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– Señor Dakota -dijo al fin Manfred-. Está usted haciendo una pregunta errónea. Permítame formular las más interesantes en su lugar. ¿Qué come esta criatura? Bueno, para explicarlo de una manera sencilla para que pueda entenderlo cualquier profano…, come un amplio espectro de minerales, roca y tierra. ¿Qué expli…?

– ¿Cómo basura? -le interrumpió Clint.

– Ese es un modo aún más simple de expresarlo -respondió Manfred-. No muy preciso, cuidado, pero más simple. No sabemos todavía cómo asimila esas sustancias ni cómo extrae energía de ellas. Hay aspectos de su biología que podemos ver perfectamente claros, pero que siguen siendo misteriosos.

– Pensaba que los insectos comían plantas o se devoraban unos a otros…, o carne muerta -dijo Bobby.

– Así lo hacen -aseguró el entomólogo-. Esta cosa no es un insecto… y, en definitiva, ninguna otra clase de Phylum Arthropoda.

– A mí me parece un insecto -opinó Bobby, echando una ojeada al bicho parcialmente desmembrado y haciendo un involuntario gesto de asco.

– No -dijo Manfred-, esto es una criatura que, evidentemente, horada la tierra y la piedra, capaz de ingerir esa materia en trozos tan grandes como uvas. Y la siguiente pregunta es ésta: si es eso lo que come, ¿cómo son sus excrementos? Y la respuesta, señor Dakota, es que los excrementos son diamantes.

Bobby respingó como si el entomólogo le hubiese golpeado. Miró de reojo a Clint, quien parecía tan sorprendido como él. El caso Pollard había suscitado varios cambios en el griego y ahora le arrebataba su cara de póquer.

– ¿Dice usted que convierte la tierra en diamantes? -preguntó Clint, como si Manfred los estuviera tomando por idiotas.

– No, no -respondió Manfred-. El animal horada metódicamente las vetas de carbono y otras materias portadoras de diamantes hasta que encuentra las gemas, entonces las ingiere con su envoltura mineral, digiere esos minerales y hace pasar el diamante en bruto por la cámara pulidora, donde el vigoroso contacto con esos centenares de finas cerdas que revisten la cámara, elimina cualquier material extraño residual. -Mediante el bisturí señaló las partes del bicho que acababa de describir-. Luego expulsa el diamante en bruto por el otro extremo.

El entomólogo abrió el cajón central de su mesa, sacó un pañuelo blanco y, desplegándolo, mostró tres diamantes rojos, todos bastante más pequeños que el que Bobby llevara a Corvaire pero, probablemente, valorados en centenares de miles, tal vez millones, por unidad.

– Los encontré en diversos puntos del sistema de la criatura.

El mayor de los tres mostraba todavía una corteza mineral con motas pardas, negras y grises.

– ¿Son diamantes? -inquirió Bobby haciéndose el inocente-. No he visto nunca diamantes rojos.

– Ni yo. Así que fui a otro profesor, un geólogo que por casualidad entiende de piedras preciosas, y lo saqué de la cama a media noche para enseñárselos.

Bobby miró al presunto luchador irlandés de sumo pero el hombre no se movió de su butaca ni habló, de modo que no debía de ser el tal geólogo.

Manfred explicó lo que Bobby y Clint sabían ya: que aquellos diamantes escarlata figuraban entre las cosas más raras de la tierra…, mientras que ellos fingieron que todo aquello les parecía insólito.

– Ese descubrimiento fortaleció mis sospechas sobre la criatura, así que me fui derecho a la casa del doctor Gavenall y le desperté hacia las dos de la madrugada. Se puso un chándal y nos vinimos en seguida aquí, y aquí estamos desde entonces trabajando juntos e incapaces de dar crédito a nuestros ojos.

Por fin, el hombre robusto se levantó y avanzó hacia la mesa.

– Roger Gavenall -dijo Manfred, a modo de presentación-. Roger es genetista, un especialista en el ADN y muy conocido por sus proyecciones creativas de ingeniería genética a escala macroscópica que podrían significar un progreso concebible desde los conocimientos ordinarios.

– Lo siento -dijo Bobby-, pero me he perdido en «Roger es…» Temo que necesitaremos más de ese lenguaje profano.

– Soy genetista y futurista -explicó Gavenall. Extrañamente su voz era melódica, como la de un presentador de televisión dirigiendo un concurso-. Casi toda la ingeniería genética para un futuro previsible tendrá lugar a escala microscópica…, creando bacterias nuevas y útiles, reparando genes defectuosos en las células de los seres humanos para corregir las flaquezas hereditarias y atajar las enfermedades hereditarias. Pero algún día podremos crear especies inéditas de animales e insectos…, ingeniería a escala macroscópica; cosas útiles como voraces consumidores de mosquitos que eliminarán la necesidad de fumigar con Malathion las regiones tropicales, como Florida. Vacas cuyo tamaño será tal vez la mitad del de las vacas actuales y cuyo metabolismo será más eficiente, así que requerirán menos alimento y producirán mucha más leche.

Bobby quiso sugerir a Gavenall que considerara la posibilidad de combinar los dos inventos biológicos para producir una vaca pequeña que comiera cantidades ingentes de mosquitos y diera tres veces más leche. Pero mantuvo cerrada la boca, por estar seguro de que ninguno de los dos científicos apreciaría esa vena humorística. De cualquier modo, hubo de admitir que su inclinación a bromear con aquello fue un intento para disipar su profundo temor ante el creciente misterio del caso Pollard.

– Esta cosa -dijo Gavenall señalando el desmembrado bicho en la bandeja- no es nada creado por la Naturaleza. A todas luces es una forma de vida «construida», tan asombrosamente funcional en cada aspecto de su biología que resulta ser ante todo una máquina biológica. Una excavadora de diamantes.

Usando un fórceps y el bisturí, Dyson Manfred dio la vuelta al insecto que no era insecto para que pudieran ver el caparazón negro azabache orillado de marcas rojas. Bobby creyó oír movimientos sigilosos en muchas partes del despacho y deseó que Manfred dejara entrar luz del sol en la habitación, pues las ventanas estaban cubiertas por persianas interiores de madera, cuyas tablillas estaban completamente cerradas. A los bichos les gustaban la oscuridad y las sombras, y aquellas lámparas no parecían lo suficientemente resplandecientes para coartarles e impedirles escurrirse fuera de los cajones planos para pasearse por sus zapatos, trepar por sus calcetines y meterse en las perneras de su pantalón.

Dejando colgar su vientre pendular sobre la mesa y señalando el orillo carmesí del caparazón, Gavenall dijo:

– Alentados por un presentimiento que compartimos Dyson y yo, mostramos una copia de este dibujo a un colega en el departamento de matemáticas, quien confirmó que esto es un código binario evidente.

– Como el código universal de productos que aparece en todo cuanto compramos en los ultramarinos -explicó el entomólogo.

– ¿Quiere decir usted que estas marcas rojas son el número del bicho? -preguntó Clint.

– Sí.

– ¿Como…, bueno, como una matrícula de coche?

– Más o menos -dijo Manfred-. No hemos cogido todavía un fragmento del material rojo para analizarlo, pero sospechamos que resultará ser una materia cerámica pintada en el caparazón mediante un procedimiento u otro, por ejemplo rociándolo.

– En algún lugar hay numerosas cosas de éstas excavando laboriosamente para buscar diamantes, diamantes rojos, y cada una lleva un número codificado de serie que identifica a quienquiera que las creara y las pusiera a trabajar -explicó Gavenall.

Durante un momento, Bobby forcejeó con aquel concepto intentando encontrar algún modo de verlo como una parte del mundo en que vivía, pero no lo halló.

– Vale, doctor Gavenall, usted mismo es capaz de concebir criaturas construidas así…

– Yo no puedo haber concebido esto -replicó, inconmovible, Gavenall-. Jamás se me habría ocurrido. Sólo puedo reconocerlo como lo que es, como lo que debe ser.

– Está bien. No obstante, usted lo reconoce como lo que debe de ser, es decir, algo que ni Clint ni yo podríamos haber hecho. Así que ahora dígame: ¿quién podría hacer algo como esta maldita cosa?