– Sí, señor.
Elizabeth obedeció resignada, pero al volverse de espaldas para regresar a la cocina enrojeció de ira.
– Muy bien. ¿Qué habéis decidido tú y el gobernador?
– Esta taberna, al estar en Broad Street, se halla justo en la línea divisoria entre mi distrito y el de Waddel. Con el consentimiento del gobernador, me encargaré de que mi alguacil y los serenos la vigilen, y quiero que Waddel haga lo mismo.
– ¿Qué traba pone Waddel? Es un buen tory.
– Ya. -Matthews entornó los párpados-. Pues yo creo que es demasiado lealista.
El alcalde Hicks miró alrededor.
– Aquí estamos en franca minoría.
– Tarde o temprano las cosas cambiarán -señaló Matthews con gravedad.
– Espero que tengas razón. Creemos que gobernamos la ciudad, pero si los Hijos o uno de esos malditos comités nos ordenan que saltemos, tendremos que preguntarles a qué altura.
Matthews respondió a esa afirmación escupiendo, no en la escupidera más próxima, sino en el suelo.
– Me extraña que aún no nos hayan obligado a hacer las maletas -declaró Hicks. Suspiró-. ¿Qué quieres que haga?
– Que digas a Waddel que coopere. Los hombres del rey volverán a controlar Nueva York quizá antes de la primavera. Y lo que haga o no haga será tenido en cuenta… Nos acordaremos de lo que haga cada ciudadano.
Matthews observó a Sam el Negro, que salía de la cocina con un puchero de estofado y se sentaba a la mesa de unos hombres con camisas de cazador y pantalones de cuero. El grupo no dejaba de reír.
El alcalde tomó otro trago de café.
– Que se lo ordene tu amigo Tryon. La verdad es que mientras estuvo en tierra, su intervención no fue demasiado acertada. Si crees que a bordo del barco… Esté donde esté, el glorioso gobernador trata de dirigir la ciudad; mi ciudad.
– Su ciudad, querrás decir. -Matthews volvió la cabeza hacia los clientes de la taberna. Tras tomar otro bocado, agregó-: Hazlo por mí, Whitehead -suplicó.
– Está bien, hablaré con Waddel. Ahora déjame en paz.
– Gracias, señor.
Matthews se sentía orgulloso de la pequeña victoria que acababa de conseguir.
En ese momento Maurice Arthur Jamison, médico y cirujano, entró en el local. El alcalde le saludó con la mano y le invitó a sentarse.
– Hola, doctor Jamison. ¿Te acuerdas del doctor? Es el amigo del joven Tonneman. Es el nuevo director del colegio de medicina.
Matthews sonrió. Teniendo bajo su control al alguacil y los serenos de Waddel, estaría al tanto de lo que ocurría en la taberna de Sam Fraunces. Y cuando la situación cambiara -lo que era seguro-, colgaría a ese bastardo de Sam del árbol más alto del Common.
– ¿Te acuerdas del concejal Matthews?
– Naturalmente.
– ¿Quieres sentarte con nosotros?
– Estaré encantado.
Jamison centró su atención en la exposición de armas de la pared de enfrente.
– ¿Quieres tomar algo?
– Un café. Alcalde, un momento.
– Elizabeth -llamó Matthews.
El alcalde se inclinó hacia Jamie.
– Me temo que hay otra cabeza, otro caso de mujer decapitada…
– ¿Cómo? -inquirió el alcalde, estupefacto.
– Esta mañana el doctor Tonneman y yo encontramos…
– ¡Cielo santo!
– Tonneman ha llamado a la autoridad local y también al alguacil Goldsmith.
– Como si no tuviera ya bastantes problemas. Tendré que ir a casa de Tonneman tan pronto como…
– Una coincidencia muy interesante, caballeros. Era pelirroja, como la primera.
– Por el amor de Dios, basta ya -exclamó el alcalde, que había palidecido.
Jamie, obedeciendo al alcalde, decidió levantarse para acercarse a la pared donde se exponían los objetos africanos. La última vez que había estado en la Cabeza de la Reina había quedado fascinado con las dos espadas de filo dentado. Como buen cirujano, le gustaba toda clase de filos, aunque reconocía que las cimitarras poseían una belleza exquisita.
De todos modos, ese día se estremeció al contemplar las armas. Se reunió con Hicks y Matthews en el instante en que Elizabeth servía el café que había pedido.
– Gracias. Vaya, volvemos a vernos.
Jamie le tocó la muñeca con la yema de los dedos. ¿Tenía el pulso acelerado o eran imaginaciones suyas?
Elizabeth sonrió con recato.
– No sé de qué me habla, señor.
– Los huevos rotos. Hace ya diez u once días.
– Ah, sí. Iba usted con un amigo muy galante.
Jamie frunció el entrecejo.
– Tonneman -aclaró al alcalde.
Jamie advirtió con disgusto que la mujer miraba alrededor en busca de Tonneman.
– ¿No ha venido con usted?
– Pues no. Maldita sea, incluso estando ausente piensas en él, no en mí. -Le apretó la muñeca. Comprobó que era a él a quien se le había acelerado el pulso, no a ella.
– ¿Supone que pienso en usted?
– Me encantaría. Yo sí pienso en ti.
– Me halaga, señor, pero olvida usted que soy una mujer casada, madre de dos niñas. -Con gran aplomo y elegancia liberó su mano de la de Jamie-. Con permiso, hay gente que espera.
Elizabeth hizo una reverencia y se fue a servir otra mesa.
– Una fulana encantadora.
– Lo más probable es que también sea negra -comentó Matthews al tiempo que sacaba una cajita de tabaco en polvo del abrigo e invitaba a Jamie, quien rechazó el ofrecimiento con un gesto de la cabeza.
– Qué lástima. -Jamie suspiró-. Sin embargo, sigo creyendo que me serviría para una noche.
– Es usted un tipo magnífico, Jamison. Estoy convencido de que ha valido la pena conocerle.
– ¿Hay que hablar de algo más? -preguntó el alcalde Hicks a Matthews.
– Yo ya he terminado.
– No es necesario que finjas delante del doctor. Es un buen tory, ¿verdad, señor?
– Mejor que eso. Soy monárquico convencido.
Matthews carraspeó.
– Una distinción inmejorable. -Volviéndose hacia el alcalde, añadió-: Quiero que se vigile a Sam Fraunces porque ese maldito rebelde hijo de puta negro coquetea demasiado con el congreso continental y George Washington.
Jamie arqueó las cejas.
– ¿Aquí también? Hace diez días estuve en el café Burns y fui atacado por un grupo de hombres en la calle. Les demostré qué era recibir una patada en el culo de un monárquico. Cerdos bastardos, son todos unos… Había oído que Nueva York era un nido de tories. Yo diría más bien que es una colmena de rebeldes.
– Comparto su opinión -dijo Matthews-. ¿Y qué se debe hacer con una colmena? Ahumarla.
El alcalde hizo un movimiento brusco, cuyo efecto lamentó el pie enfermo.
– ¿Es que no sabéis hablar de otra cosa? Perdona el atrevimiento, doctor, pero ocurre que ya no somos los dueños de este lugar.
– Tal vez tú no -repuso Matthews-, pero yo sí. Las cosas cambian, y aquí cambiarán sin duda.
– ¿Todo en orden, señores? -preguntó Sam el Negro con una sonrisa en los labios. Su presencia resultó algo amenazadora a los tres hombres.
Jamie escrutó al fornido tabernero. Matthews tenía razón; era negro.
– Todo en orden -respondió el alcalde.
– Me alegro.
Matthews carraspeó y escupió en el escupidor metálico más próximo, pero no acertó, de modo que salpicó el ya manchado suelo de madera.
– Tienes una clientela muy interesante, tabernero.
– Me encantaría que los que vienen a beber y comer aquí tuvieran gustos más selectivos.
– No hablo de gustos, sino de política.
Sam el Negro sonrió.
– Eres un maldito bastardo. Si te referías a política, entonces me pregunto qué demonios haces tú aquí. Podría cometerse un asesinato.
– Tienes razón -replicó Matthews enfáticamente.
– ¿Por qué no nos hace el favor, concejal Alderman, de marcharse?