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Porque, de hecho, cualquiera que se pasara la vida entera esperando ascender al trono de un imperio estaba condenado a volverse loco; porque cualquiera que viera que sus hermanos mayores se volvían locos esperando ese mismo sueño tenía que volverse loco ya que se encontraría atrapado en el dilema de enloquecer o no; porque uno no se vuelve loco porque quiera sino porque no quiere y lo convierte en un problema; porque cada príncipe que durante todos esos años de espera pensara, aunque sólo fuera una vez, cómo sus ancestros, sus antepasados, habían estrangulado a sus hermanos en cuanto habían ascendido al trono, ya no podía seguir viviendo sin volverse loco; porque cada príncipe que, como debía conocer la historia del Estado que habría de gobernar y por lo tanto se veía obligado a leer historias de sultanes que mataban a sus hermanos uno a uno, leyera en cualquier libro de historia cómo su antepasado Mehmet III, en cuanto se convirtió en sultán, ordenó ejecutar uno a uno a sus diecinueve hermanos, algunos niños de pecho, estaba condenado a volverse loco; porque como en cierto momento de esa insoportable espera cuyo único final era el envenenamiento, el estrangulamiento o el asesinato disfrazado de suicidio, la locura significaba decir «abandono», resultaba la salida más fácil así como el más profundo y oculto deseo de todos aquellos príncipes que esperaban la subida al trono como si esperaran la muerte; porque volverse loco era una buena oportunidad para librarse de los informadores del sultán que lo mantenían bajo control, de las conspiraciones y trampas de los miserables políticos que llegaban hasta el Príncipe atravesando aquella red de informadores y de todos aquellos insoportables sueños del trono; porque cada príncipe que echara un vistazo al mapa del imperio que algún día soñaba regir se veía obligado a asomarse al umbral de la locura cada vez que comprendiera lo extensos, lo inmensos, lo infinitos que eran los países de los que sería responsable poco después y que tendría que gobernar solo, sí, solo, y en realidad, habría que considerar loco a cualquier príncipe que no sintiera aquella sensación de inmensidad o no comprendiera lo enorme de aquel imperio con cuya responsabilidad cargaría algún día. Justo en ese momento de la enumeración de las distintas razones para enloquecer, el príncipe Osman Celâlettin Efendi decía: «Si yo hoy estoy algo más cuerdo que todos esos estúpidos, idos y necios que han gobernado el Imperio Otomano, ¡la única razón es esa enloquecedora sensación de inmensidad! Pensar en la infinitud de la responsabilidad que algún día llevaré sobre mis hombros no me ha vuelto loco como a todos esos abúlicos, débiles y miserables, no; justo al contrario, meditar cuidadosamente en esa sensación me ha hecho recobrar el juicio; y como soy capaz de controlarla cuidadosamente con toda mi voluntad y toda mi decisión, he descubierto que el problema más importante de la vida es si uno puede ser él mismo o no».

En cuanto pasó de ser el quinto a ser el tercero en la línea de sucesión se entregó a la lectura. Pensaba que cada príncipe que no considerara su futura ascensión al trono como un milagro debía formarse a sí mismo y creía de manera optimista que podría lograr aquel objetivo con la lectura. De cada libro, que leía con avidez, pasando las páginas como si se las tragara, extraía «ideas útiles» para el progreso y, como se había forjado apasionados sueños de que aquellas ideas se harían realidad dentro de poco en el futuro y feliz Estado Otomano y quería creer en aquellos sueños a los que se aferraba para no volverse loco y librarse lo antes posible de cualquier cosa que le recordara su antigua vida estúpida e infantil, dejó a su mujer, a sus hijos, sus antiguas posesiones y costumbres en un palacete a orillas del Bósforo y se trasladó a un pequeño pabellón de caza en el que viviría veintidós años y tres meses. Un pabellón de caza en una colina que cien años después se llenaría de calles adoquinadas y vías de tranvía, terribles y oscuros edificios de viviendas que imitaban diversos estilos occidentales, institutos masculinos y femeninos, una comisaría, una mezquita y tiendas de ropa, de alfombras, floristerías y establecimientos de lavado en seco. Tras los muros levantados por el Príncipe para protegerse de la estupidez de la vida exterior y por el sultán para mejor vigilar a aquel peligroso hermano suyo, se veían enormes castaños y plátanos cuyas ramas desnudas envolverían cien años después cables telefónicos y de cuyos troncos se colgarían revistas de mujeres desnudas. El único ruido que se oía en el pabellón, aparte de los graznidos de las bandadas de cornejas, lo bastante locas como para no haber abandonado el lugar cien años después, era el alboroto de la instrucción y las bandas de música de los cuarteles en las colinas de enfrente y eso sólo los días en que el viento soplaba en dirección al mar. El Príncipe hizo escribir multitud de veces que los primeros seis años que había pasado en el pabellón habían sido la época más feliz de su vida.

– Porque en esa época únicamente leía -decía el Príncipe-. Porque únicamente soñaba lo que leía. Porque en esos seis años sólo viví con las ideas y las voces de los autores que leía. Pero tampoco a lo largo de esos seis años pude ser yo mismo -añadía el Príncipe cada vez que recordaba con amargura y nostalgia aquellos felices años-. Yo no era yo y quizá por eso era feliz, pero la misión de un sultán no es ser feliz, ¡es ser él mismo! -dictaba y luego pronunciaba otra frase que le había hecho escribir en los cuadernos al Secretario quizá miles de veces-: Ser uno mismo no sólo es la misión del sultán, sino de todos, de todos.

El Príncipe le hizo escribir que una noche, cuando estaban finalizando aquellos seis años, sintió claramente aquella realidad que llamaba «El mayor descubrimiento y el objetivo de mi vida».

– Como hacía a menudo por las noches, de nuevo imaginaba que me sentaba en el trono otomano y que estaba reprendiendo furioso a un imaginario cretino con la intención de resolver una importante cuestión de Estado. Y le estaba diciendo «Como decía Voltaire» a aquel cretino imaginario cuando de repente me quedé helado considerando la situación en la que había caído. La persona que veía en mi imaginación sentada en el trono otomano como trigésimo quinto sultán no era yo sino que parecía Voltaire, no era yo sino que parecía alguien que imitara a Voltaire. En ese instante, por primera vez, me di cuenta del horror que implicaba el que el sultán que había de gobernar la vida de millones y millones de súbditos y reinar sobre países que en el mapa parecían enormes e infinitos no fuera él mismo, sino otro.

En posteriores ataques de ira el Príncipe contó otras historias relativas al momento en el que por primera vez se había dado cuenta de aquella realidad, pero el Secretario sabía que el momento del descubrimiento siempre giraba en torno a la misma intuición: ¿era correcto que un sultán que había de gobernar la vida de millones de personas permitiera que le corrieran por la mente las ideas de otros? ¿Acaso no era necesario que un príncipe que algún día gobernaría uno de los mayores imperios del mundo actuara sólo según su propia voluntad? ¿Se podía considerar sultán a alguien cuya mente ocupaban las ideas de otros como interminables pesadillas, o sólo era una sombra?

– Después de entender que no debía ser una sombra sino un auténtico sultán, no otro sino yo mismo, decidí que necesitaba librarme de todos los libros que había leído no sólo a lo largo de esos seis años, sino durante toda mi vida -decía el Príncipe cuando comenzaba a narrar los siguientes diez años de su existencia-. Para ser yo mismo y no otro, debía liberarme de todos esos libros, de todos esos autores, de todas esas historias, de todas esas voces. Lograrlo me llevó diez años.

Y así el Príncipe comenzaba a dictarle al secretario cómo se había librado uno a uno de todos los libros que le habían influido. Había quemado todos los volúmenes de Voltaire que había en el pabellón porque, según lo leía, según lo recordaba, el Príncipe se convertía en un francés más inteligente que él, más ingenioso, ateo y bromista, pero que le impedía ser él mismo, escribía el Secretario. Había ordenado que se llevaran del pabellón todos los volúmenes de Schopenhauer porque a causa de aquellos libros el Príncipe se había identificado con una persona que meditaba durante horas y días sobre su propia voluntad y por fin había descubierto que aquel pesimista con el que se identificaba no era un príncipe que algún día habría de ocupar el trono otomano, sino el mismísimo filósofo alemán, escribía el Secretario. Y los tomos de Rousseau, en los que tanto dinero se había gastado para conseguirlos, también había hecho que se los llevaran del pabellón después de hacerlos pedazos porque le convertían en un salvaje que intentaba continuamente atraparse en flagrante delito. «Ordené que quemaran a todos aquellos pensadores franceses, Deltour, De Passet, Morelli, que mantenía que el mundo era un lugar comprensible, y Brichot, que opinaba justo lo contrario, porque al leerlos me veía como un catedrático polemista y sarcástico que intenta refutar las estúpidas observaciones de los pensadores que le han precedido y no como debía verme, como un futuro sultán», decía el Príncipe. Había ordenado quemar Las mil y una noches porque los sultanes que paseaban disfrazados, con los que el Príncipe se había identificado gracias a ese libro, ya no eran el tipo de sultán que él debía ser. También había quemado Macbeth porque cada vez que lo leía se veía a sí mismo como un cobarde sin voluntad dispuesto a mancharse las manos de sangre por conseguir el trono y lo peor era que, en lugar de avergonzarse de ser así, sentía un orgullo poético. Alejó del pabellón el Mesnevi de Mevlâna porque cada vez que se sumergía en las historias de aquel confusísimo libro se identificaba con un santo que creía optimista que las historias confusas eran la esencia de la vida. «Quemé al jeque Galip porque cuando lo leía me veía como un triste enamorado -explicaba el Príncipe-. Y a Bottfolio porque al leerlo me consideraba un occidental que quisiera ser oriental, y a Ibn Zerhani porque al leerlo me consideraba un oriental que quisiera ser occidental, porque no quería considerarme ni oriental, ni occidental, ni apasionado, ni loco, ni aventurero, ni nada que hubiera salido de los libros». Después de aquellas palabras el Príncipe repetía apasionadamente el estribillo que a lo largo de seis años le había hecho escribir al Secretario innumerables veces en tantos cuadernos: «Sólo quería ser yo mismo, sólo quería ser yo mismo, quería ser sólo yo mismo».