– Que tenga usted un buen día, señor Rivington.
– ¿Puedo servirle en algo más antes de que se vaya? ¿Papel? Quizá quiera algún libro. ¿De medicina, tal vez? ¿O un cuento para niños?
– De momento no deseo nada más. Ya tengo libros de medicina. En cuanto a lo del cuento… no estoy casado, de modo que no tengo la suerte de tener hijos.
– Bueno, creo poder ofrecerle lo que necesita. Acabo de adquirir una bellísima edición de Los viajes de Gulliver.
– Gracias, pero durante estos últimos siete años Gulliver y yo hemos compartido más de una tarde en Londres.
– Entonces, que tenga usted un buen día, señor Tonneman. Gracias por el encargo.
– Ay, le debo el ejemplar del Gazetteer.
Rivington negó con la cabeza.
– Para un anunciante, el ejemplar es gratis.
– Gracias de nuevo -dijo Tonneman dirigiéndose hacia la puerta.
Se detuvo un momento en la acera delante del taller de impresión para echar una ojeada al periódico.
Excepto la nota que comunicaba que el viernes anterior, 10 de noviembre, el congreso continental había constituido un cuerpo de infantería de marina, el resto de noticias era de escaso interés. Ojeó la primera página de los anuncios.
Uno le llamó la atención; lo leyó atentamente:
«CINCO DÓLARES DE RECOMPENSA
»Para quien devuelva a una criada escocesa llamada Jane McCreddie. Tiene veinticinco años, mide metro setenta, pelirroja, bonita, pero con marcas de viruela. Habla con acento escocés; llegó el pasado septiembre de Greenock. En el momento de su desaparición llevaba un vestido corto de rayas verdes, rojas y amarillas; unas enaguas acolchadas verdes, una cofia nueva de satén negro con lazos azules y amarillos en la corona. Lo más destacable es que tiene una cicatriz en la mano.
»ESCRIBAN A J. RIVINGTON, IMPRESOR.»
16
Jueves 16 de noviembre. Mañana
Tonneman entró de nuevo en el taller de impresión y sin más preámbulos anunció:
– La chica asesinada cerca del Collect -señaló con el dedo el anuncio- llevaba las ropas que aquí se dice pertenecían a una criada escocesa llamada Jane McCreddie.
Rivington salió de detrás de la máquina y se acercó a Tonneman. Los dos chicos levantaron la mirada, llenos de curiosidad. El señor Morton, impasible, había regresado al libro de cuentas.
El gato bostezó y se desperezó para desaparecer detrás de una pila de paquetes.
– Ah, será de David Wares, de Yorkshire, el dueño de la taberna Cross Keys. Se pondrá furioso cuando se entere. Por lo que explicó, la pagaba muy bien porque era bonita y muy buena camarera. -Rivington meneó la cabeza-. Le enviaré un mensaje…
– No se moleste; yo mismo se lo comunicaré…
Tonneman se sorprendió de sí mismo. Admitía ser curioso por naturaleza. Pensó en ponerse en contacto con Goldsmith, dado que era el más indicado para encargarse del caso.
Tonneman salió de la imprenta y permaneció un rato inmóvil en Hanover Square, absolutamente desconcertado. Hacía mucho frío en Nueva York, mucho más de lo que él recordaba. Quizá se hacía viejo; el frío le calaba hasta los huesos. Además, a pesar de su vitalidad, Nueva York parecía más triste.
El rostro de sus habitantes era más severo. La mayor parte de las tiendas se hallaban cerradas. Gretel le había contado -de hecho, él ya lo había presenciado- que grupos de insurrectos se echaban periódicamente a la calle en busca de pelea o bien de algún tory a quien acosar. Un tercio de la población, intimidado por la violencia y temiendo lo peor, había hecho las maletas y abandonado la ciudad.
Un gobierno rebelde compuesto de un congreso provincial y comités para todo se encargaba de dirigir la colonia sin demasiada dirección porque nadie quería ponerse en la línea de fuego.
El gobernador real, William Tryon, después de haber permanecido en Inglaterra una temporada por problemas de salud había regresado a Nueva York en junio para encontrarse con que durante su ausencia la ciudad se había politizado por completo. El congreso provincial ignoraba sistemáticamente sus órdenes; peor aún, los Hijos de la Libertad y otros grupos rebeldes le insultaban abiertamente, lo que constituía una seria amenaza para su integridad física.
Poco antes de que Tonneman llegara a Nueva York, Tryon se había refugiado en la fragata Duquesa de Gordon, atracada en el puerto bajo la protección de los nueve cañones del buque Asia. Gretel afirmaba que la Duquesa de Gordon trasladaba a Tryon hasta el estrecho para luego volver a bajar, y que cada vez que el cobarde gobernador llegaba a tierra, espiaba su pequeño reino a través del catalejo.
Ésa era, pues, la Nueva York de Tonneman: el hogar legítimo del gobierno del rey y también del rebelde. Circulaban rumores de que Nueva York se convertiría en una ciudad con guarnición inglesa, o bien sería destruida.
El jueves anterior, 9 de noviembre, el mismo día que se constituyó el cuerpo de infantería de marina, se habían celebrado nuevas elecciones. La gente no sabía qué facción votar, puesto que, ganara la que ganara, el peligro era manifiesto; si se votaba a favor del delegado rebelde, probablemente la Corona se vengaría; si se votaba a un tory, los Hijos y demás rebeldes actuarían con contundencia.
Tonneman tenía claro que era mejor no tomar partido por nadie. Ese día, el sol otoñal no calentaba demasiado, aunque daba abundante luz. En los comercios de la plaza que seguían abiertos había mucha animación, a pesar de que la clientela era escasa.
Hanover Square, situada cerca del mercado Old Slip y a sólo una manzana de los muelles, era una zona muy cara, o por lo menos lo había sido antes de que comenzaran las revueltas. El precio de los alquileres había ascendido a dos dólares al mes. En un futuro no muy lejano, no obstante, la situación podía cambiar sustancialmente.
Tonneman consultó el reloj. Por primera vez en mucho tiempo se sintió inquieto. En la caja trasera del reloj guardaba un mechón de Abigail que nunca había tenido el valor de tirar. Se sonrojó al pensar en ella. Sólo eran las once. Se había citado con Jamie a mediodía en el café Burns de Broadway, enfrente de Bowling Green. Le quedaba aún una hora para familiarizarse con la ciudad.
En un quiosco de la plaza se anunciaban las llegadas y salidas de barcos, paquebotes y diligencias. En un panel había un folleto que informaba de que, por dos chelines, un tal H. Gaine vendía información sobre los actos del congreso continental.
Tonneman apartó la mirada. Él era médico y por consiguiente la política de las colonias no le concernía.
– ¿Es usted el señor Tonneman? -preguntó un chico negro de unos nueve años, vestido con unos calzones de satén escarlata, una capa negra y una peluca blanca.
– ¿Qué quieres, chico?
– Mi señora -dijo señalando con un gesto muy cortesano un carruaje pequeño y elegante estacionado al otro lado de la plaza-, desea hablar con usted.
El muchacho hizo una reverencia; más que una persona, pareció una marioneta. De hecho, no era una persona, sino un esclavo o, a lo sumo, un criado cuya comida anual probablemente costaba menos que el vestido escarlata que llevaba.
Tonneman entornó los ojos para protegerlos del sol. En la portezuela del carruaje distinguió un escudo de familia: unas espadas cruzadas, una corona en el centro y un halcón en la parte superior. El chico ya había iniciado el camino de vuelta al vehículo. Los soldados con uniforme rojo se mezclaban con los civiles. En la ciudad se respiraba una calma tensa, existía una especie de corriente subterránea que Tonneman empezaba a percibir. Se dijo que quizá había vivido demasiado tiempo en Londres.