Выбрать главу

– En la escuela primaria enseñan eso -dijo Florence.

– Recordarás que ese tipo de aparatos se perfeccionó mas o menos hacia 1964, cuando Rossler descubrió que, convenientemente instalado en un baño nutritivo y bajo determinadas condiciones, un cerebro humano real podía realizar las mismas funciones ocupando un volumen mucho menor…

– Sí, y también sé que ese procedimiento resultó a su vez sustituido, en el 68, por el ultrainterruptor de Brenn y Renaud -dijo Florence.

– De acuerdo -respondí-. Poco a poco se fueron conjugando esas diversas máquinas con todo tipo de ejecutores posibles, «ejecutores» ellos mismos derivados de los mil y un instrumentos elaborados por el hombre a lo largo de todas las épocas, con intención de llegar a la categoría de los aparatos llamados robots. Una característica ha permanecido como definitoria de este último tipo de máquinas. ¿Puedes decirme cuál?

El profesor volvía a imponerse en mí.

– Tienes unos ojos muy bonitos -contestó Florence-. Son amarillo verdosos con una especie de destello sobre el iris…

Me arredré.

– ¡Florence! ¿Me estabas escuchando?

– Te escuchaba, claro que sí. La característica común a todas esas máquinas estriba en que no operan sino sobre datos suministrados por los usuarios a sus operadores internos. Una máquina a la cual no se le plantea un problema determinado es incapaz de iniciativa.

– ¿Y por qué no se ha intentado dotarlas de conciencia y de razonamiento? Pues porque se ha constatado que bastaba proveerlas de determinadas funciones reflejas elementales, para que adquiriesen peores manías que las de los antiguos sabios. Por ejemplo, cómprese en un bazar una pequeña tortuga electrónica de juguete, y podrán conocerse las peculiaridades de las primeras máquinas electroreflejas: irritables, caprichosas… dotadas, en suma, de carácter. Se perdió, pues, bastante pronto todo interés en esa especie de autómatas únicamente creados para disponer de una sencilla ilustración práctica de determinadas funciones mentales, pero de demasiado problemático aprovechamiento.

– Querido y viejo Bob -dijo Florence-. Adoro oírte hablar. Eres un pesado ¿sabes? Todo eso me lo sé desde undécimo.

– Y tú… tú eres insoportable -dije a mi vez poniéndome serio.

No dejaba de mirarme. Sin duda alguna estaba riéndose de mí. Vergüenza me da reconocerlo, pero sentía muchos deseos de que volviera a besarme. Para ocultar mi confusión, seguí hablando sin respiro.

– Cada vez con más afán, se viene procurando últimamente dotar a dichas máquinas de circuitos reflejos útiles capaces de actuar sobre los más diversos ejecutores. Pero todavía no se había intentado suministrar a ninguna de ellas una cultura general. Para decir la verdad ni siquiera se había considerado necesario. Ahora bien, se da la circunstancia de que el montaje que me ha encomendado la Oficina Central debe permitir a la máquina retener en su órgano de memoria un numero de conceptos extremadamente elevado. De hecho, el modelo que puedes ver aquí está destinado a adquirir el conjunto de conocimientos del gran manual enciclopédico Larousse de 1978, en dieciséis volúmenes. Se trata de un modelo casi puramente intelectual, aunque posee sencillos ejecutores que le permiten desplazarse por sus propios medios, así como coger objetos para identificarlos y explicarlos llegado el caso.

– ¿Y en qué se lo empleará?

– Es una máquina-funcionario, Florence. Debe servir de consejero protocolario al embajador de Flor-Fina que se instalará el mes que viene en París, tras la clausura de la Convención de México. A cada solicitud de informacion de su parte, le suministrará la respuesta que se puede esperar de una persona con muy vasta cultura francesa. En cualquier circunstancia le indicará la postura a adoptar, le explicará de qué se trata en cada caso y, asimismo, cómo es preciso comportarse. Tanto si se trata de la ceremonia de bautismo de un polimegatrón, como de una cena en la residencia del emperador de Eurasia. Desde que el francés se adoptó por decreto mundial como lengua diplomática de lujo, todo el mundo quiere estar en condiciones de poder hacer ostentación de una cultura francesa completa. Y mi máquina será particularmente apreciable para un embajador, que apenas si dispone de tiempo para instruirse.

– ¡Qué bien! -dijo Florence-. ¿Así que vas a hacer tragar a esta pobre maquinita los dieciséis tomazos del Larousse? ¡Eres un torturador inmisericorde!

– ¡No hay más remedio! -repondí-. Es necesario que lo digiera todo. Si se le inculca una cultura fragmentaria, tendría todas las posibilidades de adquirir un carácter semejante al de las antiguas e imprecisas máquinas insuficientemente dotadas de sentido. Solamente tendrá posibilidades de desarrollar un comportamiento equilibrado si lo sabe todo. Únicamente si se da esa condición, podrá funcionar siempre de manera objetiva e imparcial.

– ¡Pero es imposible que lo sepa todo! -dijo Florence.

– ¡Bueno! -accedí-. Bastará con que sepa de todo en una proporción equilibrada. El Larousse supone una aceptable aproximación a la objetividad. Es un ejemplo satisfactorio de una obra escrita sin apasionamiento. Según mis cálculos, partiendo de él podemos llegar a una máquina perfectamente culta, razonable y bien educada.

– Me parece maravilloso -dijo Florence.

Tenía todo el aspecto de estar burlándose de mí. Evidentemente, algunos de mis colegas han resuelto problemas mucho más complicados, pero, en cualquier caso, estaba yo convencido de haber realizado una elogiable extrapolación de determinados sistemas bastante imperfectos, y de que merecía algo más que aquel trivial «me parece maravilloso». Decididamente, las mujeres no se paran a pensar hasta qué punto nuestras ingratas y domésticas tareas resultan enfadosas.

– ¿Puedes explicarme cómo funciona? -me preguntó.

– ¡Oh! Se trata de un sistema ordinario -dije con cierta tristeza-. De un vulgar lectoscopio. Basta meter el volumen por el tubo de entrada. El aparato se ocupa de leerlo y de memorizar su contenido. Como ves, no tiene nada de particular. Una vez terminada la instrucción, se procederá, naturalmente, a desmontar el lectoscopio.

– ¡Hazla funcionar, Bob! ¡Te lo ruego!

– Me gustaría mucho complacerte -dije-, pero no tengo los Larousse. No los recibiré hasta mañana por la tarde. Y no puedo hacerle aprender ninguna otra cosa, pues la desequilibraría.

Me acerqué a la máquina y la conecté a la red. Las lámparas de control se encendieron formando una discontinua sucesión de puntos luminosos rojos, verdes y azules. Un dulce ronroneo surgía del circuito de alimentación. A pesar de todo, me sentía bastante satisfecho de mí mismo.

– Se mete el libro por aquí -dije-. Se sube después esta palanquita, y ya está… ¡Pero Florence, por Dios! ¿Qué es lo que estás haciendo? ¡Oh…!

Intenté desconectar la máquina de la red, pero Florence me lo impidió.

– No se trata más que de una prueba, Bob. Lo borraremos después…

– ¡Eres imposible, amiga mía! ¿No sabes que no se puede borrar?

Había introducido mi ejemplar de Tú y yo en el correspondiente tubo y levantado la palanquita. En aquel momento oíamos la apretada trepidación del lectoscopio a medida que ante él desfilaban las páginas. En quince segundos la cosa estaba hecha. El libro volvió a salir, asimilado, digerido e intacto.

Florence observaba con interés. De repente, se sobresaltó. Dulce, tiernamente casi, el altavoz comenzó a cantaletear:

Necesito expresar, explicar, traducir.

No se siente del todo más que lo que se sabe decir…

– ¡Pero, Bob! ¿Qué es lo que pasa?

– ¡Santo Dios! -dije exasperado-. Eso es todo lo que sabe… Va a recitar a Géraldy sin descanso a partir de ahora.

– Oye, ¿pero por qué habla sola?

– ¡A todos los enamorados les gusta hablar solos!

– ¿Y si le pregunto alguna cosa?

– ¡Ah, no! ¡Eso no! -dije-. Déjala en paz. Ya la has desquiciado bastante.

– ¡Mira que eres gruñón, eh!

La máquina ronroneaba con un ritmo arrullador, muy dulce. De repente hizo un ruido como para aclararse la voz.

– Dime máquina ¿cómo te sientes? -le preguntó Florence.

Esta vez fue una apasionada declaración lo que brotó del aparato.