Manfred y Gavenall cambiaron una mirada significativa y guardaron silencio durante un rato como si conocieran la respuesta a esa pregunta pero no quisieran divulgarla. Por fin, bajando la voz de presentador de concursos hasta darle un tono más melifluo, Gavenall dijo:
– El conocimiento sobre ingeniería genética requerido para producir esta cosa es todavía inexistente. Distamos aún mucho de poder…, poder…, distamos mucho.
– ¿Cuánto tiempo habrá de pasar para que el avance de la ciencia haga posible esta cosa? -dijo Bobby.
– No hay forma de dar una respuesta concreta -contestó Manfred.
– Conjetúrenlo.
– ¿Décadas? -sugirió Gavenall-. ¿Un siglo? ¡Quién sabe!
– Aguarde un minuto -saltó Clint-. ¿Qué está usted diciéndonos? ¿Que esta cosa proviene del futuro? ¿Que mediante alguna…, alguna deformación del tiempo ha llegado del próximo siglo?
– Eso, o bien… que no proviene en absoluto de este mundo -dijo Gavenall.
Aturdido, Bobby miró el bicho con no menos repugnancia, pero mostrando bastante más asombro y respeto que antes.
– ¿Creen ustedes de verdad que esto podría ser una máquina biológica creada por la gente de otro mundo? ¿Un artefacto alienígena?
Manfred movió los labios pero no emitió ningún sonido, como si pensar sobre lo que iba a decir le hubiese dejado sin habla.
– Sí -asintió Gavenall-, un artefacto alienígena. Eso me parece más probable que la posibilidad de que nos llegara dando tumbos atravesando algún agujero en el tiempo.
Mientras Gavenall hablaba, Dyson Manfred continuó moviendo la boca en un intento vano de romper el silencio que le atenazaba; sus agitadas mandíbulas le dieron el aspecto de una mantis religiosa masticando un horripilante almuerzo. Cuando las palabras le brotaron al fin, llegaron en avalancha:
– Quede bien entendido que no les devolveremos éste espécimen. Como científicos seríamos verdaderos insensatos si permitiésemos que esta cosa increíble permaneciera en manos de profanos; debemos protegerla y preservarla, y así será aunque hayamos de hacerlo por la fuerza.
La actitud desafiante enrojeció el rostro pálido y angular del entomólogo dándole un aspecto saludable por primera vez desde que Bobby lo había conocido.
– Incluso por la fuerza -repitió.
Bobby tuvo la certeza de que él y Clint podrían zurrar a aquel palillo humano y a su rotundo colega. Pero no había ninguna razón para hacerlo. No le importaba que ellos guardaran la cosa en la bandeja de laboratorio…, siempre y cuando se atuvieran a unas simples reglas básicas sobre la forma y fecha de hacer público aquel asunto.
Todo cuanto quería hacer de momento era abandonar aquel insectario y salir al sol y al aire fresco. El siseo proveniente de los cajones de especimenes, aun siendo imaginario, se hizo cada vez más sonoro y frenético. Su entomofobia terminaría arrebatándole la poca razón que le quedaba y le haría lanzar alaridos por toda la habitación. Se preguntó si su ansiedad sería visible o si tenía el suficiente dominio de sí mismo para disimularla. Una gota de sudor resbalándole por la sien izquierda le dio la respuesta.
– Seamos absolutamente francos -dijo Gavenall-. Nuestra obligación con la ciencia no es lo único que nos exige la conservación de este espécimen. La revelación del hallazgo nos procurará prosperidad, tanto académica como económica. Ninguno de nosotros dos es una mediocridad en su campo, pero esto nos proyectará a las alturas, a la cima, y por tanto estamos dispuestos a hacer cuanto sea necesario para proteger aquí nuestros intereses. -Sus ojos azules se contrajeron y su boca abierta de irlandés se cerró como una trampa-. No estoy diciendo que mataré para conservar ese espécimen…, pero tampoco digo que no sea capaz de hacerlo.
Bobby suspiró:
– Yo he hecho numerosas investigaciones para la universidad sobre los antecedentes de aspirantes a la facultad, y por eso sé que el mundo académico puede ser tan competitivo, maligno y sucio como el político o el comercial. E incluso más. No pienso luchar por esto, pero necesitamos llegar a un acuerdo sobre el momento de hacerlo público por parte de ustedes. No quiero verles hacer nada que atraiga la atención de la prensa hacia mi cliente mientras no hayamos resuelto su caso y estemos seguros de que él se encuentra…, fuera de peligro.
– ¿Y cuándo será eso? -preguntó Manfred.
Bobby se encogió de hombros.
– Dentro de un día o dos. Tal vez una semana. Dudo que se prolongue mucho más.
El entomólogo y el genetista se miraron radiantes. Evidentemente, la noticia les encantaba.
– Eso no será problema -dijo Manfred-. Nosotros necesitaremos mucho más tiempo para acabar de estudiar el espécimen, preparar nuestro primer informe para su publicación y concebir una estrategia a fin de tratar con la comunidad científica y los medios de comunicación.
Bobby imaginó haber oído cómo uno de los cajones planos del archivador a sus espaldas se abría impulsado por el torrente vil de bullentes cucarachas de Madagascar.
– Pero me llevaré esos tres diamantes -dijo-. Son muy valiosos y pertenecen a mi cliente.
Manfred y Gavenall vacilaron, intentaron formular una protesta pero se avinieron sin tardanza. Clint cogió las piedras y las envolvió de nuevo en el pañuelo. La rápida capitulación de los científicos convenció a Bobby de que éstos habían encontrado en el bicho más de tres diamantes, tal vez cinco, lo cual les dejaría con dos piedras para sustentar su tesis respecto a los orígenes y la finalidad del bichejo.
– Necesitaremos conocer a su cliente, entrevistarle -dijo Gavenall.
– Eso depende de él -respondió Bobby.
– Es esencial. Debemos entrevistarle.
– La decisión será suya -dijo Bobby-. Ustedes han conseguido casi todo lo que buscaban. Si él accede, lo habrán conseguido todo. Pero ahora no le presionen.
El hombre robusto asintió.
– Me parece justo. Sin embargo, dígame: ¿dónde encontró él esta cosa?
– No lo recuerda. Sufre amnesia. -Ahora el cajón a sus espaldas se abrió. Pudo oír los caparazones de las inmensas cucarachas entrechocando unos con otros mientras los animales surgían de su encierro y descendían por el archivador para bullir alrededor de sus pies-. Debemos irnos -dijo-. No podemos perder ni un minuto más. -Y abandonó presuroso el despacho esforzándose por que no pareciera que luchaba por su vida.
Clint le siguió, y también lo hicieron los dos científicos. En la puerta principal Manfred dijo:
– Quizá les dé la impresión de que deseo escribir crónicas para algún periódico sensacionalista, pero si lo que llegó a poder de su cliente es un artefacto alienígena, ¿creen ustedes que lo consiguió dentro de…, bueno, de una nave espacial?
Esas personas que aseguran haber sido secuestradas y obligadas a sufrir un reconocimiento a bordo de naves espaciales…, parecen haber pasado siempre por un período de amnesia antes de descubrir la verdad.
– Esas personas son lunáticos o farsantes -dijo con sequedad Gavenall-. No nos es permisible asociarnos con ese tipo de cosas. -Frunció el ceño y agregó-: A menos que en este caso sea cierto.
Volviéndose hacia ellos desde el porche y agradecido por hallarse fuera, Bobby dijo:
– Tal vez lo sea. He llegado a un extremo en que creeré cualquier cosa mientras no se demuestre lo contrario. Pero les diré esto: según mi impresión, lo que le está ocurriendo a mi cliente, sea lo que fuere, es mucho más extraño que un secuestro por alienígenas.
– Mucho más -le coreó Clint.
Sin más explicaciones, ambos descendieron por el camino de entrada hasta el coche. Bobby abrió su puerta y se quedó inmóvil por un momento, sin ánimos para entrar en el Chevy de Clint. ¡La suave brisa soplando desde las colinas de Irvine resultaba tan pura después del aire rancio en el estudio de Manfred…!
Se llevó la mano al bolsillo y tocó los tres diamantes.
– Mierda de bicho -murmuró.