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– ¿Puedes explicarme cómo funciona? -me preguntó.

– ¡Oh! Se trata de un sistema ordinario -dije con cierta tristeza-. De un vulgar lectoscopio. Basta meter el volumen por el tubo de entrada. El aparato se ocupa de leerlo y de memorizar su contenido. Como ves, no tiene nada de particular. Una vez terminada la instrucción, se procederá, naturalmente, a desmontar el lectoscopio.

– ¡Hazla funcionar, Bob! ¡Te lo ruego!

– Me gustaría mucho complacerte -dije-, pero no tengo los Larousse. No los recibiré hasta mañana por la tarde. Y no puedo hacerle aprender ninguna otra cosa, pues la desequilibraría.

Me acerqué a la máquina y la conecté a la red. Las lámparas de control se encendieron formando una discontinua sucesión de puntos luminosos rojos, verdes y azules. Un dulce ronroneo surgía del circuito de alimentación. A pesar de todo, me sentía bastante satisfecho de mí mismo.

– Se mete el libro por aquí -dije-. Se sube después esta palanquita, y ya está… ¡Pero Florence, por Dios! ¿Qué es lo que estás haciendo? ¡Oh…!

Intenté desconectar la máquina de la red, pero Florence me lo impidió.

– No se trata más que de una prueba, Bob. Lo borraremos después…

– ¡Eres imposible, amiga mía! ¿No sabes que no se puede borrar?

Había introducido mi ejemplar de Tú y yo en el correspondiente tubo y levantado la palanquita. En aquel momento oíamos la apretada trepidación del lectoscopio a medida que ante él desfilaban las páginas. En quince segundos la cosa estaba hecha. El libro volvió a salir, asimilado, digerido e intacto.

Florence observaba con interés. De repente, se sobresaltó. Dulce, tiernamente casi, el altavoz comenzó a cantaletear:

Necesito expresar, explicar, traducir.

No se siente del todo más que lo que se sabe decir…

– ¡Pero, Bob! ¿Qué es lo que pasa?

– ¡Santo Dios! -dije exasperado-. Eso es todo lo que sabe… Va a recitar a Géraldy sin descanso a partir de ahora.

– Oye, ¿pero por qué habla sola?

– ¡A todos los enamorados les gusta hablar solos!

– ¿Y si le pregunto alguna cosa?

– ¡Ah, no! ¡Eso no! -dije-. Déjala en paz. Ya la has desquiciado bastante.

– ¡Mira que eres gruñón, eh!

La máquina ronroneaba con un ritmo arrullador, muy dulce. De repente hizo un ruido como para aclararse la voz.

– Dime máquina ¿cómo te sientes? -le preguntó Florence.

Esta vez fue una apasionada declaración lo que brotó del aparato.

¡Ah! ¡Te amo! ¡Te amo!

¿Me oyes? ¡Estoy loco por ti…!

¡Estoy loco…!

– ¡Oh! -dijo Florence-. ¡Qué desvergüenza!

– Así era en aquellos tiempos -dije-. Los hombres se declaraban a las mujeres, y te aseguro, mi pequeña Florence, que no les faltaba audacia…

– ¡Florence! -dijo la máquina con tono pensativo-. ¡Se llama Florence!

– ¡Pero eso no es de Géraldy! -protestó Florence.

– ¿Entonces es que no has comprendido ni un ápice de mis explicaciones? -observé un tanto vejado- Lo que he construido no es un simple aparato reproductor de sonidos. Como te he dicho, en su interior hay un montón de circuitos reflejos nuevos, así como una completa memoria fonética que le permite tanto utilizar la información que almacena, como crear respuestas adecuadas… Lo difícil era conseguir que conservara su equilibrio, y tú te lo acabas de cargar atiborrándola de pasión. Es como si le hubieras dado un bistec a un niño de dos años. Esta máquina es todavía un niño… y acabas de hacerla comer carne de oso…

– Soy lo suficientemente mayor como para entendérmelas con Florence -observó la máquina con tono decidido.

– ¡Pero también entiende! -dijo Florence.

– ¡Pues claro que entiende!

Cada vez me sentía más irritado.

– O sea que entiende, ve, habla…

– ¡Y también ando! -dijo la máquina-. En cuanto a besar, sé muy bien de qué se trata, pero todavía desconozco con quién voy a hacerlo -continuó con tono pensativo.

– No te vas a besar con nadie -intervine-. Voy a desconectarte, y mañana volveré a ponerte a cero cambiándote las válvulas.

– Tú… -contestó la máquina-. Tú no me interesas para nada, horroroso barbudo. Y ya puedes irte olvidando de tocarme el contacto.

– Tiene una barba muy bonita -dijo Florence-. No seas mal educado.

– Tal vez… -dijo la máquina con una risotada lúbrica que me erizó el cabello sobre la cabeza-. Pero de lo que más entiendo es de cuestiones de amor… Acércate a mí, mi querida Florence.

Pues las cosas que tengo que decirte cada día, son de ésas, ¿me entiendes?, que no pueden decirse sin voz y sin miradas, sin gestos y sonrisas…

– ¡Eso! Intenta sonreír un poco -me mofé yo.

– ¡Cómo no! ¡Sé reírme! -dijo la máquina.

Y repitió su obscena risotada.

– En cualquier caso -proseguí furioso-, podías dejar de repetir palabras de Géraldy como si fueras un lorito…

– No repito nada en absoluto como un loro -contestó la máquina-. La prueba está en que puedo llamarte necio, borrego, alma de cántaro, estúpido, tonto, alcornoque, desecho, marmota, pedazo de carne con huesos, chiflado…

– ¡Ah! ¡Basta ya! -protesté.

– Mas si a veces plagio a Géraldy -continuó la máquina- es porque no se puede hablar mejor del amor, y también porque me gusta. Cuando seas capaz de decir a las mujeres cosas como las que les decía aquel tipo, me lo comunicas. Y por lo demás, déjame en paz de una vez. Le estaba hablando a Florence, no a ti.

– Sé más amable -le dijo Florence a la máquina-. Me gusta la gente cariñosa.

– Di mejor cariñoso, en masculino -le pidió el aparato-. Me siento macho. Además, calla y escucha:

Déjame desabrocharte tu corpiño. Las cosas que quieres decirme, mi pequeña, de antemano las sé. Venga, ven. Desnúdate y ven, mi vida. La manera más sensata de explicarse sin engañarse, es estrecharse cuerpo contra cuerpo. No más reparos. Quitate lo que pueda quitarse. Nuestra carne sabrá ponerse de acuerdo.

– ¡Ah, cállate! -protesté escandalizado.

– ¡Bob! -exclamó Florence-. ¿Conque era eso lo que estabas leyendo? ¡Oh…!

– Voy a desconectarla de una vez -dije-. No puedo soportar oírla hablarte así Hay cosas que pueden leerse, pero no decirse.

La máquina callaba. Pero, poco después, una especie de gruñido surgía de su garganta.

– ¡No te atrevas a tocarme el contacto!

Sin hacer caso, me acerqué a ella. En vez de decir una palabra más, prefirió abalanzarse sobre mí. Aunque me eché a un lado en el último momento, no pude evitar que con su bastidor de acero me golpeara violentamente en el hombro. A continuación, su innoble voz prosiguió:

– Conque estás enamorado de Florence ¿eh?

Me había refugiado detrás del escritorio de acero, y me frotaba el hombro.

– Lárgate, Florence -dije-. Sal de esta habitación. No te quedes aquí.

– ¡No quiero dejarte solo, Bob…! Puede hacerte daño.

– Tranquila, tranquila -repetí-. Sal de una vez.

– ¡Saldrá si la dejo que lo haga! -dijo la máquina.

– Lárgate, Florence -insistí-. Te he dicho que te largues.

– Tengo miedo, Bob -dijo Florence.

Y de dos zancadas se reunió conmigo detrás dei escritorio.

– Quiero quedarme contigo.

– Ningún daño te haré a ti -dijo la máquina-. Es el barbudo quien me las va a pagar. ¡Ah… estás celoso! ¡Y quieres desconectarme…!

– ¡No quiero saber nada contigo! -le espetó Florence-. ¡Me das asco!

La máquina retrocedió lentamente, tomando carrerilla. De repente, cargó sobre mí con toda la fuerza de sus motores. Florence grito: