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– La amaba, incluso cuando me enteré de que se había liado con ese maldito hombre.

– ¿Qué hombre? -inquirió Goldsmith.

Tonneman levantó la mano.

– Tranquilo, alguacil.

– Jamás lo vi, pero a ella le gustaba torturarme diciendo que tenía el pelo negro y que era muy atractivo.

– ¿Y qué más? -preguntó Tonneman.

– Yo lo vi una vez -intervino Abbott.

Goldsmith tenía, por lo general, mucha paciencia. Aun así, tuvo que contenerse para no arrojar a Abbott la botella de ron a la cabeza.

– ¿Qué aspecto tenía?

– No me acuerdo muy bien del color de la piel; creo que negra, como el pelo. Se pavoneaba como un soldado. No puedo añadir nada más, pues había poca luz cuando lo vi con Jane ahí, debajo las escaleras -señaló con el dedo.

– Maldito seas. -Wares mostró el puño a Abbott-. ¿Por qué no me lo dijiste?

– No habría servido de nada. No seas tonto; te habría matado, o tú a él. En cualquier caso, ¿dónde estarías tú ahora?

– Por favor, ceñíos al tema -ordenó Tonneman-. ¿Sabes cómo se llama?

– No.

Abbott tosió y escupió en una escupidera de barro cerca de la barra.

Goldsmith sorbió un poco de cerveza para calmar los nervios antes de preguntar:

– ¿Qué aspecto tenía? ¿Era gordo, delgado, alto, bajo?

– Jane era alta; creo recordar que eran más o menos de la misma estatura.

– ¿Conoces a alguien así, alguacil?

– No, señor.

– ¿Tampoco has oído nada sobre un hombre de esas características?

– ¿Cómo?

– ¿Qué te contó Quintin?

– El hombre que vio en el Collect no era un soldado, aunque lo parecía; media metro setenta y no era corpulento.

– Exacto.

24

Sábado 18 de noviembre. Mañana

El alboroto que armaba Gretel en la cocina despertó a Tonneman. Le pareció que hacía más ruido de lo normal. Unas carcajadas sonoras se mezclaban con las risillas sofocadas de Gretel. Tonneman se arropó bien con la colcha. El dormitorio era extremadamente frío. Por fin decidió levantarse; salió de debajo de las mantas de un salto y se enfundó los calzones y la camisa, que estaban tiesos por el frío.

Abrió las contraventanas y observó que el cielo estaba encapotado. Vio a la señora Remsen dirigirse, con su hija, al pozo público que surtía a los vecinos de Rutgers Hill.

Una ligera capa de hielo cubría el agua del jarro, de modo que tuvo que quitarla antes de verterla en la jofaina para lavarse la cara. La noche anterior había dejado la toalla húmeda, por lo que también estaba ligeramente helada. Se peinó y se hizo la coleta.

El pasillo estaba oscuro, y la puerta de Jamie, cerrada. Se oyeron de nuevo las carcajadas y la risilla sofocada de Gretel.

Cuando Tonneman entró en la cocina, el ama de llaves estaba sirviendo un café a Oso Bikker quien, por lo pronto, parecía más imponente que el día que lo había conocido. La primera reacción de Tonneman, esto es, la de sentir celos por las atenciones que Gretel dedicaba a Bikker, pronto se disipó por el buen humor de su primo.

– … y me dice: «Chico, no quiero discutir contigo.»

Bikker estaba sentado ante la chimenea, con las piernas abiertas. Había dejado el mosquete encima de la mesa, junto al plato de pastelitos que estaba zampando.

– ¿Qué persona en su sano juicio quería discutir contigo?

Tonneman notó que se relajaba ante el calor y el buen humor que reinaban en la cocina.

Bikker sonrió con la boca llena de comida.

– Estaba contando a la señora Gretel lo que me ocurrió con mi sargento, un pobre tipo de Brooklyn. -Bikker se levantó de la silla para dar un abrazo a Tonneman-. Dios, primo, me alegro de verte.

– Yo también.

Gretel ofreció una taza de té a Tonneman. La cocina olía a pan recién salido del horno, miel y té especiado.

– Así pues, Johnny, me enteré de que tu primo estaba aquí el jueves por la noche.

Tonneman no entendía nada.

– ¿Conocías a mi primo?

– No. El padre de tu padre conocía a la abuela del joven Bikker, los primos holandeses de Haarlem. Por desgracia, los viejos murieron, pero los jóvenes siempre acaban encontrando sus raíces.

Gretel añadió más pasteles al ya vacío plato de Oso.

– ¿Qué te trae por aquí, primo? Es muy temprano -preguntó Tonneman con cierto recelo.

Gretel se llevó las manos a las caderas y clavó la vista en Tonneman, quien evitó su mirada.

Oso engulló otro trozo de pastel y dijo:

– Tú me trajiste aquí. No puedo aceptar lo que dijiste acerca de la causa. ¿De parte de quién estás, John Tonneman? ¿De la gente o contra la gente?

– No quiero tomar partido.

– ¡Cielo santo! -exclamó Gretel.

Oso Bikker sacudió la cabeza.

– Antes pensaba que el mundo se reducía a mi granja, pero me equivocaba. El mundo es mi granja, y la otra y muchas más. Si un granjero zopenco como yo puede entenderlo, con más razón debe entenderlo un hombre culto como tú. Ya nada es igual que antes. El mundo moderno es demasiado pequeño para que te quedes al margen. Nadie te lo permitirá. Naciste aquí. Tus antepasados vivieron y murieron aquí, en su tierra. Están enterrados aquí. Por el amor de Dios, John Tonneman, eres un americano.

– Amén -dijo Gretel con fervor.

– Un discurso muy bueno para un patán. ¿Puedo desayunar ya?

– No -respondió Gretel cruzándose de brazos en actitud desafiante.

– No me pondré de parte de nadie, y punto.

– ¿Apoyas al rey, entonces? -preguntó Gretel con tono severo.

Tonneman se quedó pensativo. A pesar del calor de la lumbre, sintió escalofríos.

– Aquí no necesitamos reyes que nos digan qué hemos de hacer -declaró Gretel-. Tu padre…

– Mi padre era apolítico -interrumpió Tonneman mientras se sentaba frente a Oso y bebía un poco de té.

Gretel esbozó una sonrisa.

– Estás casi en lo cierto, joven. Sin embargo, cuando llegó el momento de escoger, tu padre escogió su país.

Abrió la puerta del horno para echar una ojeada al pan y luego empezó a sacarlo con una larga pala de madera.

Bikker escrutó con expresión reflexiva el rostro de Tonneman.

– Dime algo, primo.

– Si puedo, Oso.

El diálogo, por lo menos, era estimulante.

– ¿Qué tiene que ver el rey conmigo? Sólo sé que tengo que pagar impuestos para que él pueda seguir siendo rey. Aquí no necesitamos ni a él ni a los suyos. Somos hombres libres, y también lo serán nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos -dijo con la voz entrecortada por la emoción.

– No eres un granjero, Oso, sino un político. No, mejor un filósofo.

– Búrlate de mí cuanto quieras…

– No me burlo de ti, primo. Creo que ha llegado el momento de hacer las paces con el rey y de restaurar el statu quo.

Tonneman clavó la mirada en la mesa y luego la posó en Oso Bikker.

– No, todavía no lo comprendes. Ha pasado demasiado tiempo, lo que no ha beneficiado a nadie. Ya hemos derramado nuestra sangre en Massachusetts.

Oso hablaba con tanta vehemencia que pegó un puñetazo en la mesa, de tal modo que platos y tazas temblaron.

– Has estado fuera demasiado tiempo, Johnny. -Gretel se hallaba de pie de espaldas a la chimenea-. Has perdido el contacto con tu país y tus paisanos; peor aún, has perdido el contacto con la libertad. Pero ahora estás en casa. Ésta es tu tierra, tu ciudad, tu país. Si el rey y sus lameculos corruptos se salen con la suya, será este su país, su patria y su ciudad.

– Escucha lo que dice Gretel. Todos nos jugamos algo en esto. -Oso se inclinó-. ¿Qué eres, inglés o americano? Tú escoges.

– Puedo ser ambas cosas -respondió Tonneman, inquieto.

– Ya no -replicó Gretel-. No nos lo permitirán, ¿no te das cuenta? Debes elegir.