama en la que había dormido, la habitación y la casa y cómo había llegado allí, pero no tuvo que esforzarse demasiado para salir de aquella fascinante estupefacción de su memoria.
Así pues, sin sorprenderse lo más mínimo al ver la caja donde Celâl guardaba todos los útiles para disfrazarse junto a la mesa de trabajo, allí donde la había dejado antes de acostarse, Galip comenzó a sacar los conocidos objetos de su interior uno a uno: un bombín, turbantes de sultán, caftanes, bastones, botas, camisas de seda manchadas, barbas postizas de todos los tamaños y colores, pelucas, relojes de bolsillo, monturas de gafas sin cristales, feces y gorros, fajines de seda, dagas, insignias de jenízaro, pulseras y un montón de objetos que se podían encontrar en la tienda de Beyoglu del famoso Erol Bey, que proveía de ropajes y utensilios a los cineastas turcos que realizaba películas históricas. Luego intentó imaginarse, como si se acordara de un recuerdo que había sido arrojado a un remoto rincón de su memoria, los paseos nocturnos de Celâl vistiendo aquellas ropas. Pero, al igual que los tejados azulados, las modestas calles y los fantasmagóricos personajes del sueño que acababa de tener y que aún se agitaban en su mente, aquellas escenas de disfraces le parecieron a Galip una de las leyendas «del país entre el sueño y la vigilia»; maravillas ni misteriosas, ni reales, ni comprensibles, ni del todo incomprensibles. En su sueño buscaba una dirección en un barrio que se encontraba en Damasco, en Estambul y en las laderas de la fortaleza de Kars, y encontraba lo que buscaba sin la menor dificultad, como si fueran las palabras más fáciles del crucigrama del dominical de un periódico.