– ¿Es Cross Keys?
– Sí. Estuve aquí el año pasado.
Goldsmith salió del campo para tomar de nuevo el camino.
Empezó a nevar con más intensidad. Caían gruesos copos, como arrojados por alguien desde el cielo.
– Dejemos los caballos en este establo -propuso Tonneman.
Un chico negro, muy parecido al criado de Abigail, salvo por las ropas harapientas que llevaba, salió presuroso del establo.
– ¡Cuidado con el agujero! -exclamó.
Tonneman tiró de las riendas y consiguió rodear el agujero.
– Es para la hoguera -informó el muchacho con más calma mientras abría la puerta del establo.
– Pues enciende el fuego o pon piedras alrededor -replicó Goldsmith malhumorado.
– Sí, señor.
– Seca los animales y dales algo de comer -ordenó Tonneman al tiempo que le entregaba un penique.
El chico condujo los caballos hasta los pesebres mientras Tonneman y Goldsmith cruzaban el camino en dirección al edificio de piedra. La nieve quedaba adherida a sus ropas; parecían muñecos de nieve andantes. Delante de la taberna sólo había un caballo atado a la baranda. La nieve cubría todo, incluso a la pobre bestia.
La ancha sala de la taberna Cross Keys albergaba reservados, mesas pequeñas, una enorme chimenea de ladrillo y una barra.
El encargado del bar y un viajero, un hombre con un sombrero de piel de zorro que estaba apoyado contra la barra, dejaron de hablar cuando Tonneman y Goldsmith entraron y se sentaron a una de las ocho mesas libres.
– Buenos días -saludó el encargado con cordialidad. Era corpulento, de cabello oscuro y rizado y cejas grises-. ¿Qué tomarán?
– ¿Tienes sopa? -preguntó Goldsmith mientras se quitaba el abrigo y lo colgaba en el respaldo de una silla vacía para que se secara.
– Sólo tengo ternera fría y pollo.
– Pues sírvanos pollo -indicó Tonneman. Su compañero asintió-. ¿Cerveza caliente con especias? -El alguacil asintió de nuevo-. Y dos jarras de cerveza caliente con especias. -Tonneman se levantó y permaneció unos minutos delante de la chimenea. Tras desprenderse del abrigo empapado, regresó a la mesa y lo dejó en el respaldo de una silla para que se secara-. Es usted el señor Wares, ¿verdad?
– No; yo soy Alfred Abbott, el encargado del bar. David Wares bajará dentro de una hora.
El otro viajero se cubrió con la capa y recogió las alforjas.
– ¿Venís de Albany? -preguntó a Tonneman.
– No, de Nueva York.
El viajero se dirigió a la puerta sin añadir nada más. La abrió, maldijo la nieve y salió.
– Se llama Godspeed -comentó el encargado del bar cuando el hombre se hubo marchado. A continuación cogió un tronco, lo arrojó al fuego y removió la lumbre con el atizador-. Menudo tiempo para viajar. No envidio su viaje a Albany. -Abbott echó a reír, mostrando tres dientes marrones, dos arriba y uno abajo-. Pero el correo tiene que llegar a la fuerza. -Riendo de nuevo, se dirigió hacia la barra-. Ahora mismo les sirvo la cerveza y el pollo.
Tonneman dejó unas monedas en la mesa.
– Eres el invitado del juez de paz, alguacil; esperemos que el juez sea el invitado de la ciudad.
El encargado del bar los observó unos segundos antes de ir a buscar la cerveza y el pollo. Se acercó a la chimenea para calentar la bebida.
– ¿Qué trae a un juez de paz y un magistrado a Kingsbridge? -preguntó en voz alta, con los ojos rebosantes de curiosidad.
– ¿Magistrado? -inquirió Tonneman, sorprendido-. Querrás decir alguacil.
– Eso. ¿Qué les trae por aquí? -repitió, sonriendo con satisfacción.
– Un asunto relacionado con la ciudad de Nueva York -respondió Goldsmith mientras arrancaba un muslo al pollo.
Comer con no judíos empezaba a ser una costumbre para Goldsmith; primero la sopa, luego el jamón y ahora ese sabroso pollo. Si su esposa, Deborah, y la madre de ésta, la muy honrada Esther, se enteraran de que no comía lo adecuado, se lo reprocharían el resto de sus días.
– ¿Qué tal van las cosas en Nueva York? ¿El gobernador todavía se esconde en el barco del rey?
– Sí -contestó Goldsmith secamente.
Tonneman sacó el cuchillo que llevaba en el cinturón y cortó el pollo por la mitad. Acto seguido ofreció una moneda a Abbott.
– ¿Conoces a Jane McCreddie?
Abbott se apresuró a recoger el chelín.
– Con esto están pagados la cerveza y el pollo.
– No hablarás en serio -repuso Goldsmith-. En Nueva York con un chelín puede comprarse un pollo entero.
– Pues haberlo hecho -replicó Abbott-. Son tiempos difíciles. Estamos en guerra, no sé si lo sabe.
– Todavía no se ha declarado la guerra -señaló Tonneman.
– Sin embargo, la guerra está aquí -declaró el encargado-, aunque algunos aún no se han enterado.
Tonneman le tendió otra moneda.
– Jane McCreddie.
– Ya sabrá que estaba empleada aquí y que se fugó, porque si no, no lo preguntaría. ¿Esta información merece un chelín? -preguntó Abbott, acercando la mano a la moneda sin atreverse a tocarla.
– Me temo que no -contestó Tonneman, retirándola.
Naturalmente, Abbott estaba ansioso por conseguir ese chelín.
– ¿Saben que ésta es la taberna favorita del general Washington? Siempre que pasa por aquí, se hospeda en Cross Keys.
– Muy interesante -comentó Tonneman.
– De hecho -continuó Abbott-, él y sus hombres se dejan ver poco. Les dejo la comida y la bebida ante la puerta. Son bastante antipáticos.
– La chica -insistió Tonneman.
– El señor Wares lamentó mucho perderla. Le había costado bastante dinero y hacía muy bien su trabajo. Los hombres venían aquí sólo para verla.
– Nombres -dijo Tonneman-. ¿Quién venía a verla?
– Los soldados, claro; ¿quién si no?
– Te daré dos monedas por cada nombre que me des.
– Y yo te daré dos patadas en el culo cada vez que abras la boca -gruñó una voz.
Los tres hombres se volvieron hacia las escaleras, estupefactos. Descubrieron a un individuo de mediana edad y gran tamaño, con el cabello largo hasta los hombros y la coronilla calva.
– Me llamo David Wares. Soy el propietario de este establecimiento, y este establecimiento pertenece a un patriota. Me importa un comino que sean el juez de paz y el alguacil de Nueva York; como si son el ilustrísimo alcalde de Londres, malditos tories. Si quieren saber algo, pregúntenme a mí.
Goldsmith se puso de pie, ofendido.
– Soy un patriota, señor.
– ¿Y usted, señor? -preguntó, incisivo, a Tonneman-. Tiene que manifestarse.
– No estoy de parte de nadie -respondió Tonneman-. Soy médico. Soy neutral.
Wares echó a reír, socarrón.
– ¿Neutral? Nadie puede ser neutral en esto.
Goldsmith, temiendo que se enzarzaran en una discusión política, decidió abordar el tema que les había llevado allí.
– Con rey o sin él, señor, Jane McCreddie está muerta, y nosotros investigamos su muerte.
El beligerante Wares se tambaleó como si le hubiera alcanzado un rayo.
– ¿Muerta? ¡Oh, Dios! -exclamó, asiéndose al pasamanos.
Tonneman y Abbott acudieron junto a Wares para que no se cayera y le proporcionaron una silla.
– Un poco de ron -ordenó Tonneman mientras le aflojaba las ropas.
Dado que Abbott no hizo ademán de apartarse de su amo, Goldsmith se dirigió a la barra, cogió la botella de ron y llenó un vaso, que colocó delante de Wares. Tonneman le obligó a beber.
Wares tragó el licor con avidez.
– Estoy bien. Deben saber que el dinero no significa nada para mí. Dios sabe que, aunque era mi sirvienta, deseaba casarme con ella.
– ¿Le regaló usted la ropa interior de seda? -preguntó Tonneman.
Wares asintió con la cabeza antes de cubrirse el rostro con las manos.