Выбрать главу

El Negro tumba por fin el tarro lleno de pescado podrido y se sobresalta, haciéndose a un lado. Wenceslao lo espanta simulando que va a correr hacia él pero limitándose a golpear el suelo con la planta del pie. El Negro desaparece detrás del rancho, adelante, rápido. Ella sale del excusado y se dirige a la bomba. Wenceslao va atrás de ella y cuando ella abre la canilla y se inclina al chorro débil de agua que sale por la boca, Wenceslao comienza a bombear.

El chorro de agua se hace más denso -es blanco, árido y opaco ahora- y las partículas transparentes en que se deshace al chocar contra sus manos brillan en los primeros rayos del sol que atraviesan el cielo horizontales y destellan en las hojas de los árboles y en las gotas que se deslizan por la piel flácida de su cuello.

– Voy ir a saludar a Rogelio esta mañana -dice Wenceslao sin dejar de bombear.

Ella se pasa la yema de los dedos mojados por los párpados y después toma un trago de agua. Se yergue, mirando a Wenceslao mientras hace un largo buche con el agua. Wenceslao deja de bombear y se queda mirándola. Ella se da vuelta y escupe el agua.

– Llévale unos limones -dice, yendo hacia la pared y recogiendo la toalla. Se seca despacio.

– Eso pensaba -dice Wenceslao.

– Y unas brevas -dice ella.

– Si le llevo brevas -dice Wenceslao- y tienen gente en la casa, no van alcanzar para nadie.

– Rosa me pidió brevas -dice ella.

– Pasadas las fiestas -dice Wenceslao-, cuando estén solos otra vez, les llevamos brevas, cosa que puedan probarlas.

– Pasadas las fiestas no hay más brevas -dice ella.

– Bueno -dice Wenceslao.

Mira la cara redonda, la piel oscura y llena de arrugas.

Los ojos han ido achicándose desde que él murió y ahora parecen dos heridas rectas y cortas a medio cicatrizar. Ahora parecen no destellar más que cuando por momentos la certidumbre y no el simple recuerdo de que él murió la arrasan provocándole una desesperación súbita análoga a la locura. Pero ahora parecen no sólo no destellar, parecen incluso ciegos y no existir.

– Es un lindo día -dice Wenceslao, mirándola inmóvil.

– Sí -dice ella.

Comienza a peinarse el cabello áspero y negro, sin una cana. Se ha dado vuelta para mirarse en el espejo. Wenceslao mira su espalda ancha y cómo la mano oscura sube y baja con el gran peine negro que hace chasquear el cabello. Antes de volverse y caminar en dirección a adelante, Wenceslao hace un gesto casi imperceptible en su cara arrugada y reseca.

Saca de la cocina a adelante un brasero de hierro negro, redondo y de tres patas, y lo deja cerca del paraíso. Trae ramas secas de la cocina que apila con lentitud y cuidado sobre unos papeles que hay en el interior del brasero y después enciende un fósforo y acerca el extremo de la llama a los papeles. Después que el papel comienza a arder deja caer el fósforo entre las llamas que vacilan y empiezan a despedir una columna débil de humo por el respiradero que Wenceslao ha dejado en la cima de la pila de leña. Cuando las llamas empiezan a crecer la columnita de humo disminuye y Wenceslao se vuelve y va a llenar con agua de la bomba una pava manchada de hollín y llena de abolladuras que saca de la cocina. Ella está todavía peinándose. El pilar de ladrillos revocados sobre el que se asienta la bomba está cubierto en la parte inferior por una capa de musgo y bajo la boca de la canilla la tierra es mucho más oscura que en el resto del patio. Ahora se ha formado un charquito que refleja la luz solar pero más tarde, si es que por un par de horas ni ella ni Wenceslao usan la bomba, la tierra lo absorberá dejando sin embargo el imborrable manchón húmedo. Wenceslao vuelve con la pava y espera parado junto al brasero, alrededor del cual el Negro y el Chiquito corretean en silencio, palpitantes. La leña seca crepita entre las llamas translúcidas y espesas que terminan en unos hilitos de humo negro. El paraíso proyecta una sombra inmóvil llena de perforaciones luminosas, y la sombra de Wenceslao detenido con la pava en la mano cerca del brasero se extiende paralela a la de éste, rematada en franjas negras y ondulantes que se angostan y se ensanchan, se retuercen, se extienden o se contraen y a veces se cortan y separándose de la sombra del brasero permanecen una fracción de segundo proyectadas sobre la tierra dura antes de desaparecer. Cuando las llamas disminuyen Wenceslao coloca la pava sobre los dos hierros negros que cruzan la boca redonda del brasero, y va a la cocina a preparar el mate. Ella viene de atrás: se ha recogido el pelo en un rodete trabajoso ceñido sobre la cima de la cabeza. Trae una caja de lata y unas camisas y unas medias y cuando Wenceslao sale de la cocina trayendo el mate y la bombilla y una silla de paja medio desfondada y la deja al lado de la mesa, ella deja la caja y la ropa sobre la mesa, junto al mate y la bombilla que Wenceslao ha depositado en la mesa antes de volverse en dirección a la cocina, y se sienta, abriendo la caja de lata y sacando una almohadilla de paño naranja llena de agujas de acero, unas madejas de hilo, un dedal y un mate reluciente que nunca ha sido usado más que para zurcir. Wenceslao vuelve de la cocina trayendo otra silla a la rastra, de modo que las patas dejan sobre la tierra una doble huella tortuosa, superficial. Wenceslao deja la silla al costado de ella, de frente al paraíso, y vuelve a buscar la pava, que ha comenzado a chillar y a lanzar un chorro de vapor grisáceo por el pico.

Wenceslao se sienta y prepara el mate. Ella está hilvanando una franja negra de cinco centímetros de largo en el borde superior del bolsillo de una camisa.

– Pierden el color y manchan la camisa -dice.

– Creo que el agua se me ha hervido -dice Wenceslao sin mirarla, inclinado hacia la boca del mate.

– No puedo andar cosiéndolas todo el día -dice ella.

Wenceslao le alcanza el mate.

– Después -dice ella-. Tenés que tener más cuidado con estas cintas.

Wenceslao empieza a tomar el mate que ella ha rechazado.

– Ya te he dicho que ha pasado el tiempo del luto. Ha pasado el tiempo del luto. Ya te he dicho que ha pasado -dice.

Ella sigue hilvanando la cinta negra en el borde superior del bolsillo de la camisa.

– ¿No querés venir conmigo a saludar a Rogelio y a tu hermana? -dice Wenceslao.

– Hoy no -dice ella.

– ¿No vas a saludar a tu hermana el fin de año? -dice Wenceslao.

– No, hoy no -responde ella tranquila, y después arranca con los dientes un sobrante de hilo del hilván que acaba de hacer en el borde superior del bolsillo de la camisa. Deja la camisa sobre la mesa y comienza a meter el mate en una media negra llena de agujeros. Deja el mate enfundado en la media encima de la mesa. Comienza a enhebrar una aguja con hilo negro, humedeciendo la punta del hilo con los labios y tratando una y otra vez de ensartarla en el ojo de la aguja. Al concentrarse en la operación saca la punta de la lengua mordiéndosela con suavidad.

Wenceslao pasa despacio y con cuidado el dedo por el borde del mate que acaba de cebar, a fin de secar una gota que ha dejado una estela húmeda al deslizarse sobre la superficie amarillenta del mate. El Negro y el Chiquito se persiguen uno a otro, viniendo desde atrás, seguidos por sus sombras. Se alcanzan cerca del brasero y comienzan a revolcarse, gruñendo y ronroneando y moviendo la cola sin parar. Ella ensarta por fin el hilo en el ojo de la aguja y lo hace correr antes de agarrar el mate que le alcanza Wenceslao; mientras chupa la bombilla anuda los dos extremos del hilo negro valiéndose del índice y el pulgar de la mano izquierda.

– El año pasado tampoco fuiste -dice Wenceslao-. Va creer que tenés algo con ella.

– Ella sabe -dice ella-. No tengo nada con ella.

– ¿Te vas a quedar siempre aquí, sin salir a ninguna parte? -dice Wenceslao.

– Estoy de luto -dice ella.

– Ya te he dicho que ha pasado el tiempo del luto -dice Wenceslao.

– Para mí no -dice ella.

Le devuelve el mate y agarrando la media empieza a zurcir los agujeros. Wenceslao comienza a mordisquearse apenas el costado del labio inferior: arruga la frente y sus cejas veteadas de gris se reúnen en el arranque de la nariz.

– Hace seis años que murió. ¿Hasta cuándo te vas a quedar aquí encerrada? -dice después de un momento.

Ella no responde, vigilando el trabajo de sus manos.

Pasaba corriendo a través del patio, viniendo desde el rancho, cada mañana, en dirección al río, con el pantaloncito descolorido y la piel quemada y vuelta a quemar por el sol de enero; pasaba cerca del paraíso, seguido por su sombra, y desaparecía por el senderito de arena hasta que desde el patio se oía por fin el golpe seco de la zambullida y después el chapoteo de las brazadas. Volvía media hora después, chorreando agua, la piel oscura quemada y vuelta a quemar por el sol, el pecho flaco listado por la presión de las costillas, y se quedaba parado, casi en el mismo lugar en el que ahora está el brasero, riéndose y mostrando una doble hilera de dientes blancos que brillaban y brillaban. Proyectaba una sombra el triple de larga que la del brasero. Se vestía y salía con Wenceslao a recorrer los espíneles tendidos la noche antes, y hasta media mañana iban de una orilla a la otra, remando despacio en la canoa verde que dejaba una estela débil en la superficie lisa del río, recogiendo los pescados todavía vivos que destellaban al sol y cargando en la canoa las redes y las líneas para ponerlas a secar. Justo tenía que venir a cumplir veinte años y tenía que venir a tocarle la conscripción y enviciarse con esa ciudad de porquería y quedarse en ella cuando terminó la conscripción. Y tenía que pasarle justo a él encontrar ese trabajo en la obra de construcción, y que hubiese puesto en el andamio ese balde de mezcla con el que tenía que tropezar y venirse abajo.

Después de un momento, ella dice:

– Ellos saben que yo no salgo.

Wenceslao no contesta. Vuelve a llenar el mate y empieza a chupar la bombilla, los ojos fijos en el vacío. Por la expresión de su cara pareciera estar pensando algo ya pensado muchas veces, tantas que la costumbre misma de ese pensamiento le da a su cara no sólo un aire de profunda meditación sino también de profunda certeza. El Chiquito llega corriendo y se para de golpe junto a Wenceslao, mirándolo fijo: sus ojos dorados giran en espirales doradas, imperceptibles, y la pelambre en tensión, manchada de puntos negros, está como erizada. El Negro llega en seguida, su pelo negro emitiendo destellos azulados, y empieza a jugar con las patas en la cabeza del Chiquito. Éste se sacude violento, dos o tres veces, y después corre hacia atrás, seguido por el Negro. Sus ladridos resuenan en el aire inmóvil que está comenzando a entibiarse. A mediodía el sol calcinará el aire, lo hará polvo; la arena de la costa se pondrá blanca, la tierra parecerá cocida y después como encalada, y cruzando el río y a una hora de a pie desde la otra orilla, el camino de asfalto que lleva a la ciudad se llenará de espejismos de agua.

Cuando termina su mate Wenceslao lo deja sobre la mesa y se levanta, dirigiéndose al interior del rancho. De un clavo en la pared del dormitorio descuelga un sombrero de paja y se lo cala sin ningún cuidado. Recoge un paquete de "Colmena" de encima de la mesa de luz, saca un cigarrillo y se guarda el paquete en el bolsillo del pantalón. Sale otra vez y su sombra se proyecta sobre la pared de adobe del rancho. El ala curva del sombrero de paja le hace sombra sobre la frente y los ojos. Ella no se ha movido de la silla; de espaldas a Wenceslao, continúa encorvada sobre su trabajo, los pies descalzos apoyados en los travesaños de la silla, entre cuyas patas se hallan las chancletas vacías, descoloridas. Wenceslao va hacia el brasero, se acuclilla, apoya un momento el extremo del cigarrillo contra una brasa, y después lo retira llevándoselo a los labios. Chupa con fuerza, la mano que ha sostenido el cigarrillo detenida abierta cerca de la cara, en el aire, y cuando echa la primera bocanada se incorpora y se dirige despacio hacia el patio de atrás. El humo queda detrás suyo, una nube grisácea en el aire inmóvil que nunca termina de disgregarse y desaparecer, tan evanescente que no proyecta ninguna sombra en el suelo.