– ¿Le dará unos puntos de sutura? -preguntó Mariana angustiada.
– La herida es demasiado profunda. Además, he de controlar esa arteria. -Tonneman cogió el atizador-. Agárralo. Muerde con fuerza, chico.
Tonneman cauterizó la herida con el metal al rojo vivo. Ben se retorció de dolor antes de desvanecerse. El olor a carne chamuscada llenó la pequeña habitación. Tonneman untó la herida con grasa y la cubrió con una venda limpia.
– Ya está. Puedes quitar el torniquete.
Mariana estaba pálida como un fantasma.
– ¿Vivirá mi hermano?
– Si la herida no se infecta, sí.
Tonneman abrazó a Mariana y le ofreció un trago de coñac. La joven lo bebió casi sin respirar. El doctor era consciente de que tenía la mano encima del hombro de la muchacha. Confuso por lo que sentía, decidió tomar un trago.
Mariana se apartó para arropar a su hermano con el abrigo, pero se detuvo en seco al ver que sangraba.
– En el armario, mantas.
– Lo sé -dijo mientras cogía una.
– No me confiaste tu secreto, pero sí me has confiado su vida. ¿Cómo sabías que podías contar conmigo?
Mariana se puso en pie. No era muy alta. Con el atuendo masculino y la mejilla y el mentón manchados con la sangre de su hermano, parecía un golfillo; mejor dicho, una golfilla.
– ¿Cuántos años tienes?
Como la muchacha no respondió, decidió limpiar el instrumental que había usado. Mariana se había arrodillado para cubrir a su hermano con una manta, susurrándole al oído. Luego le besó la frente y se levantó. Miró a Tonneman como si le sorprendiera que hubiera alguien más en la habitación.
– ¿Cómo ocurrió?
Mariana se encogió de hombros y palideció.
– ¿Por qué tanto secreto? Aunque no sea un whig, no se lo contaré a nadie.
Mariana se quedó mirándole fijamente unos instantes. Cuando Tonneman ya se había resignado a que no contestaría, la chica dijo:
– Su amigo es un tory.
– ¿Jamie? -Un mes antes, ese comentario le habría hecho gracia, pero ya no estaba tan seguro-. Supongo que sí. -Tonneman tomó otro trago de coñac-. ¿Es que todo está politizado en esta maldita ciudad?
– ¿No se ha enterado de lo que ocurre en el país? Aunque todo empezó en abril, hacía ya tiempo que venía incubándose. El sábado 23 de abril, a las cuatro de la tarde, el señor Revere llegó de Boston y las campanas de las iglesias comenzaron a doblar. Corrí hacia Broadway con los hombres para oír la noticia. Fue muy emocionante. Entre redobles de tambor nos dieron la consigna: «A las armas.» Esa noche el arsenal fue atacado por los Hijos de la Libertad.
Tonneman estaba como hipnotizado por esa mujercita; no era una cría, sino una mujer apasionada que, a pesar de hablar con cierta euforia infantil, sentía las cosas con la emoción de una mujer inteligente y fuerte.
– ¿Estaba Ben con ellos? -inquirió, animándola a continuar.
Mariana ignoró la pregunta.
– El señor Revere nos contó que cuatro días antes, en un lugar llamado Lexington Green, de Massachussetts, el rey había ordenado a sus tropas que dispersaran a la gente. -Mariana, adoptando una pose teatral, blandió un sable imaginario y declamó-: ¡Deponed las armas, malditos rebeldes, o sois hombres muertos! -Alzó aún más la voz y, con tono dramático, exclamó-: ¡Dispersaos, villanos, rebeldes! -Acto seguido abandonó la pose teatral-. Luego sonó el primer disparo, y en la refriega murieron ocho hombres, y otros diez resultaron heridos.
»De allí marcharon a Concord, donde tuvieron menos suerte; hombres y mujeres los esperaban encaramados a los tejados de casas y graneros, detrás de ventanas, paredes, árboles y piedras. Los echamos de la ciudad. Esa vez ganamos nosotros.
– Cierto -asintió Tonneman, muy serio.
– En mayo nuestro general Benedict Arnold tomó el fuerte Ticonderoga… cerca del lago Champlain.
– Sé dónde está.
– En junio se libró una batalla en Breed's Hill, Massachussetts; las de Lexington y Concord fueron pan comido comparadas con aquélla. El general Washington me comentó que era la primera batalla significativa para la revolución.
– ¿Te lo dijo a ti?
– Bueno… a mí y más gente. Pronunció un discurso ante un grupo de los nuestros, ya me entiende.
– Sí, comprendo.
Tonneman reprimió la risa ante el fervor con que hablaba Mariana, puesto que no deseaba ofenderla.
– El ejército regular inglés sometió a los nuestros a un duro bombardeo, pero lograron resistir. ¡Dios, tenían que hacerlo! No les quedaba demasiada munición; tan sólo quince balas de mosquete por hombre. Y yo pregunto; ¿es así como se hace la guerra? ¿Sabe qué dijeron a nuestros hombres? Pues que no dispararan hasta que tuvieran al enemigo enfrente. Y yo digo, en medio del humo de los cañones, las bombas de mortero y las balas de los mosquetes, uno está de suerte si consigue distinguir algo a menos de un palmo de la nariz. Además, el enemigo aprovecha cualquier oportunidad para volarte la tapa de los sesos. Si lo que tienes delante lleva un abrigo rojo y se mueve, dispara sin temor. Ésa es mi opinión.
Después de oír estas exaltadas palabras, a Tonneman se le quitaron las ganas de reír. Ese discurso cargado de ira le estremeció.
– Nos retiramos de Breed's Hill a Bunker Hill. Hubo una carnicería. Más de cuatrocientos hombres murieron o resultaron heridos. Los ingleses también tuvieron numerosas bajas. De todos modos, no esperaban que reaccionáramos como lo hicimos.
Ben lanzó un gemido. Mariana corrió a su lado y le abrigó mejor con la manta.
– Ese día la situación empezó a cambiar. Desde entonces ésta ha sido nuestra ciudad y nuestro país. -Acarició la mejilla de su hermano-. Su padre era uno de los nuestros -susurró, alzando la mirada hacia Tonneman.
El doctor cogió un trapo limpio, lo mojó y se arrodilló frente a Mariana.
– Tienes sangre en la cara.
Mirándole fijamente con esos ojazos negros abiertos de par en par, Mariana permitió que le pusiera la mano en el mentón y le limpiara la cara. Una vela parpadeó; estaba a punto de apagarse. Tonneman sintió una especie de hormigueo por todo el cuerpo. Le tembló la mano.
32
Sábado 25 de noviembre. Noche
Alentado por el éxito de la misión y sabiendo que podía obtener un buen puñado de dinero por la venta del azufre, Hickey enfiló Church Street, dobló a la derecha y se encaminó hacia la «tierra sagrada». Se excitó sólo con pensar en lo que le esperaba.
Los primeros prostíbulos de la zona no le convencieron. Le apetecía algo más íntimo, aunque no con esa vieja puta gorda con la cara llena de verrugas.
– Sé cómo hacerte feliz, cariño -prometió la ramera, cuyo aliento olía a cebolla.
– Vete al carajo, puta de mierda.
La ramera retrocedió un paso y le escupió desde una distancia prudencial.
– Vete al infierno, desgraciado.
El irlandés la amenazó con pegarle un puñetazo en la cara, y ella salió corriendo hacia el extremo opuesto de la calle. Hickey se quitó la saliva helada de la cara. En ese preciso instante distinguió a lo lejos a la fulana que quería, antes incluso que ella se fijara en él. Abrigada con una pesada capa, venía de la dirección de Broadway.
Hickey sacó unas monedas del bolsillo y las pasó de una mano a la otra, recreándose en el ruido que producían. Estaba seguro de que la chica reconocería el sonido y se acercaría.
Hickey se mordió el labio al ver que la mujer erguía la espalda. Mientras ella aceleraba el paso, el hombre guardó las monedas en el bolsillo, todas menos una. Advirtió que la prostituta lo observaba. Cuando se acercó a él servilmente, se sintió satisfecho al comprobar que era más alta que él.
– Seré buena contigo, cariño, te lo prometo -dijo con acento londinense, sonriendo sin apartar la vista de la moneda-. De todos modos, valgo más que esa moneda.