– Todavía no he terminado mi café.
– No me refiero a que se vaya de la taberna, ni de la ciudad, sino a que se largue del país.
Matthews prefirió no responder.
– Hay algo más -dijo el concejal pausadamente.
– ¿Sí?
– Ya sabes que no está muy bien visto que abras los días festivos.
– De acuerdo, no abriré más.
– Eso mismo dijiste la última vez. Espero que esta vez cumplas tu palabra.
– Me gusta que abra los domingos -intervino el alcalde-. ¿Dónde, si no, iría a desayunar?
Matthews miró a Hicks con desdén.
Sam se volvió hacia Jamie.
– Le he visto contemplar mi colección.
– Cierto. Las cimitarras son espléndidas.
– Son africanas, fabricadas por tribus primitivas, aunque el acero es de Damasco. Venga, eche otro vistazo.
Jamie se quedó mirando a Matthews y el alcalde un instante. Luego se encogió de hombros, se levantó y se fue con Sam hasta la pared. Deslizó los dedos por el metal dentado de las cimitarras.
– Ese reflejo es la marca de autenticidad del acero de Damasco.
Jamie asintió.
– Alguien me robó una ayer por la noche -comentó Sam impasible.
– ¿Ah, sí?
– Sí. Tenía tres; dos aquí, en la pared, y otra en mi habitación. -Acarició el filo de la espada de la derecha-. ¿Ve?, ésta no es idéntica a la otra…
– Jamison, nos vamos -exclamó Matthews.
El doctor se volvió. Portando el taburete encojinado, el alcalde Hicks se dirigía hacia la puerta al tiempo que musitaba algo. Matthews dejó unas monedas en la mesa y siguió al alcalde.
– Si me disculpa -dijo Jamie inclinando la cabeza para despedirse caballerosamente.
– Por supuesto.
Sam no inclinó la cabeza. Había aprendido que la mejor manera de tratar a los tories consistía en no perderles ni un minuto de vista.
En el umbral de la puerta Jamie chocó con una mole de hombre que se disponía a entrar.
– Perdone.
– Buenos días, señor -saludó Oso Bikker con educación.
– Buenos, días, Oso. Pasa -invitó Jamie con un gesto de la mano-. Este lugar es ideal para ti.
38
Domingo 26 de noviembre. Mañana temprano
Tonneman descubrió el objeto detrás de unos arbustos en la parte trasera de la casa. Estaba envuelto con una tela de seda blanca, que se confundía con la nieve. De no haber sido porque un trozo brillaba con el sol, Tonneman no lo habría descubierto. Se inclinó para sacarlo de entre las ramas rígidas; no necesitó desenvolverlo para saber qué contenía. La tela blanca estaba manchada de rojo. Se trataba de una espada; una cimitarra de filo dentado.
Matthews acudió primero, montado en un caballo gris. El carruaje del alcalde llegó pocos minutos después.
– ¿Has encontrado el resto? -Estas fueron las primeras palabras que pronunció el alcalde.
Tonneman asintió con tristeza.
– En la parte delantera, cerca de las escaleras.
– ¿Qué tienes ahí? -preguntó Jamie mientras se apeaba del carruaje-, si no es mucho preguntar, claro.
Se acercó para ver mejor la espada.
Tonneman le tendió el arma.
– Y ahora, caballeros, ¿dónde han visto un arma igual que ésta? -preguntó Jamison con su mejor tono de conferenciante.
Tonneman, agotado, suspiró pesadamente.
– Jamie, si sabes algo, por favor, dilo ya. No estoy para juegos socráticos.
– Yo lo sé. -Matthews desmontó sonriente, sin molestarse en mirar el arma-. Es de ese bastardo negro -informó, rebosante de satisfacción.
– Exacto -confirmó Jamie-. Es la espada de Sam Fraunces. Es idéntica a una de las dos que cuelgan de la pared de la taberna.
– Gracias por la información, Jamie, pero… -Tonneman le quitó la espada-. Señor alcalde.
– No puedo moverme -se quejó Hicks-. Es la maldita gota.
Tonneman meneó la cabeza.
– ¿Se ha tomado la medicina que le preparé?
– No. Malditos calambres, creí que me moría.
– Si me hubiese hecho caso, el dolor habría desaparecido.
– Está bien -concedió el alcalde descendiendo del carruaje con el taburete en la mano.
Tonneman se encaminó hacia el sitio donde yacía el cadáver. Los demás lo siguieron. Junto al cuerpo se hallaban Goldsmith y Fred Hood, alguacil del distrito este, un hombre no muy alto, con la cara llena de verrugas que no parecía muy contento. Junto a ellos había un carro.
– Señor -saludó Goldsmith.
Hood se quitó el bicornio.
– Señor.
– La cabeza, Goldsmith.
Tonneman contempló el cadáver ensangrentado. La nieve alrededor estaba teñida de rosa.
Goldsmith se dirigió al carro y sacó el cesto que contenía la cabeza.
– Muéstrala, por favor -ordenó Tonneman-. ¿Qué vemos, señores, en el cesto y en el suelo?
– Tonneman -protestó Hicks-, nada de adivinanzas. Ya llego tarde a misa.
Matthews sonrió.
– Te creo, Whitehead.
– Es verdad -insistió el alcalde-. Además, este maldito pie me tiene harto.
Matthews examinó la cabeza y luego el cuerpo.
– Lo que vemos… -el concejal se acercó al carro y se limpió la nieve teñida de rojo de las botas con la rueda trasera- es la cabeza cortada -señaló el cadáver-…del cuerpo de una mujer con una espada africana que pertenece a Sam Fraunces el Negro, ese asqueroso rebelde, negro hijo de puta y jodido villano.
Jamie se mordía el labio inferior.
– Una corrección; no encajan.
– ¡Ay, Dios! -exclamó el alcalde-. Había entendido que sí -dijo dirigiéndose a Tonneman-. ¿De modo que la cabeza y el cuerpo no encajan? -preguntó a Jamie.
Éste negó con la cabeza.
– No es eso -aclaró Tonneman-. La cabeza encaja perfectamente con el cuerpo.
– Se trata de la espada -añadió Jamie-. El arma tiene el filo dentado; en cambio la cabeza fue cortada con un cuchillo normal y corriente.
39
Lunes 27 de noviembre. Mañana
El día había empezado para el alguacil Goldsmith de modo poco propicio. Su esposa Deborah y su suegra Esther se habían enzarzado en una discusión, culpándose mutuamente de que el fuego de la chimenea se hubiera apagado. Goldsmith había decidido muy sabiamente esconderse en la cama, fingiendo dormir, para evitar que le obligaran a emitir un veredicto.
Sus hijas Ruth y Miriam constituían su único consuelo. Estaba tomando el té y jugando con las niñas cuando Deborah irrumpió en la cocina.
– Hace ya una semana que te dije que había que calafatear la ventana de la cocina. El fuego se apaga a causa del viento que se filtra.
Como siempre, él tenía la culpa de todo.
El alguacil Fred Hood le había sacado del atolladero sin saberlo; había llamado a la puerta y anunciado que se trataba de un asunto urgente.
– El alcalde quiere vernos.
Tras coger el abrigo, la bufanda, el sombrero y un trozo de pan seco, Goldsmith se dirigió a la puerta.
Deborah se interpuso en su camino.
– ¿Adónde vas, Daniel Goldsmith, sin el pan de avena y arenque? -Abrió la puerta-. Buenos días tenga, señor.
– Fred Hood para servirla, señora. -Se quitó el bicornio-. Perdone, pero el alcalde… -Se limpió las botas, entró en la casa y susurró a su colega al oído-: Reunión sobre el loco que anda cortando la cabeza a las mujeres.
Goldsmith se rascó la zona de los puntos. Ya no llevaba vendaje.
– Por favor, Deborah, el alcalde quiere verme. -Se puso el abrigo-. ¿No es así, Fred?
– Es verdad, señora Goldsmith.
– Con este frío, y sin desayunar, caerás enfermo y morirás. Y luego ¿quién cuidará de tu esposa, su madre y tus inocentes hijas?
Goldsmith permaneció inmóvil mientras Deborah le arreglaba la bufanda.