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– ¿Qué clase de hijo es?

– Creo que es un tullido.

– Pues yo opino que es un hijo de puta.

– Un maldito yanqui hijo de puta.

Hickey les ordenó que regresaran a St. Paul y anunciaran a los demás que ya bastaba con el azufre que habían robado hasta entonces y que se marcharan a toda prisa. Él tenía asuntos que resolver.

Silbando Yankee Doodle, se levantó el cuello del abrigo y se alejó. El Gordo le pagaría una generosa cantidad de dinero por los nombres de los Hijos y su paradero.

No le había resultado nada complicado seguir la pista de los rebeldes. Pronto los tuvo al alcance del oído. Hickey dedujo que se habían separado, que huían en direcciones diferentes. La rueda de uno de los carros se había estropeado, de modo que Hickey contó con una guía inmejorable. Cuando estuvo lo bastante cerca distinguió, gracias a la luz de la luna y las farolas, la silueta del conductor y de otra persona más en la parte trasera. Siguió el carro hasta una casa de Maiden Lane.

El conductor cogió unos trozos de hielo del suelo y los arrojó contra las contraventanas cerradas del segundo piso. Un minuto después, como si estuvieran aguardándoles, alguien las abrió.

– Mariana, soy yo, Joel. Ben está herido. Baja a ayudarme.

– No te muevas -respondió una voz desde la ventana.

Al cabo de apenas dos minutos una figura delgada salió de la casa para unirse a los del carro. Hickey los siguió hasta otro edificio de Rutgers Hill.

La figura delgada introdujo al herido en la casa por la puerta trasera mientras el carro se alejaba.

Hickey se frotó las manos, en parte por el frío, en parte por avaricia. El Gordo estaría encantado con esa información. De la puerta trasera colgaba un letrero. Continuó espiando la casa. Decidió que era mejor regresar a la mañana siguiente para leer el letrero. Cuando hubo calculado que ya no podía ocurrir nada más en Rutgers Hill, se marchó, pensando en que todavía le quedaba algo por hacer.

31

Sábado 25 de noviembre. Noche

Tonneman parecía un niño; descalzo, recogía ostras en la orilla metiéndose más en la boca que en el cesto, pese a su intención de llenarlo.

Le encantaban las ostras crudas. Decidió coger dos más y comerlas. No paró hasta que se hubo zampado media docena.

Una vez satisfecho, arrojó las conchas vacías al agua y observó cómo las golondrinas marinas se sumergían para atraparlas lanzando roncos graznidos. A continuación se tumbó y cerró los ojos. La hierba le susurró canciones al oído y le acarició los brazos.

Despertó de golpe en el frío presente; estaba tendido en su cama. No se hallaba solo. La vela que recordaba medio apagada volvía a estar encendida y la sostenía una sombra. Ésta murmuró algo, dejó la vela encima de la mesa, se inclinó y le puso una mano en el hombro.

Tonneman creyó que seguía soñando. El tacto era real, pero como en un sueño. Con un rápido movimiento de manos agarró a la figura intrusa y la subió a la cama.

No tardó en percatarse de que sujetaba a una mujer. En su lecho. Se desasió de ella con la misma rapidez con que la había agarrado. La delgada figura se puso en pie.

– No tenía ningún derecho a hacerme esto -susurró. Tonneman notó que temblaba-. Sólo quería despertarle.

El hombre se sentó en la cama.

– ¿Qué quieres? -preguntó en voz alta.

– Por favor, hable más bajo -musitó, asustada-. Acompáñeme a la consulta. Le necesitamos.

Hizo ademán de querer bajar de la cama, y en ese instante su pálido rostro quedó iluminado. Tonneman ahogó un grito. A pesar de llevar el cabello suelto, reconoció en ella al chico del árbol. El corazón empezó a latirle a toda velocidad; no podía creer que no lo hubiese descubierto antes.

La muchacha buscó su boina entre las sábanas; se la puso y, con un sensual y delicado gesto, se escondió la larga cabellera negra, convirtiéndose de nuevo en un chico, aunque ya no volvería a serlo para Tonneman.

– Nadie debe enterarse -susurró-. Por favor, dese prisa.

Abrió la puerta del dormitorio, escudriñó el oscuro vestíbulo y salió.

Tonneman se apresuró a levantarse de la cama, ponerse los calzones, la camisa y las medias. Luego rompió la capa de hielo del jarro, vertió el agua helada en la jofaina y se salpicó la cara. El agua fría le despertó al instante. Se secó a medias con la toalla de algodón y por último cogió la vela.

Al pasar por delante de la habitación de Jamie oyó sus ronquidos. Bajó por las escaleras cautelosamente y se dirigió hacia la consulta.

Alguien había encendido una vela y la había colocado en el suelo para que el arco luminoso no rebasara la altura de la ventana, la cual se hallaba cerrada como medida de protección contra el frío viento de la noche.

La chica estaba inclinada sobre una figura sentada con las piernas separadas. Al ver entrar a Tonneman, se irguió; una vez más, el doctor se sorprendió de que el día que la había conocido no hubiese reparado en que era una chica, a pesar de llevar ropa masculina. Cuando se aproximó, Tonneman reconoció al doble de la joven; el aprendiz de Rivington. Se acordó del nombre: Ben Mendoza.

Con el rostro pálido y ojeroso, Ben llevaba vendado el antebrazo derecho, que le sangraba. Lo apoyaba contra un abrigo que hacía las veces de almohada.

Tonneman usó la vela para encender una lámpara de aceite.

– Nada de luz.

– Tranquila, no querrás que muera, ¿verdad? -Tonneman cogió unas vendas y un candelabro; vendó la herida y utilizó el candelabro como torniquete-. Sostenlo así, tirante, ¿comprendes?

– Sí.

Era evidente que la chica estaba muy preocupada por el herido, aunque en ningún momento perdió los nervios. En momentos como ése, no había nada peor que tener una mujer histérica al lado.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Tonneman mientras encendía la chimenea.

– Nos verán. Mariana Mendoza.

– ¿Quién? No importa. -Tonneman puso una mano encima del torniquete-. En el armario…

– ¿Quiere el coñac? -preguntó Mariana levantándose para alcanzarlo.

– Eres una chica muy lista.

– Su padre me enseñó… -Puso la mano en el torniquete-. Debería haber sabido cortar la hemorragia.

En ese instante Tonneman sintió una punzada. ¿Sería de envidia? Sin embargo, ya no reprochaba a su padre que hubiese tenido esa aprendiz secreta.

El paciente se quejó. El doctor no quería que el chico estuviese despierto cuando le hiciera lo que tenía que hacerle. Confiando en que Mariana seguiría ejerciendo presión sobre el torniquete, Tonneman procedió a retirar el vendaje empapado de sangre y vertió coñac en la herida.

Ben chilló de dolor. Mariana le tapó la boca con la mano libre.

– No, Ben.

El joven, consciente en todo momento, obedeció. Tonneman le hizo beber un trago de coñac y luego le introdujo un trozo de tela en la boca.

– Muérdelo. Otra vez.

Volvió a rociar la herida con coñac. El chico tembló, pero no emitió ningún chillido. Tonneman acercó la lámpara de aceite a la herida. Ben había tenido suerte; la bala no había penetrado en el hueso, sólo había rozado la arteria.

Era menester limpiar bien la herida. Tonneman se levantó y vio que Mariana ya había dispuesto el instrumental médico sobre un mostrador. Cogió la sonda y las pinzas y regresó junto al paciente.

– Aguanta, Ben. Veo ahí restos de pólvora. He de retirarlos por si contienen metal. De lo contrario, podrías acabar con un saco de pus en lugar de con un brazo.

– Adelante.

– Buen chico.

Desoyendo las protestas de Mariana, Tonneman encendió otra vela y emprendió su tarea. Cuando tuvo que hurgar más a fondo, temió por Ben, quien sin embargo resistió con entereza. Mariana observó la operación con la misma entereza que su hermano, sin desmayarse ni nada por el estilo. Al final, Tonneman volvió a rociar la herida con coñac.