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El señor Morton y Arnold se pusieron manos a la obra. Ben tomó papel y lápiz.

– Diga, señor.

Rivington respiró hondo. Se frotó las mejillas y se fijó en que Tonneman lo observaba.

– Estoy pensando en cómo contaré a mi esposa lo ocurrido. Bueno, lo dejaré para más tarde. Lo primero es lo primero. Apunta, Ben: «El 23 de noviembre de 1775 unos bandidos de Connecticut destrozaron la imprenta Rivington de Hanover Square, arruinando, en consecuencia, el negocio.»

27

Martes 23 de noviembre. Anochecer

Nueva York, profusamente iluminada, era un espléndido ejemplo de metrópolis del nuevo mundo; en las zonas más habitadas, por la noche parecía de día. Las farolas se situaban cada siete edificios. Los faroleros efectuaban varias rondas durante la noche, y el sereno informaba diligentemente cuando alguna se apagaba.

Naturalmente, en las áreas más o menos abandonadas, como detrás de St. Paul o los alrededores del King's College, la iluminación escaseaba. Con cierto humor negro, los neoyorquinos denominaban a esa zona «la tierra sagrada», en honor a las quinientas prostitutas que vivían y trabajaban allí.

La mansión de Richard Edward Willard se hallaba en Crown Street, al oeste de Broadway, en la zona donde residían las familias más acaudaladas.

Allí, la noche era prácticamente día, pues había farolas cada tres edificios. La casa de Willard tenía tres plantas, y la entrada estaba adornada con dos farolas.

La balaustrada del piso superior también estaba iluminada, de modo que los dos médicos pudieron contemplar una ancha avenida con una magnífica vista a la bahía de Nueva York.

– Sorprendente -comentó Jamie mientras observaba el frontón partido de la entrada. Él y Tonneman desmontaron y entregaron las riendas al mozo de Willard-. Esta calle debió de ser trazada directamente desde Grosvenor Square.

El viento les levantó la capa y los despeinó, de manera que perdieron unos instantes arreglándose la ropa y el cabello antes de entrar en la casa.

– El clima de tu querida ciudad deja mucho que desear -comentó Jamie mientras de colocaba bien el sombrero.

– Cualquiera que viva cerca del Támesis…

Jamie no estaba dispuesto a perder la batalla dialéctica.

– En Virginia no se me helaría la sangre, y tampoco en las Indias occidentales.

En el vestíbulo había una espléndida escalinata, con pasamanos de caoba.

Tonneman se echó a reír.

– Esto es sólo el principio. Ya te acostumbrarás. Te prometo que aprenderás a disfrutarlo.

Jamie, algo molesto, tendió la capa y el sombrero al lacayo en librea. Tonneman hizo lo mismo. Un mayordomo vestido con unos calzones y una chaqueta de satén azul les cogió las invitaciones y les indicó que pasaran a una habitación a la izquierda del vestíbulo.

La sala estaba iluminada por unos elegantes candelabros. Para evitar que una repentina corriente de aire apagara las velas, éstas estaban protegidas con unos globos de cristal. Aun así, cuando el mayordomo abrió la puerta, las velas vacilaron; la habitación se ensombreció por unos instantes.

Los reunidos en la sala levantaron la mirada, expectantes.

– El señor John Peter Tonneman, juez de paz y cirujano. El señor Maurice Arthur Jamison, cirujano, natural de Londres, nombrado por Su Ilustre Majestad el rey Jorge tercer director del colegio de medicina del King's College -anunció el mayordomo en tono estentóreo.

A pesar de que la chimenea y las cortinas de damasco doradas con cenefas mantenían la habitación caliente, las cuatro damas llevaban chales de lana encima de los vestidos de noche de tafetán y seda. Acaso los chales eran una concesión a los poco recatados escotes, muy a la europea.

Tonneman y Jamie fueron saludados por un caballero corpulento y autoritario, cuyo rostro les resultó familiar.

– ¡Vaya! -exclamó Jamie-. Es usted quien…

– Ahora recuerdo -dijo Tonneman-. Es usted quien la semana pasada dispersó a los congregados alrededor de la efigie.

Se trataba del hombre del traje de terciopelo color burdeos.

– Y usted es el héroe de ese día, doctor Tonneman. Encantado de nuevo. Soy Richard Willard, para servirle. ¿Jerez?

Era el marido de Abigail; un hombre fuerte, mucho mayor que ella y obviamente muy rico y poderoso. El joven médico imberbe de siete años atrás tenía todas las de perder frente a ese hombre. Pero ¿y ahora? Tonneman respiró hondo. No quería perder el tiempo con esas tonterías.

Esos pensamientos se vieron interrumpidos cuando un lacayo se acercó con una bandeja. Tonneman y Jamie cogieron un vaso, y el primero se divirtió observando a su amigo.

– Señor Willard, me anima el día. Hasta ahora mi amigo Jamie no ha dejado de repetir que Nueva York no tiene ni punto de comparación con su querida Londres. Estoy convencido de que a partir de hoy cantará otra canción.

– Brindemos por ello -propuso Willard-, a condición de que la canción no sea Yankee Doodle.

Las alfombras eran francesas, y los muebles al estilo Chippendale inglés. De hecho, casi todo en la casa era inglés, incluido el papel de las paredes, de diseño francés, que mostraba escenas rurales de damas y caballeros divirtiéndose en bellos jardines. Abundaban también los accesorios de plata y porcelana.

Se hicieron las presentaciones. Abigail, vestida de azul -como la recordaba Tonneman-, lo observó atentamente escondida detrás de un abanico azul. Lucía un peinado muy a la moda londinense, rizado y recogido en lo alto de la cabeza. En el sofá, sentada junto a Abigail, había una mujer muy atractiva de aproximadamente la misma edad que Richard Willard, con un peinado semejante al de Abigail. Era Grace Greenaway, la cuñada de Abigail. Llevaba un vestido muy ceñido de color verde pálido con un generoso escote. Jamie se inclinó y le besó la mano, sosteniéndola un poco más de lo normal. Grace Greenaway se percató inmediatamente de ello y le dedicó una seductora sonrisa.

Willard describió, quizá con demasiado dramatismo, cómo Tonneman había socorrido, la semana anterior, a la chica del cesto.

Abigail sonrió maliciosamente y asintió con la cabeza.

– El mismo John de siempre. Cuando era pequeño, siempre rescataba a los gatos que se encaramaban a los árboles. Nos han explicado que hoy has hecho lo mismo, ¿es cierto, querido John?

Willard parpadeó. Tonneman clavó la mirada en el jerez.

La señora Greenaway hizo un gesto coqueto con el abanico y a continuación indicó a Jamie que se sentara a su lado en el sofá.

Jamie guiñó el ojo a su amigo y tomó asiento. Grace Greenaway le dio unos golpecitos en la rodilla con el abanico.

– Es usted la vida imagen de mi difunto marido, Simón, cuando era joven.

– Qué gracia -repuso Jamie, inclinándose hacia ella.

– Mi difunto marido…

A la señora Greenaway le encantaba hablar; a Tonneman le molestaba escucharla, pues era una mujer ordinaria que se creía muy fina. Vestía con demasiada elegancia y se maquillaba en exceso para ocultar su verdadera edad. Lucía collar, pendientes y anillos de rubíes y diamantes. Por el aspecto, se deducía que hacía ya unos años que había enviudado. Se mostraba jovial, sonriente y coqueta con Jamie.

Se inició una nueva ronda de presentaciones que fue bruscamente interrumpida por un desgraciado incidente; a Jamie le cayó el vaso de jerez al suelo.

– ¡Oh, cielos! -exclamó la señora Greenaway.

Un criado se acercó inmediatamente para limpiar los restos de cristal y jerez.

Jamie, blanco como el papel, se examinó el corte que se había hecho en el pulgar. Tonneman le tomó la mano.

– ¿No te parece que es un poco madurita, amigo? -susurró al oído de Jamie mientras le envolvía la herida con un pañuelo de seda.

– De nuevo ayudando a los desvalidos, querido John.

Jamie le dio una palmada cariñosa en la espalda, y todos echaron a reír.