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David Mendoza era un próspero comerciante cuyo negocio consistía en importar sedas, lanas y alfombras de Persia, China y Turquía, para luego venderlas en su tienda de Broad Street, cerca de la oficina de correos. La mansión estaba ubicada en Maiden Lane.

Tanto Matthias, el mayor, como Amos, el segundo, trabajaban en el negocio del padre.

Matthias se había casado con Caty da Silva hacía año y medio, y Amos con Hannah Frank un año después; una vez casados, ambos decidieron montar su propio negocio. Matthias residía ahora en una casa a la izquierda de la mansión paterna, y Amos en otra a la derecha.

La madre de Mariana sufrió la primera crisis en el mes de diciembre. Lilly, la doncella, corrió a casa de su amiga Gretel porque el doctor Jacoby se hallaba en Haarlem visitando a sus pacientes. No tardó en acudir a la mansión un hombre alto, de pelo cano y ojos oscuros y penetrantes: el doctor Peter Tonneman. Mariana sabía quién era porque lo había espiado a través de la ventana de su consulta durante todo el año. Por la manera en que la miró el día que visitó a su madre, Mariana dedujo que el viejo doctor la había reconocido.

Cuando hubo conseguido que Leah recobrara el sentido, y después de que ésta se durmiera, el doctor Peter cogió a Mariana por el codo y dijo:

– Bien, jovencita; se parece usted mucho a un mozalbete de cuya compañía disfruto desde hace meses.

Mariana estaba ocupada con una botella de tónico que el doctor había sacado de su bolsa negra.

– No sé de qué me habla, señor. -Su madre seguía muy pálida-. ¿Se pondrá bien mi madre?

– Tendrá que permanecer en cama. Y no le convienen disgustos. -Sonrió-. Es una lástima que no sepa de qué le hablo, porque estaba decidido a invitar a ese chico a pasteles y chocolate la próxima vez que le viera.

– Creo que le gusta la cerveza.

El viejo médico echó a reír.

– Pues le invitaré a cerveza.

Cuando el muchacho volvió a espiar a través de la ventana de la consulta del doctor Tonneman, éste lo invitó a entrar. Mariana confesó rápidamente su engaño y su fascinación por la medicina mientras bebía la cerveza, tratando de no hacer ninguna mueca por el sabor amargo. Tonneman se comprometió a darle lecciones de medicina y no desvelar el secreto. Desde entonces, Mariana bebió chocolate y trabó buena amistad con el doctor. Cuando éste no pudo escribir porque ya le temblaba demasiado la mano, Mariana lo hizo por él.

El 23 de abril, después de que Paul Revere llegara de Boston con la noticia de lo ocurrido en la batalla de Bunker Hill, un amigo de Ben, Joel Higgins, el hijo del albañil, recibió un golpe de bayoneta en la pierna izquierda durante una incursión nocturna de los Hijos de la Libertad en el arsenal inglés. Mariana condujo a Ben y Joel a la consulta del doctor Tonneman mientras los soldados ingleses continuaban la persecución de los Hijos por las calles. El viejo médico limpió y cosió las heridas de Joel.

Mariana se encargó del vendaje. El doctor Tonneman reconoció, para orgullo de la muchacha y desconcierto de Ben, que se sentía muy orgulloso de su alumna y admitió que el vendaje era un excelente trabajo.

Los cuatro conversaron hasta el amanecer sobre la causa, mientras bebían chocolate adulterado con un poco de ron; los cuatro fueron conscientes de que la guerra en pos de la libertad había empezado.

14

Jueves 15 de noviembre. Mañana

El alguacil Goldsmith pasó la mañana como de costumbre, es decir, efectuando la ronda por el distrito periférico, empezando al pie de Catherine Street cerca del East River y Cherry Street, siguiendo por Division Street y Orchard, luego por Delancy Square, Bullock; cruzaba a continuación Bowery Lane para avanzar por Mary Street hasta llegar a Bayard Street. Desde allí el alguacil emprendió el camino hacia el Collect, esperando ser recibido con una taza de sopa caliente. Ceñida a la espalda llevaba una bolsa de piel donde guardaba alimentos; decidió no comerlos todavía por temor a quedarse sin nada para más tarde. Goldsmith no recordaba un invierno tan prematuro como ése; le pareció un mal agüero.

La zona abierta alrededor del estanque ofrecía escasa protección contra el tempestuoso viento, aun a pesar de las colinas vecinas. Se ciñó la bufanda de lana gris alrededor del cuello y se sujetó el sombrero. A pesar del frío, la nieve había desaparecido por completo, y aunque le dolían los pies, los tenía secos, lo que era una bendición.

La ciudad de Nueva York se dividía en siete distritos: el sur y el de los muelles cubrían la zona de Manhattan; el oeste la zona de North River; el norte, el este y el Montgomery abarcaban el área central de la ciudad. El distrito periférico, de cuya seguridad era responsable Goldsmith, empezaba en el extremo más alejado del estanque Collect.

Por la noche, cinco serenos -tres a jornada completa y dos a media jornada- rondaban por la zona para asegurarse de que no ocurría nada malo, además de encargarse de comunicar la hora a los vecinos. El Collect era en verdad tierra de nadie, donde sólo vivían los negros; sin embargo, desde que la ciudad había comenzado a perforar la tierra en busca de agua, y desde que se había iniciado la construcción del hospital en el extremo norte de Catherine Street, Goldsmith tenía orden de incluir esa zona en sus rondas. Eso sucedió antes de que apareciera la doncella decapitada. «Menuda broma; ésa no era una doncella.» Desde ese día, Goldsmith vigilaba con especial interés el Collect.

Cuando llegó al cruce entre Cross y Magazine Streets, fue recibido por el hedor del foso situado en esta última calle. Conteniendo la respiración, se encaminó hacia la excavación, que había sido parcialmente cubierta con tablones por orden expresa del alcalde. Satisfecho porque los tablones no habían sido tocados y nadie más había sido arrojado a la fosa, decidió seguir su camino hacia la zona norte.

– ¿Tiene frío, señor alguacil? -preguntó Elías Goodsell, uno de los empleados de la empresa Van Pelt.

Goldsmith le saludó con la mano, pero no respondió.

Aunque todo parecía en orden en las cabañas del Collect, Goldsmith sabía que existía una vida subterránea muy activa.

La ronda le llevó a las dos cabañas de brea en el extremo norte del camino. La demanda de brea respondía a necesidades tan diversas como el recubrimiento de madera en zonas expuestas, ungüentos, lociones, jabones o vapores medicinales para afecciones pulmonares. A la derecha empezaba el campamento de los soldados, una colección de cabañas y tiendas que se extendían por Bayard Street hasta la mansión Bayard. En el campamento reinaba el silencio. Probablemente los soldados estaban haciendo instrucción en el Common, o bien una de esas marchas que tanto gustaban a los sargentos, o tal vez estaban bebiendo en las tabernas para entrar en calor.

Goldsmith se acercó a la hoguera que ardía detrás de las cabañas para calentarse las manos. Consiguió calentarlas, pero a un alto precio; el humo que inhaló, mezcla de brea y madera conífera, le provocó un acceso de tos. Finalmente decidió entrar en la cabaña más próxima.

No había nadie. La cabaña se componía de una única habitación, donde se guardaba la brea hasta que era transportada a alguna otra parte. En el suelo, justo en el centro, ardía un fuego demasiado débil para calentar. En el centro de la lumbre se había colocado una piedra sobre la cual descansaba un puchero. El alguacil dejó la bolsa encima de una gran aduja de cuerda y se sentó al lado.

Había decidido comer una manzana cuando apareció Quintín. El negro que había acompañado a los médicos al Collect el día anterior permaneció de pie en el umbral de la puerta, con el sombrero raído en la mano.

– Buenos días, señor Daniel.

– Buenos días, Quintín. Ponte el sombrero o se te enfriará la cabeza.