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Reinó el silencio. Al cabo de unos segundos, Fadil dijo roncamente:

– Yo.

– No hagas eso, Hakim -advirtió Rob.

– Eres nuestro jefe y nuestro único médico -le recordó Karim.

Fadil no parecía haberlos oído.

– Entraré, mercader.

– Yo también -dijo Abbas Sefi.

Ambos desmontaron.

Se oyó el sonido de una pesada tranca lentamente movida. Vislumbraron una cara pálida y barbada mientras la puerta se abría apenas lo suficiente para que los dos hombres se deslizaran en el interior de la casa. Luego se oyó otro portazo y la tranca que volvía a ocupar su lugar.

Los que quedaron fuera parecían hombres a la deriva en alta mar. Karim miró a Rob.

– Tal vez tengan razón -musitó.

Mirdin no pronunció palabra; su expresión era de preocupación o incertidumbre.

El joven Alí estaba en un tris de echarse a llorar.

– El Libro de la plaga -dijo Rob al recordar que Fadil lo llevaba en una gran bolsa colgada de una tira alrededor de su cuello.

Se acercó a la puerta y la aporreó con sus puños como si diera martillazos.

– Idos -ordenó Fadil con voz aterrorizada, temiendo sin duda que abrieran la puerta y cayeran sobre él.

– ¡Óyeme bien, piltrafa, cobarde! -gritó Rob, arrebatado por la rabia-. Si no nos das el libro de Ibn Sina, reuniremos madera y brozas y las amontonaremos contra las paredes de esta casa. Para mí será un placer prenderles fuego personalmente, médico de pacotilla.

Al instante volvieron a oír el movimiento de la tranca. Se abrió la puerta y el libro cayó en el polvo, a sus pies.

Rob lo recogió y montó. Su furia se fue desvaneciendo a medida que cabalgaba, porque una parte de su ser anhelaba estar con Fadil y Abbas Sefi en la protegida casa del mercader.

Pasó un buen rato hasta que se decidiera a volverse en la silla. Mirdin y Karim iban muy atrás, pero lo seguían. El bisoño Alí Rashid ocupaba la retaguardia, llevando a rastras el caballo de carga de Fadil y la mula de Abbas Sefi.

El camino atravesaba un llano pantanoso casi en línea recta, y luego se volvía tortuoso en una cordillera rocosa de montanas peladas que recorrieron durante dos días. Finalmente, en el descenso hacia Shiraz, la tercera mañana, divisaron humo a lo lejos. A medida que se acercaban, veían hombres quemando cadáveres en el exterior del recinto amurallado. Más allá de Shiraz, distinguieron las estribaciones de su famosa garganta, Teng-i-Allahu Akbar, o Paso de Dios es Grandioso. Rob notó que docenas de grandes aves negras revoloteaban por encima del paso, y supo que por fin se habían encontrado con la pestilencia.

Ningún centinela guardaba las puertas cuando entraron en la ciudad.

– Entonces ¿los seljucíes estuvieron en el interior de los muros? -preguntó Karim, porque Shiraz parecía saqueada.

Era una ciudad primorosa, de piedra rosa, con muchos jardines, pero por todas partes se veían tocones indicativos de que otrora había habido grandes árboles majestuosos que daban sombra; incluso habían arrancado los rosales de los jardines para alimentar las piras funerarias. Como en un sueño, siguieron cabalgando por las calles desiertas.

Finalmente, divisaron a un hombre de andar bamboleante, pero en cuanto lo llamaron e intentaron aproximarse, se escondió detrás de unas casas.

En breve, encontraron a otro transeúnte, pero esta vez lo arrinconaron con sus caballos cuando intentó escapar. Rob J. desenvainó la espada.

– Responde y no te haremos daño. ¿dónde están los médicos?

El hombre estaba aterrorizado. Sostenía delante de la boca y la nariz un pequeño bulto, probablemente con hierbas aromáticas.

– Con el kelonter -jadeó, señalando calle abajo.

En el camino se cruzaron con una carreta dedicada a la recogida de cadáveres. Estaban a cargo de ella dos hombres robustos, con las caras más veladas que si hubiesen sido mujeres. En un momento dado, detuvieron su vehículo para cargar el cuerpo de un niño al que habían dejado tirado en la calle. La carreta ya transportaba tres cadáveres adultos: un hombre y dos mujeres.

En las oficinas municipales se presentaron como la misión médica de Ispahán. Los miraron con estupor un hombre duro de traza militar y un anciano achacoso; ambos tenían las caras demacradas y los ojos fijos de un largo insomnio.

– Yo soy Dehbid lafiz, kelonter de Shiraz -dijo el más joven-. Y este es Hakim Isfari Sanjar, nuestro último médico.

– ¿Por qué están las calles desiertas? -preguntó Karim.

– Éramos catorce mil almas -explicó Hafiz-. Con la llegada de los seljucíes se sumaron cuatro mil de este lado de la protección de nuestra muralla. Con la irrupción de la plaga, un tercio de los que estaban en Shiraz huyeron, incluidos -prosiguió amargamente- todos los ricos y la totalidad del gobierno, contentos con dejar a este kelonter y a sus soldados para que custodiaran sus propiedades. Aproximadamente seis mil han muerto. Los que aún no se han visto afectados se encierran en sus hogares y ruegan a Alá ¡misericordioso sea! que los mantenga así.

– ¿Cuál es tu tratamiento, Hakim? -preguntó Karim.

– Nada sirve contra la peste -dijo el anciano doctor-. El médico sólo puede abrigar la esperanza de proporcionar algún consuelo a los moribundos.

– Nosotros todavía no somos médicos -dijo Rob-, sino aprendices enviados por nuestro maestro Ibn Sina, y nos ponemos a tus órdenes.

– Yo no doy órdenes; vosotros haréis lo que podáis -dijo bruscamente Hakim Isfari Sanjar, e hizo un ademán-. Sólo os daré un consejo. Si seguís vivos como yo, todas las mañanas debéis tragar con el desayuno un trozo de pan tostado empapado en vinagre de vino, y antes de hablar con cualquier persona debéis beber un trago de vino.

Rob J. comprendió que lo que había confundido con los achaques de una edad avanzada, no era más que una borrachera.

Los registros de la misión médica de Ispahán.

Si este compendio se encuentra después de nuestra muerte, será generosamente recompensado su envío a Abu Alí at-Husain ibn Abdullah ibn Sina, médico jefe del maristán, Ispahán. Redactado el día 19 del mes de Rabia I, del año 413 de la Hegira.

Llevamos cuatro días en Shiraz, durante los cuales han muerto 243 personas. La pestilencia comienza como una fiebre leve seguida por dolor de cabeza, a veces intenso. La fiebre sube mucho inmediatamente antes de que aparezca una lesión en la ingle, en una axila o detrás de una oreja, corrientemente llamada buba. En el Libro de la plaga se mencionan esas bubas, que según Hakim Ibn al-Khatib de al-Andalus estaban inspiradas por el diablo y siempre tienen forma de serpiente. Las que observamos aquí no tienen forma de serpiente; son redondas y llenas, como la lesión de un tumor. Pueden ser grandes como una ciruela, pero en su mayoría presentan el tamaño de una lenteja. Suelen registrarse vómitos de sangre, lo que en todos los casos significa que la muerte es inminente.

La mayoría de las víctimas fallecen a los dos días de la aparición de una buba. En unos pocos afortunados, la buba supura. Cuando esto ocurre, es como si un humor maligno saliera del paciente, que entonces puede recuperarse.

Firmado: Jesse ben Benjamín, Aprendiz

Encontraron un lazareto establecido en la cárcel, de donde habían sido liberados los prisioneros. Estaba abarrotado de muertos, agonizantes y recién afectados, de modo que era imposible atender a alguien. El aire estaba cargado de gruñidos y gritos, y del hedor a vómitos sanguinolentos, cuerpos sin lavar y desperdicios humanos.

Después de ponerse de acuerdo con los otros tres aprendices, Rob fue a ver al kelonter y solicitó el uso de la ciudadela, que ahora albergaba a los soldados. Una vez concedida su petición, fue de paciente en paciente por toda la prisión, comprobando su estado, sosteniéndoles las manos.