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En ese momento les llegó una carcajada desde el rincón donde se estaba rodando la película histórica. Se volvieron a mirar desde el sofá donde estaban sentados.

– ¿De qué se ríen? -preguntó Galip.

– No lo entiendo -contestó Iskender, pero sonreía como si lo entendiera.

– Ninguno de nosotros es él mismo -susurró Galip como si revelara un secreto-. Ninguno de nosotros puede serlo. ¿Nunca has sospechado que los demás podían verte como si fueras otro? ¿Tan seguro estás de ser tú mismo? Y si estás seguro, ¿estás seguro de quién es esa persona que estás seguro de ser? ¿Qué quieren esos tipos? La persona que buscan, ¿no simplemente un extranjero que preocupe con sus problemas a los telespectadores británicos que ven la televisión después de cenar, que les entristezca con sus penas, que les impresione con sus historias? ¡Tengo una historia perfecta para ellos! Y no hay la menor necesidad de que nadie me vea la cara. Que lo grabe dejando mi rostro en la oscuridad. Un misterioso periodista turco, no te olvides de que además es musulmán y esto sí que resulta curioso, responde a las preguntas de la BBC pidiendo que no revelen su identidad porque tiene miedo del gobierno represivo, de los asesinatos políticos y de los militares golpistas. ¿No estaría mucho mejor?

– Bueno -respondió Iskender-. Voy a llamarles, nos esperan arriba.

Galip contempló el rodaje de la película en el otro extremo del amplio salón, un bajá otomano barbudo y con fez, con un reluciente uniforme, con su fajín, cargado de medallas y condecoraciones, le hablaba a su obediente hija, que escuchaba sumisa a su querido padre, pero su cara no se volvía hacia ella, sino hacia la cámara, cuyo funcionamiento seguían con un silencio respetuoso camareros y botones.

– Nadie nos ayuda, no nos quedan fuerzas ni esperanzas, no nos queda nada, y todos, todos, el mundo entero es enemigo de Turquía -decía el bajá-. Sólo Dios sabe por qué, pero el Estado se ha visto obligado a sacrificar también esta fortaleza…

– Pero, padre, mire, todavía nos… -comenzó a decir la muchacha mostrando un libro, más que a su padre, a los espectadores, pero Galip no pudo deducir por sus palabras de cuál se trataba. En una nueva repetición de la escena tampoco pudo enterarse del título de aquel libro por el que tanta curiosidad sentía sobre todo porque sí había podido entender que no era el Corán.

Luego, cuando subió en el antiguo ascensor y entró en la habitación número 212, a la que le condujo Iskender, flotaba la sensación de carencia que se tiene cuando se ha olvidado un nombre que se conoce perfectamente.

Allí estaban los tres periodistas ingleses que había visto en el cabaret de Beyoglu. Los hombres, con vasos de raki en la mano, preparaban la cámara y los focos. La mujer levantaba la cabeza de una revista que estaba leyendo.

– ¡Ante ustedes, nuestro famoso periodista, el columnista Celâl Salik en persona! -dijo Iskender en un inglés que Galip, como buen estudiante, se tradujo simultáneamente al turco y que encontró un tanto extraño.

– Encantados -dijeron la mujer y los dos hombres al mismo tiempo como los gemelos de un tebeo-. Pero ¿no nos hemos visto antes? -preguntó luego la mujer.

– Dice que si no os habéis visto antes -le dijo Iskender a Galip.

– ¿Dónde? -le preguntó Galip a Iskender.

E Iskender le dijo a la mujer que Galip había preguntado que dónde.

– En aquel club -respondió la mujer.

– Hace años que no he ido a ningún club nocturno y sigo sin ir -repuso Galip con convicción-. Ni siquiera creo haber ido a ninguno en toda mi vida. Encuentro ese tipo de actividades sociales, toda esa clase de lugares atestados, totalmente contrarios a la soledad y a la salud espiritual necesarias para poder escribir mis obras. La violencia de mi vida profesional, que alcanza proporciones espantosas, la increíble intensidad de mi vida intelectual y las presiones y los asesinatos políticos, que llegan a dimensiones aún más increíbles, me apartan por completo de esa vida. Por otro lado, no es que ignore que existen compatriotas míos que, no sólo en los cuatro costados de Estambul, sino en todo el país, creen ser Celâl Salik, se presentan como tal y además lo hacen respondiendo a un deseo perfectamente razonable y legítimo. Yo mismo me he encontrado temeroso con algunos de ellos las noches en que me he disfrazado y vagado por la ciudad en los nidos de miseria de los suburbios, en esta vida nuestra sombría e incomprensible, en el mismísimo corazón del misterio, incluso he establecido cierta amistad con esos desdichados que podían ser tan «yo» que me daban pánico. Estambul es un sitio muy grande, incomprensible.

Cuando Iskender comenzó a traducir Galip se volvió hacia la ventana abierta y contempló las pálidas luces del Cuerno de Oro y del viejo Estambuclass="underline" daba la impresión de que hubieran querido iluminar la mezquita del sultán Selim el Fiero de manera que resultara más turística pero, como suele ocurrir en tales ocasiones, habían robado parte de las luces y la mezquita se había convertido en una extraña masa de piedra que daba miedo, en la boca oscura de un viejo con un solo diente. Cuando Iskender terminó de traducir la mujer, con una cortesía no exenta de sentido del humor y del juego, se disculpó por su error, dijo que había confundido al señor Salik con un novelista alto y con gafas que aquella noche había contado una historia, pero ni parecía convencida ni creer lo que estaba diciendo. Probablemente había decidido aceptar aquella extraña situación y a Galip como curiosas excentricidades turcas y adoptó esa actitud de los intelectuales tolerantes de «no lo entiendo, pero lo respeto» cuando se enfrentan a otra cultura. Galip sintió cariño por esa mujer comprensiva y traviesa que no paraba la partida a pesar de haber visto que las cartas estaban marcadas. ¿No se parecía un poco a Rüya?

Cuando sentaron a Galip en un sillón parecido a una moderna silla eléctrica, rodeado de cables negros, los focos detrás y junto a él la cámara y el micrófono, vieron que no tenía buen aspecto. Uno de los hombres colocó en la mano de Galip un vaso y se lo llenó de raki y agua siguiendo sus indicaciones mientras sonreía educadamente. La mujer, con el mismo aire travieso, de hecho todos sonreían continuamente, puso rápidamente una cinta en el vídeo y al presionar el botón con el gesto tunante de quien pone una cinta pornográfica, aparecieron en un abrir y cerrar de ojos en una pequeña pantalla portátil las imágenes de Turquía que habían grabado en aquellos ocho días. Las contemplaron en silencio como quien ve una película pornográfica, con un cierto humor pero sin que les dejara absolutamente indiferentes: un pordiosero alegre y acrobático que exponía sus brazos rotos y sus piernas vueltas del revés; un fogoso mitin político y un líder fogoso que hacía unas declaraciones después del mitin; dos ancianos ciudadanos que jugaban al chaquete; imágenes de tabernas y cabarets; un vendedor de alfombras muy orgulloso de su escaparate; una tribu subiendo una ladera con sus camellos; una locomotora de vapor que avanzaba soltando nubes de humo; niños que saludaban a la cámara y mujeres que miraban las naranjas de los fruteros en los barrios de chabolas; los restos mortales de la víctima de un asesinato político cubiertos por papeles de periódico; un anciano porteador que llevaba un piano de cola en su carro tirado por un caballo.

– Yo conozco a ese porteador -dijo Galip de repente-. ¡Es el mismo que nos hizo la mudanza hace veintitrés años desde el edificio Sehrikalp a la calle de atrás!

Todos miraban con seriedad, pero con cierta sensación de alegría y de estar jugando, a ese porteador que miraba a la cámara mientras metía el carro cargado con el piano en el patio delantero de un antiguo edificio y sonreía con la misma seriedad y la misma sensación de alegría y de estar jugando.

– El piano del príncipe heredero ha vuelto -dijo Galip. Mientras lo decía no sabía a quién pertenecía aquella voz que imitaba ni quién era, pero estaba seguro de que todo iba bien-. Donde ahora está ese edificio vivía en tiempos un príncipe heredero en su pabellón de caza. ¡Os contaré la historia de ese príncipe!

Lo prepararon todo muy rápidamente. Iskender repitió que el famoso columnista se encontraba allí para hacer unas importantes declaraciones, muy importantes, históricas. La mujer lo presentó con entusiasmo a su audiencia insertándole diestramente en un marco amplísimo que comprendía a los últimos sultanes otomanos, el clandestino Partido Comunista de Turquía, la desconocida y misteriosa herencia de Atatürk, los movimientos islamistas y los asesinatos políticos, así como la posibilidad de un golpe militar.

– Erase una vez un príncipe que vivía en la ciudad en la que ahora nos encontramos y que descubrió que la cuestión más importante de la vida era si el ser humano podía ser él mismo o no -comenzó Galip su cuento. Contándolo sentía la ira del príncipe en su interior de tal manera que se veía como si fuera otro. ¿Quién era ese otro? Mientras narraba la infancia del príncipe notó que esa nueva personalidad que lo envolvía era la de un muchacho llamado Galip en tiempos. Mientras narraba cómo el príncipe luchaba con los libros, se vio como si él mismo fuera los autores de aquellos libros con los que el príncipe luchaba. Mientras contaba los días de soledad que el príncipe pasó en su pabellón, se vio como los personajes en la historia del príncipe. Mientras contaba cómo el príncipe le dictaba sus pensamientos a su secretario, le daba la impresión de ser la persona a la que se referían aquellos pensamientos. Mientras contaba la historia del príncipe como si fuera la historia de Celâl se sentía como un personaje de una historia contada por Celâl. Al contar los últimos meses del príncipe pensaba «Celâl también lo contaba así» y sentía una enorme cólera hacia los presentes en la habitación del hotel porque no eran capaces de comprenderlo. Narraba con una furia tal que los ingleses lo escuchaban como si pudieran entender turco. Cuando contó los últimos días del príncipe y terminó la historia volvió a comenzarla de nuevo sin la menor pausa-. Érase una vez un príncipe que vivía en la ciudad en la que ahora nos encontramos y que descubrió que la cuestión más importante de la vida era si el ser humano podía ser él mismo o no -dijo de nuevo con la misma convicción. Cuando regresó al edificio Sehrikalp cuatro horas más tarde, al meditar sobre la diferencia entre la primera vez que había dicho aquella frase y la segunda, llegaría a la conclusión de que Celâl estaba vivo la primera vez que lo dijo y que la segunda yacía muerto justo enfrente de la comisaría de Tesvikiye algo más allá de la tienda de Aladino con el cuerpo cubierto por periódicos. Al contar por segunda vez la historia insistió en los lugares a los que no había prestado la suficiente atención la primera, y al contarla por tercera vez comprendió claramente que podía ser una persona distinta en cada ocasión que contara la historia-. Como el príncipe, yo también cuento para poder ser yo mismo -le apeteció decir. Se produjo un silencio cuando terminó de narrar la historia por tercera vez con una profunda rabia hacia aquellos que no le permitían sentirse él mismo, convencido de que sólo así, narrando historias, podría solventar el misterio que se había infiltrado en la ciudad y en la vida y notando una sensación de muerte y blancura al final del cuento. De repente los periodistas ingleses e Iskender aplaudieron a Galip con la sinceridad de los espectadores que aplauden a un actor magistral después de una espléndida representación.