Jamie siguió la dirección de la mirada de Tonneman.
– ¿Quién es esta aparición?
Tonneman esbozó una sonrisa.
– Éste -respondió con tono solemne, mientras Bikker dejaba el taburete en el suelo, ajeno a cuantos le rodeaban- es mi pariente William Bikker, de Haarlem. Primo, éste es mi amigo el doctor Arthur Jamison. -Dio una palmada a Jamie-. Se llama Oso.
– No me extraña. -El inglés le tendió la mano, escrutando a su colega para averiguar si se trataba de una broma-. Soy Jamie.
– Encantado de conocerte, Jamie. -Bikker agitó la mano de Jamie como si estuviera bombeando agua. Finalmente depositó el cubo sobre la mesa-. Ostras fritas, os invito.
La camarera se detuvo ante la mesa portando una bandeja con un jarro de cerveza, tres jarras y tazones con manitas de cerdo, remolacha y nueces adobadas. Jamie y Tonneman sacaron sendos monederos.
– Nada de eso -dijo Oso-. Vuestro dinero no es bien recibido en esta mesa. Hoy no; no el día que he conocido a mi primo, el ilustre ta-ta-ta-ranieto del Holandés, el sheriff Pieter Tonneman.
Tonneman, hambriento como un lobo, devoró la comida en un santiamén, encantado de ver que Jamie trataba a ese supuesto primo con suma cordialidad. A pesar de no haber bebido mucho, Tonneman se sintió algo embriagado. También experimentó una grata sensación de liberación. Se hallaba en casa, ejerciendo sus derechos de nacimiento. Había conocido a un pariente que hasta la fecha desconocía. Por primera vez después de romper con Abigail, se sentía satisfecho.
De repente alguien exclamó:
– ¡Hermanos de la Libertad!
Tonneman y Oso se volvieron para ver quién hablaba. Se trataba de un hombre de la edad de Tonneman, ataviado con un delantal de carnicero. Todo el mundo guardó silencio.
– ¡Ya hemos demostrado nuestra madera de luchadores en Lexington!
– ¡Bravo, bravo! -aplaudieron los congregados.
– ¿Estabas tú allí, carnicero? -murmuró Jamie.
– ¡Y seguiremos demostrando nuestro valor una y otra vez, si es necesario, hasta el día del Juicio Final!
– ¡Eso es! -exclamó Oso dando un puñetazo en la mesa. Las conchas vacías de las ostras se derramaron por el suelo.
– El día del Juicio Final puede llegar antes de lo que creen -comentó Jamie-. Tonneman, amigo, éste no es lugar para un inglés. -Hizo ademán de levantarse.
Su amigo le agarró del brazo y le obligó a sentarse. Quería saciar su curiosidad.
– Escuchemos lo que este hombre ha venido a decir.
– Si los patriotas caen heridos y mueren en Massachussetts, no puede estar muy lejos el día que los patriotas caigan heridos y mueran en Nueva York.
– Amén -exclamó alguien.
– Amén, amén -asintieron los congregados en el café.
El hombre prosiguió:
– Los patriotas de Lexington, Concord y Breed's Hill eran nuestros hermanos. ¡Cuando ellos sangran, nosotros también sangramos!
– Gracias a Dios, estamos unidos.
– Sí, que sea éste nuestro grito de guerra. Debemos estar unidos. Siendo así, ¿qué podrán hacer el rey y el Parlamento?
El carnicero se sentó en medio de aplausos, palmadas en la espalda y vítores.
Un hombre se puso en pie.
– Reclutarán un ejército de mercenarios, traerán provisiones desde el otro lado del océano y lucharán…
– Muy listo -susurró Jamie.
Oso se volvió y lo miró extrañado, al igual que otros hombres sentados cerca. Jamie arqueó las cejas con arrogancia.
– Esos mercenarios serán desconocidos en una tierra desconocida -dijo alguien detrás de Tonneman. La voz le resultó familiar. El doctor se volvió y reconoció al alguacil Goldsmith, tapado hasta el cuello y con los ojos brillantes de excitación-. El Todopoderoso nos ha escogido para esta lucha. Dios está de nuestra parte, y nuestra causa es justa.
– Muy elocuente, alguacil -elogió Tonneman entre aplausos.
A continuación se levantó otro hombre para hablar.
Goldsmith se inclinó hacia Tonneman.
– Buenas noches, doctor. ¿Puedo hablar con usted?
– Sí, claro. De hecho, ya nos marchábamos.
Se levantaron y se abrieron paso entre la muchedumbre hasta llegar a la puerta.
Fuera, el aire era vigorizante, y las calles de Broadway estaban llenas de gente. Apenas habían descendido tres escalones cuando oyeron un grito a sus espaldas.
El alguacil Goldsmith lanzó un chillido y tropezó. Tenía la cabeza ensangrentada.
21
Jueves 16 de noviembre. Noche
Goldsmith cayó de rodillas en la acera helada, gimiendo. Un hilo de sangre le brotaba de la cabeza. Los caballos atados a la balaustrada delante del café relincharon y piafaron, espantados por el olor de la sangre. Aprovechando la luz de una farola, Tonneman se arrodilló junto al alguacil para examinar la herida, mientras Jamie y Oso se enfrentaban en silencio a los cinco hombres que se les acercaban con aire amenazador.
– Quedaos y luchad, tories de mierda.
Oso cogió a los dos primeros por el cuello y les asestó sendos puñetazos en la cabeza. Uno cayó al suelo y consiguió huir de Oso gateando; el otro, que tenía madera de héroe, la emprendió a puñetazos con Bikker.
Jamie hizo una finta, agarró a uno y le propinó un buen golpe en la garganta.
Los otros dos atacantes cercaron a Tonneman y el alguacil herido.
El primero, un trabajador portuario muy fornido, trató de pegar a Tonneman con un palo, pero éste, al verlo, se arrojó al suelo, bajo los cascos de los caballos. El hombre volvió a intentarlo, pero Tonneman esquivó de nuevo el golpe. Los caballos, asustados, comenzaron a tirar de las riendas. Uno consiguió desatarse y se alejó al galope por Broad Street. Tonneman trató de ponerse de pie, pero vio que su agresor no había desistido en su empeño. Se arrastró hacia atrás como un cangrejo y de repente notó que tenía un ladrillo bajo la mano. Pensó que tal vez era el mismo con que habían golpeado al alguacil. Lo lanzó, y por suerte fue a parar en los mismísimos genitales de su atacante. El hombre jadeó y finalmente se desplomó.
Mientras tanto, su compañero propinó un cruel puntapié en la cabeza de Goldsmith, quien, aturdido, agarró a su adversario por la bota y tiró con fuerza. Su agresor cayó de bruces en el suelo.
– Ríndete, amigo -dijo Goldsmith mientras se ponía de rodillas y se limpiaba la sangre del ojo con la manga del abrigo-. Soy un agente de la justicia.
– Al carajo tú y tu justicia.
El hombre logró recuperarse y le atacó de nuevo. Goldsmith apretó los puños y le clavó uno en la entrepierna. El hombre se dobló y cayó al suelo gimiendo.
Oso y Jamie terminaron con sus respectivos oponentes en el mismo momento; se miraron sonrientes como si acabasen de ganar un combate. Se acercaron a Tonneman, quien ayudaba al alguacil a ponerse en pie. La cabeza todavía le sangraba. Tonneman le ciñó un pañuelo alrededor de la herida.
– Será mejor que me acompañes a la consulta.
– Bien hecho -afirmó Jamie extasiado-. Todos hemos luchado muy bien.
Oso asintió con la cabeza. Sus ojos azules brillaban triunfantes.
– Sí, hemos luchado muy bien. -De repente se puso serio-. Pero nos hemos equivocado de causa. Esos hombres son más camaradas que tú. -Se volvió hacia Tonneman-. Primo, me alegro de haberte conocido, pero somos muy distintos. Tú estás de parte del rey; yo no dependo de nadie. Hemos escogido caminos diferentes.
Respiró hondo, se volvió y fue a socorrer a sus agresores.
Jamie se quedó muy serio.
– No son más que canallas. El ejército del rey les dará una buena lección.
– Señor… -Goldsmith se interrumpió al notar que Tonneman le apretaba el brazo.
– Alguacil -dijo Tonneman muy serio-, es tarde. Dijiste que querías hablar conmigo. Yo también tengo algo que explicarte. Charlaremos mientras te curo la herida. ¿Puedes andar?