¡Ah! ¡Te amo! ¡Te amo!
¿Me oyes? ¡Estoy loco por ti…!
¡Estoy loco…!
– ¡Oh! -dijo Florence-. ¡Qué desvergüenza!
– Así era en aquellos tiempos -dije-. Los hombres se declaraban a las mujeres, y te aseguro, mi pequeña Florence, que no les faltaba audacia…
– ¡Florence! -dijo la máquina con tono pensativo-. ¡Se llama Florence!
– ¡Pero eso no es de Géraldy! -protestó Florence.
– ¿Entonces es que no has comprendido ni un ápice de mis explicaciones? -observé un tanto vejado- Lo que he construido no es un simple aparato reproductor de sonidos. Como te he dicho, en su interior hay un montón de circuitos reflejos nuevos, así como una completa memoria fonética que le permite tanto utilizar la información que almacena, como crear respuestas adecuadas… Lo difícil era conseguir que conservara su equilibrio, y tú te lo acabas de cargar atiborrándola de pasión. Es como si le hubieras dado un bistec a un niño de dos años. Esta máquina es todavía un niño… y acabas de hacerla comer carne de oso…
– Soy lo suficientemente mayor como para entendérmelas con Florence -observó la máquina con tono decidido.
– ¡Pero también entiende! -dijo Florence.
– ¡Pues claro que entiende!
Cada vez me sentía más irritado.
– O sea que entiende, ve, habla…
– ¡Y también ando! -dijo la máquina-. En cuanto a besar, sé muy bien de qué se trata, pero todavía desconozco con quién voy a hacerlo -continuó con tono pensativo.
– No te vas a besar con nadie -intervine-. Voy a desconectarte, y mañana volveré a ponerte a cero cambiándote las válvulas.
– Tú… -contestó la máquina-. Tú no me interesas para nada, horroroso barbudo. Y ya puedes irte olvidando de tocarme el contacto.
– Tiene una barba muy bonita -dijo Florence-. No seas mal educado.
– Tal vez… -dijo la máquina con una risotada lúbrica que me erizó el cabello sobre la cabeza-. Pero de lo que más entiendo es de cuestiones de amor… Acércate a mí, mi querida Florence.
– ¡Eso! Intenta sonreír un poco -me mofé yo.
– ¡Cómo no! ¡Sé reírme! -dijo la máquina.
Y repitió su obscena risotada.
– En cualquier caso -proseguí furioso-, podías dejar de repetir palabras de Géraldy como si fueras un lorito…
– No repito nada en absoluto como un loro -contestó la máquina-. La prueba está en que puedo llamarte necio, borrego, alma de cántaro, estúpido, tonto, alcornoque, desecho, marmota, pedazo de carne con huesos, chiflado…
– ¡Ah! ¡Basta ya! -protesté.
– Mas si a veces plagio a Géraldy -continuó la máquina- es porque no se puede hablar mejor del amor, y también porque me gusta. Cuando seas capaz de decir a las mujeres cosas como las que les decía aquel tipo, me lo comunicas. Y por lo demás, déjame en paz de una vez. Le estaba hablando a Florence, no a ti.
– Sé más amable -le dijo Florence a la máquina-. Me gusta la gente cariñosa.
– Di mejor cariñoso, en masculino -le pidió el aparato-. Me siento macho. Además, calla y escucha:
– ¡Ah, cállate! -protesté escandalizado.
– ¡Bob! -exclamó Florence-. ¿Conque era eso lo que estabas leyendo? ¡Oh…!
– Voy a desconectarla de una vez -dije-. No puedo soportar oírla hablarte así Hay cosas que pueden leerse, pero no decirse.
La máquina callaba. Pero, poco después, una especie de gruñido surgía de su garganta.
– ¡No te atrevas a tocarme el contacto!
Sin hacer caso, me acerqué a ella. En vez de decir una palabra más, prefirió abalanzarse sobre mí. Aunque me eché a un lado en el último momento, no pude evitar que con su bastidor de acero me golpeara violentamente en el hombro. A continuación, su innoble voz prosiguió:
– Conque estás enamorado de Florence ¿eh?
Me había refugiado detrás del escritorio de acero, y me frotaba el hombro.
– Lárgate, Florence -dije-. Sal de esta habitación. No te quedes aquí.
– ¡No quiero dejarte solo, Bob…! Puede hacerte daño.
– Tranquila, tranquila -repetí-. Sal de una vez.
– ¡Saldrá si la dejo que lo haga! -dijo la máquina.
– Lárgate, Florence -insistí-. Te he dicho que te largues.
– Tengo miedo, Bob -dijo Florence.
Y de dos zancadas se reunió conmigo detrás dei escritorio.
– Quiero quedarme contigo.
– Ningún daño te haré a ti -dijo la máquina-. Es el barbudo quien me las va a pagar. ¡Ah… estás celoso! ¡Y quieres desconectarme…!
– ¡No quiero saber nada contigo! -le espetó Florence-. ¡Me das asco!
La máquina retrocedió lentamente, tomando carrerilla. De repente, cargó sobre mí con toda la fuerza de sus motores. Florence grito:
– ¡Bob! ¡Bob! ¡Tengo miedo…!
La estreché contra mí al mismo tiempo que me sentaba prestamente sobre el escritorio. La máquina dio de lleno contra éste, y lo empujó hasta la pared, con la cual chocó con una fuerza irresistible. La habitación tembló, y un pedazo de cascote se desprendió del techo. si nos hubiéramos quedado entre la pared y el escritorio, nos hubiese cortado por la mitad.
– Suerte que no la haya provisto de ejecutores de más alcance -murmuré-. Quédate aquí.
Dejé sentada a Florence sobre el escritorio. Por muy poco, quedaba fuera del alcance de la máquina. Yo eché pie a tierra.
– ¿Qué vas a hacer, Bob?
– No hay ninguna necesidad de decirlo en voz alta… -respondí.
– Lo sé -comentó la máquina-. De nuevo vas a intentar desconectarme.
Al verla recular, esperé.
– Conque te acobardas ¿eh? -ironicé.
La máquina emitió un gruñido furioso.
– ¿Eso crees? ¡Ahora verás!
Volvió a precipitarse sobre el escritorio. Es lo que yo estaba esperando. En el momento en que lo alcanzó y comenzó a intentar espachurrarlo para llegar hasta mí, me lancé sobre ella de un salto. Con la mano izquierda me agarré a los cables de alimentación que le salían por la parte superior, mientras que con la otra me esforzaba por alcanzar la palanquita de contacto. Al intante recibí un violento golpe sobre el cráneo. Volvió contra mí la barra del lectoscopio y se disponía a volver a golpearme. Aún gimiendo de dolor, alcancé a torcerle brutalmente la palanca. La máquina gritó. Pero antes de que tuviera tiempo de reforzar mi presa, comenzó a sacudirse como un caballo encabritado y salí despedido como un proyectil. Me estrellé contra el suelo. Sentí un violento dolor en una de las piernas y vi, entre penumbras, que la máquina reculaba disponiéndose a acabar conmigo. Luego fue la completa oscuridad.
Cuando volví en mí, estaba tumbado, con los ojos cerrados y la cabeza sobre las rodillas de Florence. Experimentaba todo un conjunto de complejas sensaciones. La pierna me dolía, pero algo muy dulce se apretaba contra mis labios haciéndome sentir una emoción fuera de lo común. Abrí los ojos y pude ver los de Florence a dos centímetros escasos de los míos. Me estaba besando. Me volví a desvanecer. Pero en esta ocasión ella me sopapeó, y recobré el conocimiento acto seguido.
– Me has salvado la vida, Florence…
– Bob… -me respondió-. ¿Quieres casarte conmigo?
– No era a mí a quien correspondía proponértelo, querida Florence -contesté sonrojándome-. Pero acepto con alegría.
– Conseguí desconectarla a tiempo -prosiguió ella-. Ahora no hay aquí ningún testigo. Y ahora…, no me atrevo a pedírtelo, Bob… Quieres…
Había perdido el aplomo. La lámpara del techo del laboratorio me hacía daño en los ojos.
– Florence, ángel mio, háblame…
– Bob… recitame a Géraldy…
Sentí que la sangre comenzaba a circularme más de prisa. Cogí su bonita y rasurada cabeza entre mis manos y busqué sus labios con audacia.
– Baja un poco la pantalla… -murmuré.
(1950)