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En cierta ocasión un anciano y suspicaz cliente vio que la fuente seca de la plaza a la que daba la calle por la que paseaba el perro triste manaba a chorros. Pero cuando se volvió de nuevo hacia la pintura con la inquietud de un viejo olvidadizo que recuerda que se ha dejado abiertos los grifos en casa, se dio cuenta de que la fuente estaba seca. Después de volverse de nuevo hacia el espejo y ser testigo de que el agua corría con más fuerza aún, quiso compartir su hallazgo con las «mujeres de vida alegre», pero al encontrarse con la indiferencia de las chicas, ya hartas de los juegos interminables de la pintura y el espejo, decidió regresar a su apartada existencia y retirarse desesperado a la soledad de una vida que había transcurrido sin que le comprendieran.

No obstante, las mujeres que trabajaban en el palacio no eran del todo indiferentes al asunto y en las nevosas tardes de invierno, que pasaban dormitando aburridas mientras se contaban las mismas eternas historias, usaban los juegos mágicos de la pintura y el espejo opuesto como divertida piedra de toque para calibrar la personalidad de los clientes. Había clientes apresurados, insensibles e inquietos que no percibían las misteriosas incongruencias entre la pintura y su imagen en el espejo: éstos, o bien contaban sus problemas sin cesar, o bien simplemente esperaban conseguir lo antes posible una única cosa, lo mismo que querían todos los hombres, de aquellas chicas de alterne a las que no eran capaces de diferenciar unas de otras. Los había que notaban el juego entre la pintura y el espejo pero que no le daban importancia: eran sinvergüenzas que cabían pasado por la rueda de la fortuna, hombres a los que nada les importaba y a los que había que temer. Había también quienes se dedicaban a fastidiar a las chicas, a los camareros y a los matones con sus aprensiones y que, como si tuvieran una incurable enfermedad de la simetría, se empeñaban como niños en que se arreglaran de inmediato las incoherencias entre la pintura y el espejo: eran hombres de puño apretado, tacaños; no se olvidaban del resto del mundo ni bebiendo ni fornicando; la obsesión por encajarlo todo dentro de un orden los convertía en pésimos amigos y amantes.

Algún tiempo después, cuando los habitantes del palacio ya se habían acostumbrado a los caprichos del espejo y el cuadro, el comisario de Beyoglu, que solía honrarles más que con el poder de su dinero con el afecto de sus alas protectoras, se encontró frente a frente en el espejo con un personaje sombrío de cabeza calva pintado en la primera pared con una pistola en la mano en una calle oscura, comprendió que se trataba del mismísimo asesino del famoso «Crimen de la plaza de Sisli» que tantos años llevaba sin resolver, concluyó que el artista que había colocado el espejo en la pared conocía el misterio e inició una investigación encaminada a descubrir su identidad.

Una noche pegajosa de un día de verano, tan calurosa que incluso el agua sucia que corría por las aceras se evaporaba antes de llegar a las rejas de las alcantarillas, el hijo de un agá rural, que había aparcado el Mercedes de su padre justo delante de la indicación de PROHIBIDO APARCAR, llegó a la conclusión de que la buena hija de familia que vio en el espejo tejiendo una alfombra en un barrio de las afueras de Estambul era el amor secreto que llevaba años buscando sin lograr encontrar, pero al volverse hacia la pintura se encontró sólo con una más de las muchachas infelices y apagadas que vivían en cualquiera de las aldeas de su padre.

Según el dueño, que años después habría de descubrir el otro mundo en el interior de éste lanzando su Cadillac como si fuera un caballo a la corriente del Bósforo, todas aquellas dulces bromas, curiosas coincidencias y misterios del mundo no eran juegos ni de la pintura ni del espejo; cuando los clientes se entonaban gracias al raki o a la grifa y se despojaban de las nubes de infelicidad y tristeza que se cernían sobre ellos, descubrían un mundo antiguo y feliz dentro de sus cabezas y, alegres como niños por haber encontrado el misterio del paraíso perdido, mezclaban los enigmas de sus fantasías con las imágenes que tenían delante. Pese a su robusto realismo, se vio los domingos por la mañana al famoso bandido, como quien resuelve los pasatiempos del suplemento dominical de los periódicos, uniéndose alegre al juego de «Descubramos las Siete Diferencias entre las Dos Pinturas» de los hijos de las mujeres del cabaret, que esperaban a sus agotadas madres para que les llevaran al cine.

Pero las diferencias, los significados, los sorprendentes cambios no eran siete sino infinitos. Porque la pintura de Estambul de la primera pared, si desde el punto de vista técnico recordaba a las pinturas de los carros de caballos y las ferias, en su espíritu evocaba a ciertos grabados oscuros, sombríos, escalofriantes, y desde el punto de vista del tratamiento del asunto, a un espléndido fresco. Un enorme pájaro de aquel fresco movía lentamente las alas en el espejo como un ave legendaria, las fachadas sin pintar de las antiguas mansiones de madera se convertían en el espejo en rostros terribles, las ferias y los tiovivos se movían y ganaban color en el espejo, todos aquellos viejos tranvías, carros de caballos, alminares, puentes, asesinos, pastelerías, parques, cafés costeros, transbordadores de las Líneas Urbanas, letreros y baúles aparecían como señales de un universo completamente distinto. Un libro negro que sostenía un mendigo ciego, una dulce broma del pintor, se dividía en dos en el espejo, se convertía en un libro con dos significados, con dos historias, pero cuando uno se volvía hacia la primera pared el libro resultaba ser uno de principio a fin y se entendía que su misterio desaparecía en su interior. La estrella de nuestro cine que el pintor, con el recuerdo de sus viejas obras en las ferias, había dibujado en la primera pared con labios rojos, mirada lánguida y largas pestañas, se transformaba en el espejo en la empobrecida madre de enormes pechos de toda una nación, pero al volver la brumosa mirada hacia la primera pared se descubría con horror y placer que la madre no era tal sino la esposa con la que uno llevaba años acostándose.

Pero lo que realmente aterrorizaba a los visitantes del palacio eran los nuevos significados, las señales, los mundos desconocidos que aparecían en las caras reflejadas en el espejo de las terribles multitudes que llenaban los puentes, en las caras de la gente que el pintor había colocado en cada lugar de su obra y que se multiplicaban de manera inagotable. Comprender que la cara del simple, preocupado y triste ciudadano o la del tipo con sombrero de fieltro, trabajador y satisfecho de su vida que se veían en la pintura, en realidad, tal y como se apreciaba en el espejo, eran mapas o que hervían con las huellas de un misterio o de una historia perdida, despertaba en la imaginación del confuso visitante del palacio, que a pesar de todo comprendía que estaba incorporando su propia imagen al espejo mientras iba y venía entre los sillones tapizados con terciopelo y avanzaba y retrocedía, la impresión de conocer un secreto reservado sólo a unos cuantos escogidos. Todo el mundo sabía que esos clientes, a los que las chicas trataban a cuerpo de rey, no descansarían hasta dilucidar el misterio de la pintura y el espejo y que se arriesgarían a todo tipo de viajes, aventuras y peleas hasta encontrar una solución adecuada al misterio, al enigma.

Años después, años después de que el dueño del cabaret desapareciera en lo desconocido entre las aguas del Bósforo, el comisario de Beyoglu se presentó en el establecimiento, ya pasado de moda, y las chicas más veteranas comprendieron de inmediato por su rostro triste que formaba parte de aquellos hombres inquietos.

Aquel hombre quería volver a contemplar el espejo para resolver el misterio del antiguo y famoso «Crimen de la plaza de Sisli». Pero le contaron que una semana antes, durante una pelea entre dos matones, provocada por el desempleo y los problemas de trabajo más que por cuestiones de mujeres o de dinero, el enorme espejo se había caído con estruendo sobre ambos luchadores y se había hecho pedazos. Así pues, el comisario, ya en el umbral de la jubilación, no pudo descubrir entre los trozos de vidrio ni al autor del anónimo asesinato ni el secreto del espejo.

34. No el cuentista, sino el cuento

«Mi forma de escribir se basa, más que en preocuparme por quién me escucha, en pensar en voz alta y en seguir mi propio gusto.»

Confesiones de un inglés comedor de opio, DE QUINCEY

Poco antes de que decidieran citarse ante la tienda de Aladino, la voz al otro lado de la línea le dictó a Galip siete números de teléfono de Celâl. Galip estaba tan seguro de que encontraría en alguno de ellos a Celâl y a Rüya que se imaginaba las calles, los pisos y los umbrales donde volverían a encontrarse los tres. Sabía que en cuanto se vieran y Celâl y Rüya le explicaran los motivos por los que se habían ocultado, lo encontraría todo lógico y razonable desde la primera frase. También estaba seguro de que Celâl y Rüya le dirían lo siguiente: «Galip, nosotros también te hemos buscado, pero no estabas ni en casa ni en el despacho. ¿Por dónde andabas?».

Galip se levantó del sillón en el que llevaba horas sentado, se quitó el pijama de Celâl, se lavó, se afeitó y se vistió. Mientras se miraba la cara en el espejo las letras que tan claramente había visto no le dieron la impresión de ser ni la prolongación de una misteriosa conspiración o un juego enloquecido, ni una ilusión óptica que pudiera despertar la menor sospecha sobre su identidad. Las letras, como ese jabón Lux rosa, Silvana Mangano usaba uno igual, o como la vieja maquinilla de afeitar que había en el espejo, eran parte de un mundo real.

En el Milliyet, que le habían arrojado bajo la puerta, leyó, como si pertenecieran a otro, sus propias frases publicadas en la columna de Celâl. Teniendo en cuenta que se habían publicado bajo la fotografía de Celâl, debían ser suyas. Por otro lado, Galip era consciente de que había sido él quien había escrito esas palabras. Aquello no le pareció una contradicción sino, justo al contrario, la prolongación de un mundo comprensible. Imaginó a Celâl leyendo el escrito de otro en su propia columna en alguna de las direcciones que ahora tenía en sus manos, pero suponía que Celâl no lo consideraría un ataque ni una impostura. Muy probablemente, ni siquiera fuera capaz de adivinar que no se trataba de uno de sus viejos artículos.

Después de matar el hambre con pan, huevas de pescado, lengua y plátanos, quiso poner en orden todos los asuntos que había dejado a medias con la intención de afianzar sus vínculos con el mundo real. Llamó a un compañero abogado con el que trabajaba en ciertos casos políticos y, después de explicarle que se había ausentado de Estambul durante días porque se había visto obligado a salir de viaje urgentemente, se informó de que uno de sus casos iba tan lento como siempre y de que en otro, político, ya se había dictado sentencia y que sus clientes habían sido condenados a seis años por colaborar con los fundadores de una organización comunista secreta. Se enfadó al recordar que poco antes había echado un vistazo a aquella noticia en el periódico que había estado leyendo sin relacionarla con él. No podía distinguir con claridad contra quién iba destinada aquella ira ni sus razones. Como si fuera la cosa más natural del mundo, llamó a su propia casa. «Si responde Rüya -pensó-, yo también le gastaré una bromita». Disimularía su voz y diría ser alguien que buscaba a Galip, pero nadie contestó al teléfono.