Apenas se percató de que ya comenzaba a oscurecer. Durante los meses de frío, anochecía más temprano. La farolas de Broadway ya estaban encendidas cuando se reunió con los serenos en Cross Street; antes de despedirse de ellos, les contó lo que Quintin le había explicado para que estuvieran alerta ante cualquier soldado sospechoso.
El alguacil empezó a pensar en la cena. Dadas las circunstancias, probablemente sólo tomaría caldo de pollo con fideos, aunque eso era mucho más de lo que la mayoría podía comer, se dijo, excepto, naturalmente, los ricos. Goldsmith tenía la espalda entumecida y le dolían los pies; no obstante, debería posponer la cena y el descanso hasta que hubiese contado a alguien con autoridad lo que Quintin le había comentado. Sólo después de haber cumplido con su deber podría comer y dormir en paz.
Le adelantaron varios carros y caballos cargados con muebles y enseres domésticos. La gente abandonaba la ciudad poco a poco. No sólo se marchaban los ciudadanos de clase media, sino también los ricos, pues ni siquiera éstos, con todo su dinero, podían evitar la guerra. Goldsmith estaba seguro de que su padre habría atribuido la situación a la ira de Jehová. Por suerte, él no creía en esa clase de supersticiones.
De repente reconoció un carruaje; llevaba el escudo de la familia López.
– ¡Jacob! -llamó al conductor.
Jacob Lemco, un hombre de profundas creencias religiosas, era primo de su esposa, Deborah. Tiró de las riendas.
– ¿Adónde vais?
– A Rhode Island, en Newport, si Dios quiere. Sólo los niños y la niñera.
Las cortinas de terciopelo marrón de la ventanilla se corrieron ligeramente, y Goldsmith descubrió unos ojos claros que lo observaban. Saludó con la mano y dio una palmada al caballo.
– Sigue tu camino, Jacob. Que tengáis buen viaje.
– Si Dios quiere.
Mientras contemplaba cómo el carruaje se alejaba, Goldsmith se preguntó si debería enviar a su esposa e hijos a Flat-Bush, donde su primo Salomón tenía una granja.
Una ráfaga de viento levantó del suelo una nube de octavillas; Goldsmith cogió una. Colocándose debajo de una farola, la leyó: «¿Quién puede vivir sin libertad?» Dobló el papel y se lo metió en la manga. Ya lo leería más tarde, en casa. Esas palabras revestían gran trascendencia para él.
Cuando llegó a Rutgers Hill, ya estaba demasiado cansado y hambriento para seguir reflexionando. Golpeó la puerta principal, al tiempo que se decía que habría sido mejor ir directamente a la consulta.
Gretel lo recibió con una amplia sonrisa.
– Hola, herr Goldschmidt. Herr Tonneman ha salido, y también herr Jamison.
– ¿Me permite entrar y sentarme ante la chimenea un rato?
– Vaya, tiene usted muy mala suerte. El fuego está apagado. No obstante, herr Jamison dejó este Zettel para usted. -Le tendió el trozo de papel donde él había escrito antes-. Acompáñeme a la cocina, allí podrá calentarse.
El mensaje escrito por Jamison rezaba: «El doctor Tonneman y yo estaremos en el café Burns de Broadway enfrente de Bowling Green.»
– Siéntese -invitó Gretel-. Le serviré un poco de jamón y pan.
Con ciertas reservas al saber que los dos médicos le esperaban, y que su esposa y suegra le tenían la cena preparada, y a pesar de acordarse de su padre y la religión de éste, Goldsmith aceptó gustoso la invitación de la alemana y comió cerdo.
20
Jueves 16 de noviembre. Noche
Las camareras encendieron las velas de las mesas mientras el tabernero se ocupaba de hacer lo mismo con los candelabros de la pared.
Tonneman se había pasado ya a la cerveza. Oso Bikker no había terminado aún el chocolate.
– Soy -decía el granjero mientras sorbía la bebida- el último de los Bikker. -Tendió la carta a Tonneman-. Mira aquí, ya verás.
– Estoy seguro de que me confundes con otra persona. Sólo tengo constancia de la existencia de un primo lejano que residía en Peeks-Kill. Tenía unos veinte años más que yo. Se casó, aunque no tengo ni idea de cómo se llama su esposa ni dónde vive, si es que vive.
Debido a la insistencia de Bikker y para no mostrarse grosero, Tonneman cogió la carta y la abrió. Estaba escrita en un idioma extranjero. El médico sacudió la cabeza.
– No entiendo el holandés. -Le devolvió la carta.
Bikker tomó otro sorbo de chocolate.
– Yo te la traduciré -se ofreció con una amplia sonrisa.
Tonneman miró alrededor. «¿Dónde demonios estará Jamison? Se retrasa demasiado. Deben haberle entretenido en el King's College.»
La taberna estaba llena a rebosar. La gente se apiñaba en los reservados, y se les oía discutir acaloradamente.
Bikker tuvo que alzar la voz.
– Dice que debo estar orgulloso de mi familia, que descendemos de Pieter Tonneman, el último explorador de Nueva Amsterdam y el primer sheriff de Nueva York.
Tonneman se quedó mudo de asombro.
– Yo también desciendo de Pieter Tonneman. ¿Sabes cómo le llamaban los ingleses?
– ¿Que si lo sé? El Holandés.
Con esa respuesta Tonneman se dio por vencido.
– Pues sí, el Holandés. -Le tendió la mano-. Entonces somos primos.
Se estrecharon la mano. Bikker estaba radiante de felicidad. Tonneman, a pesar de haber aceptado ese vínculo familiar, decidió no abrirse excesivamente.
En ese momento Jamie surgió de entre la espesa capa de humo, abriéndose paso a través de los apretados grupos de hombres. Tonneman se puso en pie y le saludó con una mano, mientras con la otra agarraba la silla para que nadie se la quitara.
Bikker se sintió de repente incómodo; se levantó y se puso la mochila en la espalda.
– Me alegro de saber que tengo un primo. Ahora que ha llegado tu amigo, es mejor que me vaya.
– Siéntate, Oso. Encontraremos otra silla.
– Voy a buscarla -anunció Bikker, ilusionado y desapareció entre la multitud en el instante en que Jamison llegaba a la mesa.
– Me temo que nos hemos metido en una madriguera de rebeldes irritados -comentó-. No importa; puede resultar muy interesante. -Se sentó y se quitó la capa. Tonneman se percató de que su amigo tenía carmín en la camisa y que olía a perfume de rosas-. Por fin he terminado mi visita al King's College; incluso me he visto obligado a examinar el solar donde se construye el nuevo hospital. ¿Qué puede decirse ante un montón de ladrillos y piedras cuando uno ya ha dicho por enésima vez «muy interesante»? Luego me invitaron a tomar un café en la taberna Cabeza de la Reina, y no pude negarme. Ese Fraunces posee una extraordinaria colección de espadas africanas. ¿Las has visto alguna vez?
– Creo recordar que no.
– Tienen el filo dentellado, supuestamente para que el corte sea más eficaz.
Tonneman tomó aire y luego recorrió con el dedo la mancha de carmín en la camisa de su amigo.
– Te creo, Jamie, por supuesto que te creo. Has estado todo el rato examinando ladrillos y piedras y después sentado en la taberna contemplando espadas.
Jamie rió socarrón.
– Bueno, también me he dedicado à la femme. He descubierto una agradable mélange de damas no muy lejos del College.
– Creía que habías abjurado de las mujeres de alquiler y que te enorgullecías de tus dotes de seducción y persuasión.
Jamie lanzó un suspiro burlón.
– Allá donde fueres, haz lo que vieres. Te aseguro que mi…
Le interrumpió un grito. El gigante Bikker sostenía en alto un taburete con la mano derecha y con la izquierda un cubo, mientras trataba de abrirse camino hacia la mesa.