– Si de verdad fue un soldado quien asesinó a la pobre chica, ruego que sea un inglés. -Dicho esto, desapareció.
Jamie miraba hacia la puerta con desdén.
– Este judío no me gusta nada.
– Creo que tú a él tampoco.
Jamie chasqueó los dedos.
– No me importa. Además, simpatiza con los rebeldes.
– Es un pobre hombre que trata de cumplir con su deber -repuso Tonneman mientras recogía los instrumentos médicos y ordenaba la consulta. A pesar de haber hablado con cierto desdén de sus pacientes, era consciente de que cuando regresara de Kingsbridge podrían estar esperándole-. ¿Te gustaría acompañarnos a Kingsbridge mañana? Así tendrás la oportunidad de conocer el campo americano.
– Creo que no. El puesto de director del colegio de medicina exige tener una casa y una ama de llaves. Quiero trasladarme cuanto antes.
– Creía que te quedarías aquí.
– Admítelo, John: soy un réprobo. Necesito a las mujeres; quiero tener mujeres y las tendré. Y tú, amigo mío, no estás para esos trotes. Necesito un lugar donde pueda divertirme con mis amigas sin preocuparme de si tú me censuras o no.
23
Viernes 17 de noviembre. Media mañana
Cuando Tonneman y el alguacil partieron hacia Kingsbridge, hacía muchísimo frío y el cielo estaba cubierto de espesas nubes. Soplaba un fuerte viento del nordeste. El caballo negro de Tonneman parecía muy animado, seguramente porque prefería soportar el peso de una sola persona al de un carruaje. La yegua marrón de Goldsmith, Rifka, quería trabar amistad con el caballo, pero Chaucer la ignoraba. Cada vez que la yegua lo acariciaba con el hocico, Chaucer aceleraba. «A este paso -pensó Tonneman divertido-, llegaremos a Kingsbridge en un santiamén.»
Kingsbridge dependía políticamente de Manhattan. El puente a que debía su nombre había sido construido en 1693 por Frederick Philipse, después de que el rey de Holanda, Guillermo III, le hubiera concedido el debido permiso.
Tonneman llevaba la bolsa con el instrumental médico en las alforjas, que contenían, además, pan, chocolate y una botella de brandy. Las de Goldsmith albergaban pasteles, quesos y manzanas. El alguacil insistió en mostrárselas antes de partir.
– Mi esposa, señor. Cree que moriré de hambre durante el viaje a Kingsbridge.
– Las mujeres son así. Deberías estar agradecido.
– Lo estoy.
– ¿Qué tal la cabeza?
– Mejor.
– Pronto estarás recuperado.
– Si me lo permite, señor, su padre era una persona muy respetable.
– Gracias, alguacil.
Tonneman había supuesto que no le representaría ningún problema informar al alcalde y al concejal de su propósito de llevarse al alguacil a Kingsbridge. De hecho, le resultó muy fácil obtener la autorización. Lo que le había resultado difícil había sido tener que escuchar la diatriba del alcalde contra cierto mercader de Boston, llamado John Hancock. Ese tal Hancock, presidente del rebelde congreso continental, había enviado una carta al congreso provincial de Nueva York; la misiva, por suerte, había ido a parar a las manos del alcalde.
– Escucha esta indignante mierda de vaca -vociferó el alcalde-. Hancock quiere que se traslade todo el azufre de Nueva York a un lugar más seguro, a cierta distancia de la ciudad.
Furioso, el alcalde caminaba de arriba abajo por el despacho, maldiciendo a los insurrectos. Tonneman le indicó que se sentara.
– Si continúa así, sufrirá un infarto.
El alcalde Hicks mostró la carta a Tonneman.
– Es indignante. No sospecharás para qué quiere el azufre, ¿verdad? Naturalmente. Para hacernos desaparecer de este continente, eso es.
Cuando Tonneman salió del despacho, el alcalde seguía maldiciendo a Hancock.
El pueblo de Kingsbridge, junto al río Haarlem, se hallaba a unos veinte kilómetros de Nueva York vía Bowery Lane y Bloomingdale Road, caminos que cruzaban la zona oeste de Manhattan. Pasado el pueblo de Kingsbridge empezaba el sendero que conducía a Albany y Boston; a pesar de no estar pavimentado y presentar muchos baches, era muy transitado. El nombre «Bowery», que en holandés significaba «granja», procedía de la antigua casa de campo de Pieter Stuyvesant, el último director general de Nueva Amsterdam en el año 1664, época en que el antepasado de Tonneman, Pieter, era un buscador. Cien años después, los descendientes de Stuyvesant se habían repartido la propiedad, que abarcaba desde Bowery Lane hasta el East River.
Tonneman y Goldsmith ascendieron por un terreno rocoso y abrupto. Empezó a nevar.
Goldsmith disminuyó la marcha al divisar el cruce de caminos.
– Hemos de doblar a la derecha; si avanzamos hacia la izquierda, acabaremos en casa de Bloomingdale.
Se refería a las tierras del rico granjero.
En ese momento apareció por la izquierda un carro cargado de muebles y ropa de cama. Tres niños espiaron por debajo de la ropa y les saludaron con la mano. Tonneman y el alguacil devolvieron el saludo tanto a los pequeños como al matrimonio que conducía el carro.
Tonneman aprovechó la ocasión para sacar la botella. Al consultar el reloj de bolsillo, no pudo evitar pensar en Abigail. Se esforzó por borrarla del pensamiento. Hacía ya una hora que cabalgaban. Tras tomar un trago, tendió la botella a Goldsmith.
– Primero el pastel, señor. Nunca bebo con el estómago vacío.
El alguacil le ofreció un pastel de miel. Tonneman le pasó la botella. Siguieron así hasta que los pasteles se terminaron.
– Doctor Tonneman, ¿a qué hora tiene previsto regresar?
– Dependerá de con quién hablemos y lo que nos cuenten. Sospecho que aproximadamente al atardecer.
– Entonces suponía bien.
– ¿Ocurre algo?
– Sí. Yo no soy hombre religioso, pero mi suegra… Regresar al atardecer significa romper el Sabbath. -Tonneman hizo una mueca de incomprensión-. Para los judíos, el Sabbath cae en sábado.
Tonneman asintió con la cabeza, aunque seguía sin comprender, y tendió el brazo para alcanzar las alforjas.
– Tengo chocolate y pan, pero si los saco ahora, nos acabaremos esta maldita botella y nunca llegaremos a Kingsbridge.
Guardó la botella.
– Tiene usted razón, señor. Los comeremos en el camino de vuelta, junto con el queso y las manzanas que he traído. Estamos a más de medio camino de Kingsbridge.
Tatareando la melodía de una canción que Abigail le había enseñado una vez, Tonneman ordenó a Chaucer que se pusiera en marcha.
El camino que recorrían estaba lleno de nieve, aunque en bastante buen estado. Cabalgaron lentamente por temor a los lodazales que la nieve pudiera ocultar.
Avanzaron de este modo hasta llegar a las afueras de Kingsbridge.
– Existe un atajo -anunció el alguacil al tiempo que se desviaba hacia un campo cubierto de nieve virgen-. Nos ahorraremos casi un kilómetro.
Su compañero lo siguió.
A pesar de las precauciones que habían tomado antes, ni Goldsmith ni Rifka se percataron de la primera zanja hasta que se hallaron ante ella; por fortuna el alguacil, que era un jinete experto, logró evitarla.
– Debería haberme acordado -dijo señalando con el dedo a la derecha e izquierda-. Ve, está lleno de trincheras. Las han cavado por temor a un eventual ataque de los soldados del rey.
Tonneman se llevó la mano a los ojos para protegerlos del reverbero de la nieve. Distinguió un cañón y centinelas detrás de las trincheras.
– ¿Cómo es posible que haya centinelas y un cañón en Kingsbridge?
– Todavía nadie ha muerto en Kingsbridge, como ocurrió en Lexington, Concord y Bunker Hill. Pero puede suceder. Y la gente está dispuesta a morir por la causa.
– Basta de política.
Por fortuna en algunos trechos no había trincheras. Avanzaron en silencio hasta que Tonneman señaló con el dedo una casa de piedra de dos plantas.