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– Entra, Agustín -dijo ella.

El Ladeado avanzó. Ella volvió a inclinar la cabeza sobre la costura, sonriendo con una dulzura distraída. -Buen día -dijo. -Buen día -dijo el Ladeado.

Ella hilvanaba una franja negra en el borde superior del bolsillo de una camisa del tío Layo. Ella le preguntó por su papá y su mamá.

– Dice el tío Rogelio que tiene unos pescados para ahora el mediodía -dice el Ladeado.

– Tu tío estaba por ir -dijo ella. Suspiró. El Ladeado parpadeó varias veces, mirándola, pero ella no parecía ahora saber que él estaba ahí, parecía no saber ella misma que estaba ahí, que estaba. Estaba en otra parte, no se sabía en dónde.

– ¿El tío está? -dijo el Ladeado.

– Está atrás -dijo ella, sin siquiera mirarlo y sin sonreír.

El Ladeado se sentó, apocado. Su cuerpo torcido parecía mucho más torcido todavía en la silla. Ahora que sabía que el tío estaba atrás, y ahora que ella se había ido otra vez, el pensamiento había vuelto a instalarse de nuevo en su lugar, y no estaban más que él, el Ladeado, y el pensamiento. Después oyó los pasos del tío Layo que chasqueaban sobre el piso de tierra y se dio vuelta: el tío Layo venía limpiándose las manos con una hoja de higuera.

– Qué decís, Ladeado -dijo el tío.

– Dice el tío Rogelio que tiene unos pescados para ahora el mediodía, tío. Que vayan con la tía -dijo el Ladeado.

– No le digas Ladeado, pobrecito -dijo ella, sin levantar la cabeza, volviendo de donde estaba-. Se llama Agustín, no Ladeado, pobrecito.

El tío Layo se volvió hacia ella.

– ¿Querés que vamos a lo de Rogelio? -dijo.

Ella ni siquiera levantó la cabeza.

– No -dijo-. Hoy no.

El tío Layo suspiró.

– Vamos, Ladeado, vení, vamonos -dijo.

La canoa amarilla va dejando una estela suave detrás suyo, una estela que va ensanchándose a medida que se aleja de la canoa. El filo de la proa corta despacio el agua que parece estar formada por dos capas de materia y textura, y hasta dirección diferentes: una capa tensa, cristalina, una película rígida extendida sobre la superficie, inmóvil, y debajo una turbulenta e informe masa de agua marrón en movimiento espurio y perpetuo.

Los ojos del Ladeado parpadean durante un largo rato, bajo las cejas fruncidas, espesas, y después lo miran fijo y sin parpadear. -Tío -dice.

Wenceslao sacude la cabeza pero los ojos fijos del Ladeado no lo ven.

– Tío -vuelve a decir-. ¿Le va decir que me mande? -Seguro que sí -dice Wenceslao. Están sentados uno frente al otro: Wenceslao, que rema, de espaldas a la dirección que lleva la canoa. Ve por lo tanto, por encima de la cabeza del Ladeado, cómo la orilla de la isla se aleja de ellos, gradual. Los árboles bajo cuya sombra había estado un rato antes recogiendo higos y limones se han convertido en una masa verde que se confunde con la gran mancha verde de la isla. Pero todavía no es una mancha verde sino una maraña intrincada de arbustos y pastos y árboles, con las barrancas de tierra clara yéndose a pique sobre el río y el descenso amarillo de la playa inclinándose hacia el agua.

– Mi papá dice que no -dice el Ladeado-. Dice que no voy a servir para eso ni para tampoco trabajar.

– Él dice nomás -dice Wenceslao-. ¿Acaso no te han mandado buscarme? Has cruzado solo el río con la canoa. Eso es un trabajo.

– Pero mi papá dice que traigo mala suerte -dice el Ladeado-. Dice que nací torcido, y que traigo mala suerte. -Cosas del borracho de tu padre -se ríe Wenceslao-. ¿De dónde sacó eso?

– Me ve y sacude la cabeza, y se pone a quejarse -dice el Ladeado.

Wenceslao se ríe. -Qué bruto -dice.

El Ladeado frunce más las cejas y resopla, parpadeando muchas veces al hablar.

– El tío Rogelio dice que le va decir que tiene que mandarme. ¿Usted también le va decir, tío?

– Claro que sí -dice Wenceslao, riéndose.

– ¿En serio, tío?

Wenceslao deja de reírse. Mira al Ladeado en la cara.

– Palabra de honor que le voy a decir -dice Wenceslao.

El Ladeado mira cómo uno de los remos amarillos entra y sale del agua. El pensamiento está en él, desnudo, complejo y trabajoso. Estira los labios y muestra los dientes podridos, y después habla sin dejar de mirar el remo amarillo que entra en el agua y sale de ella levantando un tumulto líquido de una transparencia verdosa.

– Tío -dice-. ¿Traigo mala suerte?

– No, querido -dice Wenceslao.

– Dice mi papá que después que yo nací a él le empezó la mala suerte y se puso a tomar vino. Dice que de lástima nomás no me tiró al río.

– Tu viejo es un desgraciado -dice Wenceslao-. Qué te va tirar al río. Lo dice nomás por embromar.

– Dice que lo echaron de la arrocera cuando yo nací. Y que mis hermanas se fueron para la ciudad y se perdieron. Dice que gracias al Chacho y al Segundo la familia va progresar. Si mis hermanas se perdieron, si él me manda, después que yo termine puedo ir a la ciudad y buscarlas. Pero si traigo mala suerte, capaz que me pierdo yo también.

– Ya le vamos a decir a tu papá que te mande así después podes ir a buscar a tus hermanas -dice Wenceslao.

El Ladeado sigue mirando el remo amarillo y parpadea sin parar, con los labios fruncidos. Wenceslao hace avanzar la canoa amarilla que se desliza por la superficie del río sin ningún balanceo. El ruido espeso de los remos cayendo sobre el agua y barriéndola por debajo de la superficie acompaña los pensamientos de Wenceslao. Las manos permanecen agarradas a los puños redondos de los remos, amarillos; hacen presión hacia abajo y por la madera de los remos pasa una corriente de energía animal que hace surgir las paletas del agua; las manos van hacia atrás del cuerpo, agarradas a los puños amarillos, y los remos avanzan a ras del agua, sin tocarla, hasta que las manos ceden y la corriente de energía animal, suspendida, deja caer los remos al agua, hasta que las manos vuelven a su punto de partida haciendo que la corriente de fuerza animal que han transmitido a los remos amarillos luche bajo la superficie, concentrada en la punta de la paleta, contra la fuerza del agua. De esa manera, la canoa avanza dejando en el agua una estela fina que se ensancha y después desaparece, y alborotando con los remos el agua que forma un penacho verdoso y transparente en la superficie, salpicando el casco amarillo. No se detiene nunca, porque el impulso de la sangre vence por un momento la resistencia del agua y le da tiempo para prepararse de nuevo, mientras la canoa avanza, para dar el próximo envión. A veces pareciera que entre cada palada de los remos no pasa nada, y que la canoa queda inmóvil y suspendida sobre el agua, hasta que la corriente de la sangre la impulsa otra vez sacándola de su perfecta inmovilidad.

Como la llovizna cae desde hace por lo menos una semana el aire, el cielo y el agua son grises relumbrantes, y recortan nítidos en el borde de la playa unos árboles mutilados y negros. La canoa verde deja una estela en el agua gris y las islas que bordean el agua se sumergen como por estratos horizontales y graduales en la masa ondulante de la llovizna. La llovizna es tan leve que ni siquiera perturba la superficie plateada del agua, que vista de cerca revela una turbulencia parda por debajo de esa apariencia de argéntea impasibilidad. Wenceslao rema despacio, manteniendo un ritmo que parece descompuesto en fragmentos, y ella permanece inmóvil y silenciosa sentada enfrente suyo, con una arpillera en la cabeza para defenderse de la lluvia. Desde que dejaron el cajón en el cementerio y se despidieron de todos aquellos hombres que los esperaban respetuosos en la puerta con el sombrero en la mano, vestidos con la ropa más digna y severa que pudieron encontrar -unos pantalones de gambrona, unas zapatillas de goma azules y blancas, nuevas en vez de alpargatas, un saco negro y un pañuelo negro anudado al cuello- y de aquellas mujeres llorosas y graves que la abrazaban y le murmuraban cosas incomprensibles al oído, desde que dejaron atrás el murmullo de las voces en la casa de Rogelio Mesa, ella no ha dicho una sola palabra ni tampoco ha llorado. Se ha limitado a moverse con gestos mecánicos, ausentes, y a dejar que su vestido negro centellee en los contornos de su figura a la argéntea y húmeda luz de julio. Wenceslao, mientras rema, la mira de vez en cuando, preguntándose si alguna vez le perdonará el simple hecho de estar vivo. La canoa verde deja una estela que se ensancha despacio hasta desaparecer, fundiéndose con la pátina tersa y resplandeciente del agua. Inclinándose hacia adelante y echándose otra vez para atrás, hacia adelante y hacia atrás, siguiendo un ritmo preciso, con las piernas abiertas en el piso combo de la canoa, Wenceslao observa por momentos la cara oscura y grave preguntándose qué hará ella, cómo se comportará en la próxima hora, al día siguiente, el año próximo. Cuando él estaba, Wenceslao sabía que ella podía vivir sin pensar en nada, grave y tranquila, levantándose todas las mañanas con la misma naturalidad silenciosa con que se acostaba todas las noches, y que hubiese seguido sin duda haciendo lo mismo si Wenceslao y no él estuviese ahora reposando allá abajo, en el fondo de esa tierra removida penetrada por la llovizna impalpable que forma unos charcos viscosos y grises en los hoyos de la superficie. Ahora no sabe más quién es ella y mira la cara oscura sin alcanzar a reconocerla del todo, con extrañeza. Le parece que los dos han cambiado, de golpe, y que necesitarán mucho tiempo para volver a reconocerse. Wenceslao no sabe todavía que durante años se va a dejar vencer por el influjo de la muerte y que va a pasarse las horas del día sentado bajo el paraíso mirando fijo el vacío, mientras su campo se llena de plantas venenosas y de víboras y los travesaños del techo se pudren en tanto que ella se pasea silenciosa por la casa, dirigiéndole apenas la palabra, depositaría y estímulo de la muerte. Durante años la muerte va a reinar sobre él a partir de esa semana de llovizna ardua y helada, hasta que una mañana de octubre se levantará y verá la tierra que ha trabajado con sus manos durante toda su vida y sentirá que la costumbre del trabajo se apodera otra vez de su cuerpo ocioso y sucio, y empezará a limpiar el terreno, matando las víboras y cambiando las vigas del techo y curando los árboles de plagas y de enfermedades y arrancando las plantas venenosas. Pero ahora que la canoa verde atraviesa el río gris, el influjo de la muerte apenas si acaba de comenzar. Inclinándose hacia adelante, echándose para atrás, mira la cara de ella, aproximándose y alejándose y sabe que detrás, en la mente, la muerte es dueña y señora. La canoa verde es seguida por su reflejo: la imagen invertida y chata de su propia estructura alargada. Los bordes de la embarcación chorrean agua y la pintura verde brilla como si hubiese estado protegida por una pátina de laca. Los remos salen del agua tan silenciosos como han entrado. La canoa se mueve con una lentitud tan vacilante, que más pareciera que es el borde de la isla, carcomido por los embates continuos del agua y cruzado por los sauces evanescentes y negros que se inclinan sobre el río, lo que se desplaza acercándose mediante enviones sordos y parejos hacia la embarcación. Las dos orillas, compactas, ciñen la superficie del río, como un espejo que calzara justo en un marco verde para reflejar un cielo bajo, liso y gris, lleno de destellos húmedos. Por fin, canoa y costa se tocan, a la altura de los sauces inclinados sobre el agua, y Wenceslao, poniéndose de pie, hace unas maniobras finales con los remos y los deja caer dentro de la canoa. Salta a tierra y ata la canoa al tronco de uno de los sauces. Espera parado junto a la canoa, pisando el suelo arenoso apretado por el agua y ella se levanta y salta a tierra sin tocar el brazo que Wenceslao ha extendido para ayudarla a saltar.