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La tercera mujer de la sala era la hija de Grace Greenaway, Emma, una chica normal y corriente, sencilla, a diferencia de su madre. Era alta, desgarbada, pecosa, con una nariz grande. La muchacha no dejaba de morderse los labios, consciente de que tenía la dentadura poco afortunada. El vestido amarillo que lucía daba un matiz cetrino a su tez. Sólo se parecía a su madre en la medida del busto, que trataba de disimular sin éxito bajo el chal. Llevaba un collar y unos pendientes de perlas.

Emma se mostraba incómoda. Se sonrojó cuando Jamie se dirigió a ella. No obstante, habló con él mirándole directamente a los ojos.

El otro hombre de la sala, Phillip Apthorp, despotricaba contra los Hijos de la Libertad. Su esposa, Sally, una mujer menuda ataviada con un vestido azul lavanda, hizo cuanto pudo para calmarle. Todo indicaba que Apthorp formaba parte del consejo provincial del gobernador Tryon y que se sentía profundamente dolido por el trato que éste recibía.

– Yo digo que esos Hijos de la Libertad son unos malditos desgraciados -proclamó Willard-. Vamos a derrotarles. Brindemos a la salud del rey Jorge.

Willard explicó a Jamie y las damas que era fundamental pagar los impuestos para que el ejército se encargara de reprimir a los rebeldes.

– Ante todo, es esencial que haya orden en las colonias de Su Majestad.

De pie, Tonneman escuchaba vagamente las palabras de Willard cuando reparó en que Abigail lo observaba. La mujer desvió la mirada, pero su marido tuvo tiempo de fijarse. Richard Willard apretó la mandíbula y siguió argumentando por qué era tan sumamente necesario mantener el orden.

– Libertad, vaya tontería.

– Eso mismo opino yo -asintió Apthorp-. Gozan de toda la libertad que necesitan, y más.

– Pues yo añadiría -intervino Jamie con un nuevo vaso de jerez en la mano- que los delincuentes disfrutarán de toda la libertad que quieran en el infierno.

Se anunció que la cena estaba servida. Jamie acompañó a Abigail, Tonneman a la señora Apthorp; el señor Apthorp a la tímida Emma, y Richard Willard a su hermana.

En el comedor, iluminado por dos candelabros, había una magnífica mesa con copas de cristal, platos de porcelana y cubiertos de plata para ocho personas. En el centro descansaban unas bandejas con caramelos y frutas.

La cena consistió en ostras, pollo y cordero asados, verduras y patatas y vino francés.

– Emma, aparta la nariz del plato y deja de jugar con la comida -ordenó la señora Greenaway-. Mi hija, doctor Jamison, me amarga la vida.

Emma se sonrojó.

– Si me permite el consejo, señora Greenaway -dijo Jamie-, ¿por qué no lleva un día a la niña a la consulta del doctor Tonneman? Le extraería ese diente que le sobra.

– ¿Para qué? -preguntó el capitán Willard.

– A… a… I… Irene me ha escrito desde Londres. Ella… ella… dice que los entendidos con… consideran que las p… patatas son malas para la salud -tartamudeó Emma.

Grace Greenaway lanzó un suspiro de sufrimiento.

– No seas estúpida.

– Irene asegura que las patatas provocan lepra, sífilis y escrófula.

– Me duele que hables así delante de… ¿De dónde has sacado esa horrible palabra?

– ¿Escrófula?

– Emma…

– Irene dice que…

– Basta ya de tanta Irene.

Los dos médicos se abstuvieron de cualquier comentario. Ya no se habló más de la dentadura de la pobre Emma. Por suerte, dejaron a un lado el tema de Irene, las patatas y la sífilis, y conversaron de la escasa variedad de espectáculos que ofrecía la ciudad, para terminar con lo difícil que resultaba comprar cualquier artículo de consumo, debido a que muchas tiendas estaban cerradas y numerosos ciudadanos abandonaban la ciudad.

Después de que les sirvieran queso Stilton y peras al horno, pudín, cuajada y café, Apthorp comentó:

– Hoy ha estado a punto de suceder lo peor en el taller de Rivington.

Willard carraspeó ostensiblemente para que Apthorp midiera las palabras.

– Venga, hombre -exclamó Grace Greenaway desplegando el abanico-. Toda la ciudad sabe que doscientos rebeldes armados han entrado en la imprenta del señor Rivington y le han arrojado las… no sé exactamente qué era… las letras…

– Los caracteres -corrigió Abigail, al tiempo que lanzaba una mirada a Tonneman aprovechando que su marido estaba distraído.

Grace Greenaway asintió con la cabeza.

– … los caracteres al río.

– No -replicó la señora Apthorp con júbilo-. Tengo entendido que robaron los caracteres para fundirlos y luego fabricar balas. Eran de plomo.

– Cotilleos; no son más que cotilleos maliciosos de los rebeldes -repuso Willard visiblemente enfadado.

– Y toda la ciudad sabe que un médico valiente… -la señora Greenaway miró a Tonneman- evitó que emplumaran al señor Rivington. -Como Tonneman permaneció en silencio se volvió hacia Jamie-. ¿Doctor?

– Yo no, señora -respondió Jamie-, como ya debe saber. Yo no habría sido ni tan valiente ni tan temerario. Fue mi amigo quien evitó que el señor Rivington fuera emplumado.

Abigail profirió un grito sofocado.

Tonneman mostró el puño a su colega.

– Eres un canalla. Tú también estabas allí, a mi lado.

Jamie sonrió.

– Pero tú eras el líder valiente, y yo sólo un modesto secuaz a tu sombra -repuso entre carcajadas, mirando primero a la señora Greenaway y guiñando luego el ojo a Emma.

La joven se sonrojó.

– Oh, Dios mío -dijo Abigail a Tonneman-, podrían haberte herido. -Se volvió hacia su marido-. ¿Verdad, Richard?

– Esos rebeldes son unos asesinos y ladrones, la escoria de nuestra sociedad. No respetan ninguna ley, ni la del gobernador ni la del ejército; peor aún, ni siquiera respetan al rey. Eso es intolerable -declaró Willard.

Grace Greenaway lanzó varias carcajadas.

– ¡Menudo héroe! ¡Qué grande eres! Deberíamos colgar a esos bastardos y terminar con la anarquía de una vez por todas.

Willard dirigió una mirada a su esposa.

– Señoras -dijo Abigail, levantándose-, ¿por qué no dejamos que los caballeros fumen sus puros y tomen café en el salón? No tarden demasiado, caballeros. Les espera una velada musical muy agradable -comentó con una sonrisa afable mientras salían.

Un lacayo entró con una botella de coñac, que otro sirvió en copas de cristal. Willard cogió un puro y, mientras los criados atendían a los demás, le arrancó con los dientes un extremo y lo mojó con coñac antes de encenderlo con uno de los candelabros. Sus invitados le imitaron y luego se acomodaron en las sillas.

Apthorp se levantó de la mesa.

– He estado pensando en trasladar mi hacienda unos kilómetros más arriba. -Hizo un gesto con la cabeza a Tonneman y Jamie y añadió-: hasta que nos deshagamos de esos renegados, los Hijos de la Libertad, y los colguemos de sus propias astas de la libertad. Mi esposa vive en continua tensión a causa de los rumores que le cuentan los criados y los comerciantes que no se han marchado.

– No considero buena idea permitir que las mujeres se metan en política. Son frágiles y se asustan enseguida -señaló Willard.

– Abigail seguro que no… -Tonneman se interrumpió ante la mirada penetrante de Willard.

– Unos puros deliciosos -intervino Jamie sabiamente-. Apuesto a que su hermana tampoco se asusta fácilmente.

– Mi hermana es mi gemela -aclaró Willard-. Grace tiene el cerebro y a menudo la agudeza de un hombre. Por desgracia, no puedo decir lo mismo de mi sobrina. Esa niña necesita un esposo con mano dura. ¿Qué te parece, Tonneman? Cuenta con una dote nada despreciable.

Tonneman negó con la cabeza.

– No tengo intención de casarme -replicó pensativo, dándose cuenta de que hablaba en serio. De repente, sintió calor y se levantó-. Voy a tomar un poco el aire.

El vestíbulo estaba vacío. Oyó el murmullo de las voces de las damas procedente de la sala de estar. Al abrir la puerta, fue recibido por una ráfaga de viento. Sin pensarlo, se encaminó hacia la parte posterior de la casa. La puerta trasera se hallaba entreabierta, y Tonneman vislumbró, en medio de la oscuridad, la figura de espaldas de un hombre que conversaba en voz baja con alguien que se encontraba fuera.