La habitación del motel era espaciosa, limpia y estaba decorada con buen gusto.
Su diseñador había quedado prendado de la moda del suroeste: maderas blancas, sillas de junco con almohadones de dibujos en melocotón y azul pálidos, y cortinas de un verde espuma de mar. Sólo la alfombra moteada de pardo, escogida, evidentemente, por su capacidad para disimular las manchas y el uso, malograba el efecto; por puro contraste, el mobiliario de colores claros no parecía asentarse sobre la alfombra oscura sino flotar encima de ella, creando unas ilusiones espaciales que resultaban desconcertantes e incluso algo esotéricas.
Frank se pasó casi toda la tarde sentado en la cama, usando un montón de almohadas como respaldo. El televisor estaba encendido pero él no lo miró. En cambio, exploró el boquete negro de su pasado. Por mucho que se esforzaba no podía recordar nada de su vida con anterioridad a su despertar en un callejón, la noche anterior. Sin embargo, una forma extraña y sobremanera malévola asomaba por el borde de sus recuerdos, y le hacía preguntarse, intranquilo, si el olvido no sería a fin de cuentas una bendición.
Necesitaba ayuda. Considerando el metálico de la bolsa de cuero y los dos carnés de identidad, juzgó que sería imprudente solicitar auxilio de las autoridades. Cogió de la mesilla de noche la guía de páginas amarillas y estudió la lista de investigadores privados. Pero un detective evocaba las viejas películas de Humphrey Bogart y parecía un anacronismo en esta edad moderna. ¿Cómo podría un tipo con trinchera y sombrero flexible ayudarle a recobrar la memoria?
Más tarde, con el viento entonando truenos en la ventana, Frank se tumbó para recuperar algo del sueño que había perdido durante la noche.
Pocas horas después, una antes del anochecer, se despertó súbitamente gimiendo y jadeando. El corazón le latía con furia.
Cuando se sentó y volteó las piernas sobre un lado de la cama, vio que tenía las manos húmedas y teñidas de escarlata. La camisa y los pantalones estaban manchados de sangre. Una parte, aunque sin duda no toda ella, era su propia sangre pues tenía profundos arañazos sangrantes en ambas manos. La cara le escocía, y en el baño descubrió ante el espejo dos largos rasguños en la mejilla derecha, uno en la izquierda y un cuarto en la barbilla.
Le fue imposible comprender cómo había podido ocurrir semejante cosa durante el sueño. Si él mismo se hubiese herido en un sueño frenético (y no podía recordar nada de ese estilo), o si alguien le hubiese arañado mientras dormía, se habría despertado al instante. Lo cual significaba que él había estado despierto cuando eso sucedió, luego se había tendido otra vez en la cama para volverse a dormir… y por fin había olvidado el incidente tal como olvidara su vida antes de lo del callejón, la noche anterior.
Frank volvió aterrado al dormitorio y miró en el otro lado de la cama; luego, dentro del armario. No estaba seguro de lo que buscaba. Tal vez un cadáver. No encontró nada.
La mera idea de haber matado a alguien le puso enfermo. Sabía que él no tenía capacidad para matar, salvo quizá en defensa propia. Siendo así, ¿quién le había arañado la cara y las manos? ¿De quién era la sangre que tenía encima?
De vuelta al baño, se quitó la ropa manchada y la enrolló en un apretado bulto. Se lavó la cara y las manos. Poco antes, había comprado un lápiz estíptico junto con los demás efectos para el afeitado; lo utilizó para detener la hemorragia de los arañazos.
Cuando se encontró con sus ojos en el espejo, los vio tan horrorizados que hubo de desviar la mirada.
Frank se puso ropa limpia y, abriendo la cómoda, cogió las llaves del coche. Temió lo que pudiera encontrar en el Chevy.
En la puerta observó, mientras descorría el pestillo, que ni el marco ni la puerta estaban manchados de sangre. Si él hubiese salido durante la noche para regresar después con las manos ensangrentadas no hubiera tenido los arrestos suficientes para limpiar la puerta antes de meterse en la cama. De cualquier forma, tampoco vio trapos ni papeles ensangrentados con los que hubiera podido hacer esa limpieza.
Fuera, el cielo era claro; el sol poniente, brillante. Las palmeras del motel se estremecían con un viento fresco y dejaban oír un murmullo constante subrayado por un ocasional castañeteo seco cuando las gruesas espinas de las hojas chocaban entre sí, como dentaduras de madera al cerrarse.
El pasillo de cemento, fuera de su habitación, no estaba manchado de sangre. El interior del coche no tenía ni una gota de sangre. Tampoco había sangre en la sucia esterilla de goma del portaequipajes.
Se quedó de pie ante el portaequipajes abierto mirando el motel bañado en sol y el aparcamiento, a su alrededor. Tres puertas más abajo un hombre y una mujer de unos veintitantos años descargaban su equipaje de un Pontiac negro. Otra pareja y su hija adolescente marchaban presurosos por el paseo cubierto, dirigiéndose, aparentemente, al restaurante del motel. Frank comprendió que no podía haber salido a cometer un asesinato y regresar empapado de sangre y a la luz del día sin que nadie le viera.
Otra vez en su habitación, se acercó a la cama y examinó las revueltas sábanas. Tenían manchas rojas pero no estaban ni mucho menos empapadas como hubieran estado si el ataque, cualquiera que fuese su naturaleza, hubiese tenido lugar allí. Desde luego, si toda la sangre fuese suya, se habría derramado más sobre la pechera de la camisa y los pantalones. Pero seguía sin poder creer que se hubiese arañado a sí mismo durante el sueño…, una mano hiriendo a la otra y ambas manos rasguñando la cara… sin despertar.
Además, le había arañado alguien con uñas afiladas. Sus uñas estaban romas, mordidas hasta la cutícula.
Capítulo 17
Al sur del Cielo Vista Care Home, entre Corona del Mar y Laguna, Bobby metió el Samurai en el rincón del aparcamiento de una playa pública. Él y Julie caminaron hasta la orilla.
El mar semejaba un mármol azul y verde, con finas venas grisáceas. El agua era oscura en los senos de las olas y más clara cuando éstas se alzaban para ser atravesadas por los rayos perezosos de un sol ya bajo. Las rompientes se movían en apretadas filas hacia la arena, grandes pero enormes, arrastrando coronas de espuma que el viento les arrebataba.
Varios surfistas con trajes impermeables negros maniobraban sus tablas hacia la cúspide de las olas, buscando una última cabalgada antes del crepúsculo. Otros, también con trajes impermeables, se sentaban alrededor de dos grandes enfriaderas tomando bebidas calientes de termos o Coors de lata. El día era demasiado frío para tomar el sol y, a excepción de los surfistas, la playa estaba desierta.
Bobby y Julie caminaron hacia el sur hasta encontrar un pequeño montículo alejado para escapar a las salpicaduras del agua. Se sentaron sobre la hierba que florecía en algunos trechos del arenoso y salado suelo.
Al fin, Julie habló y dijo:
– Un lugar como éste con una vista como ésta. No una casa grande.
– No tiene por qué serlo. Una sala, un dormitorio para nosotros y otro para Thomas…, tal vez una acogedora leonera forrada de libros.
– No necesitamos siquiera un comedor, pero me gustaría una cocina grande.
– Sí. Una cocina en donde se pueda vivir.
Ella suspiró.
– Música, libros, cocina casera de verdad, en lugar de la cochina comida tomada al vuelo, montañas de tiempo para sentarse en el porche y disfrutar de la vista… y nosotros tres juntos.
Ése era el resto del sueño: un lugar junto al mar, y seguridad económica suficiente para retirarse con veinte años de anticipación.
Una de las cosas que había unido a Bobby con Julie y viceversa era su conocimiento compartido de la brevedad de la vida. Todo el mundo sabía que la vida era demasiado corta, por supuesto, pero muchas personas apartaban esa idea de su pensamiento y vivían como si el mañana fuera interminable. Si la mayoría de la gente no pudiera engañarse a sí misma sobre la muerte no se preocuparía con tanta pasión por el desenlace de un partido de fútbol, el argumento de un serial, la verborrea de los políticos o las mil cosas que, en realidad, no significaban nada cuando se consideraba la inevitable caída de la noche infinita que tarde o temprano llegaba a cada uno. Esas personas no habrían podido soportar ni un minuto de espera en la cola del supermercado ni habrían sufrido horas y horas en compañía de pelmazos o locos. Tal vez hubiera un mundo más allá de éste, tal vez incluso el cielo, pero no podías contar con ello. Sólo podías contar con la oscuridad. En este caso, la ilusión era una bendición. Ni Bobby ni Julie podían considerarse desencantados de la existencia. Ella sabía disfrutar de la vida tanto como el que más, y también él, pero ninguno de los dos quería comprometerse con la frágil ilusión de la inmortalidad que servía a muchas personas como defensa contra lo impensable. Este conocimiento no se manifestaba en forma de ansiedad o depresión sino como una firme resolución de no pasar sus vidas en una tumultuosa actividad sin sentido, de encontrar un medio para financiar largos períodos de tiempo juntos en su pequeño y sereno remanso.