– El congreso está preocupado. Malditos tories.
– Estamos todos unidos contra ellos. Nueva York no se rendirá.
Al oír los pasos de Tonneman, el hombre cerró la puerta. Sin embargo, el doctor tuvo tiempo de distinguir la delgada silueta de Ben Mendoza, que se escabullía en la oscuridad de la noche.
28
Viernes 24 de noviembre. Noche
Emma esbozó una sonrisa, se pintó los labios con el carmín de su madre y besó el camafeo de ónice para que le diera buena suerte.
– ¡Apresúrate, chica! -ordenó su madre a Lucy, la doncella que las había acompañado desde Londres.
El tono hiriente con que había hablado su madre hizo temblar a Emma, a pesar de que por primera vez desde la muerte de su padre, hacía ya tres años, se sentía querida de verdad.
Esperó a que la habitación de su madre quedara en silencio; la espera se convirtió en una eternidad. Abrió la puerta de la salita y echó un vistazo. La puerta del dormitorio de su madre estaba cerrada. Recogiéndose la falda, se dirigió de puntillas hacia la puerta y escuchó. Pensó que si su madre ya se había tomado la cerveza caliente, enseguida la oiría roncar. Y así fue. Su madre dormiría hasta la hora del té, ignorando que la buena de su hija tenía un amante, un apuesto y encantador amante.
Emma regresó a su habitación más que contenta y esperó con impaciencia la llegada de Betty.
La casa se hallaba en silencio desde la hora del almuerzo. Tanto niños como adultos dormían. Sólo se oía el trajinar de la servidumbre. Emma sabía que Lucy, tras haber tomado su cerveza caliente con especias, dormitaría en un rincón de la cocina, con el cesto de zurcir en el regazo.
Emma descorrió las cortinas y miró la calle. El día era gris. Había estado nevando. Decidió no preocuparse del tiempo, pues sólo deseaba salir al encuentro de su amado.
La puerta del saloncito se abrió. Emma se puso tensa. Oyó unos pasos; llamaron a la puerta.
– ¿Señorita?
Era Betty. Emma abrió la puerta de par en par y obligó a la doncella a entrar.
– Date prisa, venga -susurró con voz ronca.
Betty lanzó una risilla sofocada mientras dejaba el montón de ropa de cama sobre el lecho de Emma.
– Oh, señorita…
El uniforme de Betty estaba escondido debajo de la ropa de cama. La doncella la ayudó a vestirse.
Se miró en el espejo y pensó que nadie, excepto su amante, adivinaría su verdadera identidad.
Emma esperó impaciente a que Betty terminara de disponer las sábanas y las mantas de tal modo que diera la impresión de que una persona dormía debajo. Las chicas, satisfechas de su tarea, salieron sigilosamente de la habitación y se dirigieron hacia la escalera del servicio.
En el rellano encontraron el cesto, lleno de tejidos confeccionados en casa. Betty se lo tendió a Emma. Debajo de las telas se ocultaban la ropa interior de Emma y un camisón de seda blanco.
Emma besó a la doncella impulsivamente antes de bajar a toda prisa por las escaleras. Le habría gustado correr por las calles y proclamar: «Tengo un amante, tengo un amante.»
No corrió. Más tranquila que nunca, echó a andar en dirección este, con la mirada clavada en el suelo, ajena a los ciudadanos o soldados que se cruzaban en su camino. No pudo evitar sorprenderse de lo limpias que estaban las calles en comparación con las de Londres. Los aprendices de las tiendas que aún no habían cerrado barrían la acera, sacando brillo al cobre o limpiaban los cristales. En Nueva York ningún edificio ofrecía la pátina de polvo y centurias que caracterizaba a los de Londres.
Emma aceleró el paso al aproximarse al Common. ¿Dónde estaba él? ¿Acaso no acudiría? Anduvo con cautela para no resbalar. Por fin lo distinguió a lo lejos. Mientras se acercaba, el corazón empezó a latirle a toda velocidad.
Emma intuyó que a partir de ese día ya nada la separaría de él.
29
Sábado 25 de noviembre. De día
La jornada había empezado muy temprano para Gretel. Tras envolverse con la capa y la bufanda de lana, cogió el cesto y salió en dirección al mercado de Broadway. Tras el regreso de su Johnny, cada día era una ocasión festiva. Aunque el joven no era carne de su carne, había cuidado de él desde el día que falleció su madre. Quería, además, vivir para ocuparse también de sus hijos.
Estaba preocupada por él. Se había marchado a Londres siendo un chico feliz, risueño, y había vuelto más reservado. Esos años en Londres no le habían favorecido en nada. El pobre, ignorante él, era un lealista testarudo. Bueno, no del todo, aunque él así lo creyera. Era como un gatito que aún no había abierto los ojos. Era lealista, pero, a Dios gracias, todavía no era tory y, si Dios lo quería, pronto se convertiría en un patriota. Gretel lanzó un suspiro. Estaba convencida de que el tiempo lo arreglaría todo.
En Broadway los granjeros habían dispuesto sus carros en círculo como medida de protección contra el viento. Le dolían los ojos por el frío; aun así, se unió a las demás mujeres que examinaban los diversos productos. Se detuvo delante del viejo Van Griethuysen y examinó los pollos que exponía en una caja.
Los animales, que no paraban de cloquear, observaron también a Gretel. Erizaron las plumas y se apretujaron contra los listones de la caja. La mujer señaló con el dedo uno muy gordo:
– Ése de ahí.
El viejo Van Griethuysen abrió la caja, cogió el pollo por las patas y lo sostuvo boca abajo en el aire. Mientras Gretel lo palpaba para asegurarse de lo que compraba, el animal lanzó varios chillidos de indignación. Luego alargó el cuello y trató de dar un picotazo a Van Griethuysen, quien, más rápido que el pollo, esquivó el picotazo.
Gretel sonrió.
– Tienes un buen pico, amigo.
Gretel asintió con la cabeza. El viejo colocó el animal sobre una tabla y le cortó la cabeza con el hacha. La criatura decapitada se retorció, luchó y, cuando el viejo la dejó en el suelo, aún correteó unos pasos antes de caer muerta. Van Griethuysen la agarró, limpió la sangre de la herida, le ató las extremidades con una cuerda y la entregó a Gretel, quien la envolvió en un trozo de tela y la introdujo en el cesto. Adquirió además dos docenas de huevos, pagó lo que debía y luego fue a comprar una libra de mantequilla, leche, cerdo salado, patatas, nabos, zanahorias y cebollas.
Cuando regresaba a casa con el cesto lleno a rebosar, vio a una mujer desconocida salir por la puerta. Se cruzó con ella, y ambas se miraron fijamente. Gretel no podía creerlo. Por la manera en que iba maquillada, dedujo que se trataba de una prostituta. Con la mano se sujetaba la capa, lo que no impidió que Gretel le viera el escote; además, iba muy perfumada.
Al principio pensó en la posibilidad de que se tratara de una paciente. Decidió que eso no encajaba con esa ropa tan provocativa; cualquiera se helaría vestido así.
Gretel se dirigió hacia la puerta trasera. Estaba claro que esa mujer no era una paciente, puesto que no había salido por la puerta principal.
Una vez en la cocina, llenó una olla con agua y la puso a hervir para limpiar la cocina. Oyó al doctor Jamison trajinar por el piso superior. Al cabo de un momento, el hombre entró en la cocina para desayunar.
Preparando unos pastelitos Gretel se olvidó de la mujer. Sabía que su pequeño Johnny reclamaría una ración de pasteles. Quería tanto a ese chico. El ama de llaves añoraba los viejos tiempos, cuando ella era joven y el doctor Peter rebosaba de vida, siempre ocupado con sus pacientes. Pero había que enterrar el pasado.