Mientras huía un tanto despavorida del soldado, Emma chocó contra un hombre muy atractivo.
– Perdone -murmuró, clavando la mirada en el suelo, en parte por vergüenza, en parte porque era lo propio de una doncella-, señor, -añadió, tapándose la boca con la mano.
– Eres muy bonita.
Emma se sonrojó. Antes de que pudiera abrir la boca para decir algo, el hombre ya le había comprado unos cacahuetes.
– Venga, paseemos un rato por aquí -sugirió al tiempo que le ofrecía el brazo.
Emma, incapaz de articular palabra, se limitó a asentir con la cabeza y cogerle del brazo. Caminó con él largo rato, olvidándose por completo del frío y la nieve.
El hombre le contó fabulosas historias acerca de sus aventuras. Después se puso serio para decirle que estaba preparado para abandonar esa vida aventurera y convertirse en un marido ejemplar. Estaba más que dispuesto a casarse y tener hijos.
– ¿Cómo te gustaría que fuera tu esposa?
– ¿Y tú me lo preguntas?
Se llevó la trémula mano de Emma a la boca para besársela.
A partir de ese instante, la joven fue incapaz de negarle nada. Así, cuando la condujo a su habitación, le permitió «la gloria de acariciarle los senos», como él lo expresó. Después de todo, vestía como Betty, era Betty; ésta habría hecho lo mismo que ella. Cuando quiso llegar más lejos, Emma no pudo negarse. Era demasiado guapo, parecía un príncipe.
Se le pasaron las horas sin enterarse. Regresó a la casa de Crown Street corriendo. Se sentía extremadamente feliz. Ella, la fea Emma, tenía un amante con quien estaba dispuesta a fugarse si éste se lo pedía. A menudo había pensado que el matrimonio -fuera quien fuera el marido que su madre escogiera para ella- le permitiría huir de la cárcel en que vivía. Lo ocurrido esa misma mañana superaba sus sueños más locos. Era como estar en el cielo. Se preguntó cómo reaccionaría su madre si regresaba un día a casa con un marido. Subió por las escaleras del servicio tranquilamente y entró a su habitación. Pensó que su madre no podría impedir en modo alguno que la herencia que su padre le había dejado pasara a manos de su marido.
26
Martes 23 de noviembre. Mediodía
El día empezó como cualquier martes en el Rivington's New York Gazetteer, esto es, con las máquinas imprimiendo desde el amanecer.
Antes de entrar en la imprenta ese mediodía, mientras observaban cómo Ben Mendoza y otros dos aprendices cargaban un carro con ejemplares del Gazetteer de la semana, Tonneman y Jamie oyeron un ruido semejante a un trueno lejano. El estrépito se oyó más fuerte, cada vez más cerca. Ben miró al cielo. No había signos de tormenta. Los chicos se miraron, se encogieron de hombros y optaron por terminar su trabajo.
James Rivington salió del taller.
– ¿Qué es esa barahúnda? -No tardó en percatarse de la presencia de Tonneman-. Doctor Tonneman, ¿en qué puedo ayudarle?
– ¿Ha venido alguien por lo del anuncio de Jane McCreddie?
Rivington quedó callado ante la magnitud del ruido. Todos se volvieron. Por encima de los edificios de la zona norte de la plaza se alzó una columna de polvo de nieve; detrás apareció una banda de forasteros montados a caballo, que entraron en Hanover Square empuñando las bayonetas y pisando cuanto se hallaba en medio del camino. Los bandidos se detuvieron delante de la imprenta. Algunos jinetes llevaban la cara cubierta con bufandas para ocultar su identidad. Al resto no le importaba que les identificaran.
Unos desmontaron y entraron en la imprenta.
– Caballeros -dijo Rivington abriéndose paso entre los intrusos.
Tonneman había oído hablar de esos grupos de rebeldes. La semana anterior habían atacado y quemado la casa de un juez lealista en Westchester y le habían emplumado.
Rivington no perdió la calma. Incluso se mostró educado con ellos.
– ¿En qué puedo servíos?
– ¿Qué te parecería irte de este jodido país? -señaló uno.
– Sal de aquí, Rivington -ordenó el líder del grupo-. Queremos enviar un mensaje.
Tonneman y Jamie aprovecharon para entrar en el taller detrás de Ben, que estaba visiblemente molesto.
Tonneman había oído ciertos comentarios acerca de Rivington. A pesar de que muchos discrepaban de la idea que el impresor tenía de América, no podían evitar admirarle. Rivington era un tory convencido, pero algunos patriotas reconocían que era un hombre honrado. Lo que se escribía en su periódico no sólo favorecía al rey. El Gazetteer era imparcial con respecto a las noticias de tories y whigs.
Tonneman aún no sabía de qué parte estaba. De todos modos, le molestaba en grado sumo que unos forajidos arruinaran el negocio y la vida de una persona. Y arruinar fue lo que hicieron, pues para empezar un par de tipos corpulentos cogieron los caracteres y los arrojaron al suelo. Tonneman hizo ademán de intervenir, pero Jamie se lo impidió.
– Estoy contigo, amigo mío, aunque los extremos estén reñidos -susurró Jamie.
Rivington contempló impasible la escena, a pesar de que, como habían contado a Tonneman, quería a su negocio como si se tratara de un hijo. Los caracteres de imprimir eran sagrados para él.
– ¡Cómo osáis hacer una cosa así, malditos rufianes! -exclamó el señor Morton, el contable de Rivington-. ¡Sois unos intrusos, estáis violando la ley del rey!
– Ésta va por la ley del rey -replicó un forajido mientras le vertía tinta encima de la calva.
Este acto constituyó la señal de guerra. Rompieron mesas, arrojaron ejemplares del periódico al fuego… El gato subió por las escaleras aterrorizado en busca de un refugio seguro, en ese caso, la tienda del relojero. Por suerte, nadie resultó herido, a excepción del señor Morton, cuya dignidad hirieron.
Acabaron la tarea en aproximadamente tres cuartos de hora.
– ¿Comprendes el mensaje? -preguntó el cabecilla a Rivington.
El impresor no respondió.
Morton, en cambio, no pudo contenerse:
– Te conocemos, Isaac Sears, de Connecticut -exclamó-. ¿Por qué no te ocupas de tus asuntos?
– Si los neoyorquinos hicieran lo que deben, no tendríamos que venir a recordárselo.
Morton se indignó.
– ¡Ya os juzgarán el día del Juicio Final!
– A todos, hermano Morton. A todos.
El bandido que antes había vertido la tinta sobre la cabeza del contable no parecía satisfecho.
– ¿Qué tal si emplumamos al señor Rivington y el resto como recuerdo de nuestro paso por aquí?
Jamie no logró retener a Tonneman, quien se plantó delante del que acababa de hablar.
– ¿A que no te atreves?
– ¿Quién va a detenerme?
– Nosotros -contestó Jamie, situándose al lado de su amigo.
– No es necesario que se hagan los héroes, caballeros -intervino el líder-; aunque he de admitir que tienen ustedes mucho coraje.
Dicho esto, hizo un gesto a los demás, y todos salieron fuera, donde se reunieron con el resto.
Tonneman y Jamie permanecieron en el umbral de la puerta, contemplando cómo se alejaban cantando Yankee Doodle a pleno pulmón. Fueron vitoreados y seguidos por una gran masa de gente hasta Coffee-House Bridge, donde otro grupo de correligionarios los aguardaba. Las exclamaciones se oían desde cualquier parte de la ciudad, sobre todo desde el interior de la malograda imprenta.
– ¡Viva, viva, hurra, viva, hurra!
Tonneman se volvió hacia Rivington sin saber qué decir. El impresor parecía esperar a que el eco de los vítores se desvaneciera. Luego indicó a Arnold:
– Ayuda al señor Morton a limpiar todo esto. Ben, toma papel y lápiz. Aún tenemos tiempo de sacar otra tirada del Gazetteer antes de que vaya a emborracharme.