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Ante la idea de que debía disponerse a vivir en un mundo desconocido, en un primer momento se sintió presa de pánico. ¡Qué peligros no habría de correr como hombre entre los humanos! La evocación de las estériles competiciones a que se entregaban día y noche los conductores en tránsito de la Côte de Picardie le anticipaba simbólicamente la atroz existencia a la que, de buena o mala gana, sería preciso adaptarse. Pero luego reflexionó. Según todas las apariencias, y si los libros no mentían, la transformacion habría de ser de duración limitada. Y en tal caso, ¿por qué no aprovecharla para hacer una incursión a la ciudad…? Llegados a este punto, preciso es reconocer que determinadas escenas entrevistas en el bosque se reprodujeron en la imaginación del lobo sin provocar en él las mismas reacciones que antes. Al contrario: se sorprendió incluso pasándose la lengua por los labios, cosa que le permitió constatar de paso que, a pesar de la metamorfosis, seguía siendo tan puntiaguda como siempre.

Volvió al retrovisor para contemplarse más de cerca. Sus rasgos no le disgustaron tanto como había temido. Al abrir la boca pudo constatar que su paladar seguía siendo de un negro llamativo, y, por otro lado, que también conservaba incólume el control de sus orejas, tal vez una pizca sospechosas por ser en exceso alargadas y pilosas. Mas consideró que el rostro que se reflejaba en el pequeño y esférico espejo, con su forma oval un algo prolongada, su pigmentación mate y sus blancos dientes, haría un papel aceptable entre los que conocía. Así que, después de todo, lo mejor sería sacar partido de lo inevitable y aprender algo de provecho para el porvenir. Consideración no obstante la cual un ramalazo de prudencia le obligó antes de salir a hacerse con unas gafas oscuras que, en caso de necesidad, atemperarían la rojiza brillantez de sus cristalinos. Proveyóse asimismo de un impermeable que se echó al brazo, y ganó la puerta con paso decidido. Pocos instantes después, cargado con una maleta ligera, y olfateando una brisa matinal que parecía singularmente desprovista de fragancia, se encontraba en la cuneta de la carretera, alargando el pulgar sin complejo alguno al primer automóvil que divisó en lontananza. Había decidido ir en dirección a París aconsejado por la experiencia cotidiana de que los coches rara vez se detienen al empezar la cuesta arriba y sí, en cambio, cuesta abajo, cuando la gravedad les permite volver a arrancar con facilidad.

Su elegante aspecto le reportó ser rápidamente aceptado como acompañante por una persona con no demasiada prisa. Y confortablemente acomodado a la derecha del conductor, se dispuso a abrir sus ardientes ojos a todo lo desconocido del vasto mundo. Veinte minutos más tarde se apeaba en la Plaza de la Ópera. El tiempo estaba despejado y fresco, y la circulación se mantenía dentro de los límites de lo decente. Denis se lanzó osadamente entre los tachones del asfalto y, tomando el bulevar, caminó en dirección al Hotel Scribe, en el que alquiló una habitación con cuarto de baño y salón. Dejó su maleta al cuidado de la servidumbre y salió acto seguido a comprar una bicicleta.

La mañana se le fue en un abrir y cerrar de ojos. Fascinado, no sabía bien hacia dónde pedalear. En el fondo de su yo experimentaba, sin lugar a dudas, el íntimo y oculto deseo de buscar un lobo para morderle, pero pensaba que no le resultaría demasiado fácil encontrar una víctima y, por otro lado, quería evitar dejarse influenciar en demasía por el contenido de los tratados. No ignoraba en absoluto que, con un poco de suerte, no le sería imposible acercarse a los animales del Jardin des Plantes, pero prefirió reservar tal posibilidad para un momento de mayor apremio. La flamante bicicleta absorbía en aquel momento toda su atención. Aquel artilugio niquelado le encandilaba, y, por otra parte, no dejaría de serle útil a la hora de regresar a su guarida.

A mediodía estacionó la máquina delante del hotel, ante la mirada un tanto reticente del portero. Pero su elegancia, y sobre todo aquellos ojos que semejaban carbúnculos, parecían privar a la gente de la capacidad de hacerle el mas mínimo reproche. Con el corazon exultante de alegría, se entretuvo en la búsqueda de un restaurante. Finalmente eligió uno tan discreto como de buena pinta. Las aglomeraciones le impresionaban todavía y, a pesar de la amplitud de su cultura general, temía que sus maneras pudiesen evidenciar un ligero provincianismo. Por eso pidió un sitio apartado y diligencia en el servicio.

Pero lo que Denis ignoraba era que precisamente en ese lugar de tan sosegado aspecto se celebraba, justo aquel día, la reunión mensual de los Aficionados al Pez de Agua Dulce Rambouilletiano. Cuando estaba a medio comer vio irrumpir de repente una comitiva de caballeros de resplandeciente tez y joviales maneras que, en un abrir y cerrar de ojos, ocuparon siete mesas de cuatro cubiertos cada una. Ante tan súbita invasión, Denis frunció el ceño. Mas, como se temía, el maître acabó por acercarse cortésmente a la suya.

– Lo siento mucho, señor -dijo aquel hombre lampiño y cabezón-, ¿pero podría hacernos el favor de compartir su mesa con la señorita?

Denis echó una ojeada a la zagala, desfrunciendo el ceño al mismo tiempo.

– Encantado -dijo incorporándose a medias.

– Gracias, caballero -gorjeó la criatura con voz musical. Voz de sierra musical, para ser más exactos.

– Si usted me lo agradece a mí -prosiguió Denis- ¿a quién deberé yo? Agradecérselo, se sobreentiende.

– A la clásica providencia, sin duda -opinó la monada.

Y a continuación dejó caer su bolso, que Denis recogió al vuelo.

– ¡Oh! -exclamó ella-. ¡Tiene usted unos reflejos extraordinarios!

– Sí… -confirmó Denis.

– Sus ojos son también bastante extraños -añadió la joven al cabo de cinco minutos-. Los veo parecidos a… a…

– ¡Ah! -comentó Denis.

– A granates -concluyó ella.

– Es la guerra… -musitó Denis.

– No le entiendo…

– Quería decir -explicó Denis-, que esperaba que le recordasen a rubíes. Pero al oír que sólo ha dicho granates, no he podido por menos que pensar en restricciones. Concepto que, por una relación de causa efecto, me ha llevado acto seguido al de guerra.

– ¿Estudió usted Ciencias Políticas? -preguntó la morenita.

– Le juro que no volveré a hacerlo.

– Le encuentro bastante fascinante -aseguró llanamente la señorita, que, entre nosotros, lo había dejado de ser muchas ya más veces de las que pudiera contar.

– De buena gana le devolvería el piropo, pero pasándolo al género femenino -expresóse Denis, madrigalesco.

Salieron juntos del restaurante. La lagarta confió al lobo convertido en hombre que, no lejos de allí, ocupaba una encantadora habitación en el Hotel del Pasapurés de Plata.

– ¿Por qué no viene a ver mi colección de grabados japoneses? -acabó susurrando al oído de Denis.

– ¿Sería prudente? -inquirió éste-. ¿Su marido, su hermano o algún otro de sus parientes no lo vería con inquietud?

– Digamos que soy un poco huérfana -gimió la pequeña, haciéndole cosquillas a una lágrima con la punta de su ahusado índice.

– Una verdadera lástima -comentó cortésmente su distinguido acompañante.

Al llegar al hotel creyó darse cuenta de que el recepcionista parecía llamativamente distraído. También constató que tanta felpa roja amortiguante hacía diferir notablemente ese establecimiento de aquel otro en el que él se había alojado. Pero en la escalera se distrajo contemplando primero las medias y luego las pantorrillas, inmediatamente adyacentes, de la señorita. En el afán de instruirse, la dejó tomar hasta seis escalones de ventaja. Y una vez que se creyó bastante instruido, apretó nuevamente el paso.

Por lo que tenía de cómica, la idea de fornicar con una mujer no dejaba de chocarle. Pero la evocación de Fausses-Reposes hizo desaparecer finalmente aquel elemento retardatario y, muy pronto se encontró en condiciones de poner en práctica con el tacto, los conocimientos que en el añorado bosque le entraran por la vista. Llegados a determinado punto plugo a la hermosa reconocerse, a gritos, satisfecha; y el artificio de tales afirmaciones, mediante las cuales aseguraba haber llegado a la cúspide, pasó inadvertido al entendimiento poco experimentado en ese terreno del bueno de Denis.