El mensaje que se transmitía a sus propias manos solía ser fataclass="underline" la llama de la vida se extinguía.
Los moribundos fueron trasladados a la ciudadela, y como formaban una gran mayoría de los enfermos, los que aún no agonizaban serían atendidos en un sitio más limpió y menos hacinado.
Corría el invierno persa, y las noches eran frías y las tardes, cálidas. La nieve de las cumbres brillaba, y por las mañanas los aprendices de médicos necesitaban sus pieles de carnero. Por encima del desfiladero, los buitres negros planeaban en numero creciente.
– Tus hombres arrojan los cadáveres por el paso en lugar de incinerarlos -dijo Rob J. al kelonter.
Hafiz asintió.
– Lo he prohibido, aunque quizás tengan razón. La madera escasea.
– Todos los cadáveres deben ser incinerados -replicó Rob con tono firme, pues se trataba de algo en lo que Ibn Sina había sido inexorable-. Debes hacer lo necesario para cerciorarte de que se cumplan tus órdenes.
Aquella tarde decapitaron a tres hombres por arrojar cadáveres en el paso, sumando las muertes por ejecución a las que se cobraba la plaga. No era esa la intención de Rob, pero Hafiz se sentía agraviado.
– ¿Dónde van a conseguir madera mis hombres? Ya no quedan árboles.
– Envía soldados a las montañas para que los talen -sugirió Rob.
– No volverían.
De tal suerte, Rob delegó en el joven Alí la tarea de entrar con soldados en las casas abandonadas. Casi todas eran de piedra, pero tenían puertas y postigos de madera, así como sólidas vigas para sostener las techumbres. Alí indicó a los hombres que arrancaran y rompieran, y empezaron a chisporrotear las piras fuera de los muros de la ciudad.
En principio siguieron las instrucciones de Ibn Sina y respiraron a través de esponjas empapadas en vinagre, pero estas obstaculizaban su trabajo, y en seguida las descartaron. Siguiendo el ejemplo de Hakim Isfari Sanjar, todos los días se atragantaban con una tostada empapada en vinagre y bebían una buena cantidad de vino. A veces, al caer la noche, estaban tan ebrios como el viejo Hakim.
En medio de su borrachera, Mirdin les habló de su mujer, Fara, y de sus hijitos Dawwid e Issachar, que esperaban su regreso sano y salvo a Ispahán.
Habló con nostalgia de la casa de su padre a orillas del mar de Omán, donde su familia recorría la costa comprando aljofares.
– Me gustas -le dijo a Rob-. ¿Cómo puedes ser amigo de mi repugnante primo Aryeh?
Entonces Rob comprendió la frialdad inicial de Mirdin.
– ¿Yo amigo de Aryeh? Yo no soy amigo de Aryeh. ¡Aryeh es un idiota!
– ¡Eso es, es exactamente un idiota! -gritó Mirdin, y todos se desternillaron de risa.
El elegante Karim arrastraba las palabras contando historias de conquistas femeninas, y prometió que en cuanto regresaran a Ispahán encontraría para el joven Alí el par de tetas más hermoso de todo el Califato oriental.
Karim corría todos los días de un lado a otro de la ciudad de la muerte. A veces se mofaba de sus compañeros, que no tenían más remedio que correr con él, pasando por las calles desiertas junto a casas desocupadas, o cerca de otras en las que se acurrucaban los sanos con los nervios a flor de piel, o frente a cadáveres a la espera de la carreta. Con sus burlas, Karim pretendía huir de la espantosa vista de la realidad. Porque a todos los trastornaba algo más que el vino. Rodeados de muerte, eran jóvenes y estaban vivos, e intentaban enterrar su terror fingiéndose inmortales e inmunes.
Registros de la misión médica de Ispahán.
Día 28 del mes de Rabia I, del año 413 de la Hegira.
Las sangrías, las ventosas y las purgas parecen dar pocos resultados.
La relación de las bubas con las muertes a causa de esta plaga resulta interesante, pues sigue observándose que si la buba estalla o evacua regularmente su hedionda supuración verde, es probable que el paciente sobreviva.
Tal vez muchos perecen por causa de la fiebre terriblemente alta que consume las grasas de sus cuerpos. Pero cuando la buba supura, la fiebre cae precipitadamente y comienza la recuperación.
Habiendo observado este fenómeno, nos hemos empeñado en madurar las bubas que podrían abrirse, aplicando cataplasmas de mostaza y bulbos de lila; cataplasmas de higos y cebollas hervidas, todo molido y o mezclado con mantequilla; además de una diversidad de emplastos que favorecen la exudación. En algunos casos, hemos abierto las bubas y las hemos tratado como úlceras, con escaso éxito. Con frecuencia estas inflamaciones, en parte afectadas por la destemplanza y en parte por ser violentamente maduradas, se vuelven tan duras que ningún instrumento puede cortarlas. En estos casos, hemos intentado quemarlas con cáusticos, también con malos resultados. Muchos murieron locos de atar por el tormento, y algunos durante la operación propiamente dicha, de modo que puede afirmarse que hemos torturado a estas pobres criaturas hasta matarlas. Pero algunas se salvan. Claro está que igual hubieran sobrevivido sin nuestra asistencia, pero nos consuela creer que hemos sido útiles a unos pocos.
Firmado: Jesse ben Benjamín, Aprendiz
– ¡Recolectores de huesos! -gritó el hombre.
Sus dos sirvientes lo dejaron caer sin ceremonias en el suelo del lazareto y salieron corriendo, sin duda para birlarle sus pertenencias, un robo corriente durante una plaga que parecía corromper las almas con la misma rapidez que los cuerpos.
Padres enloquecidos de terror abandonaban sin la menor vacilación a sus hijos aquejados de bubas. Aquella mañana habían sido decapitados tres hombres y una mujer por pillaje, y desollaron a un soldado por violar a una moribunda. Karim, que había llevado consigo a soldados armados y provistos de cubos con agua de cal para limpiar casas en las que había habido apestados, contó que se ofrecían en venta todo tipo de vicios, y que había sido testigo de tal depravación que resultaba evidente que muchos se aferraban a la vida a través del delirio de la carne.
Poco antes de mediodía, el kelonter, que nunca había entrado personalmente en el lazareto, envió a un soldado pálido y tembloroso a pedir a Rob y a Mirdin que salieran a la calle, donde encontraron a Kafiz olisqueando una manzana cubierta de especias para alejar el brote.
– Os informo de que el recuento de los fallecidos ayer descendió a treinta y siete -dijo con tono triunfal.
La mejora era espectacular, porque el día más virulento, en medio de la tercera semana posterior a la erupción, habían perecido 268 personas. Kafiz les dijo que, según sus cálculos, Shiraz había perdido 861 hombres, 565 mujeres, 3,193 niños, 566 esclavos, 141 esclavas, dos sirios cristianos y 32 judíos.
Rob y Mirdin intercambiaron una mirada significativa, pues a ninguno de los dos se les pasó por alto que el kelonter había enumerado a las víctimas en orden de importancia.
El joven Alí se aproximaba, andando calle abajo. Curiosamente, el muchacho habría pasado junto a ellos sin dar muestras de reconocerlos, si Rob no lo hubiese llamado por su nombre.
Rob se acercó a él y vio que su mirada era rara. Cuando le tocó la cabeza, el conocido ardor le heló el corazón.
"¡Ah, Dios!"
– Alí -dijo tiernamente-, debes entrar conmigo.
Habían visto morir a muchos, pero la rapidez con que la enfermedad se apoderó de Alí Rashi hizo sufrir en carne propia a Rob, Karim y Mirdin.
De vez en cuando, Alí se retorcía en un espasmo repentino, como si algo le mordiera el estómago. El dolor lo estremecía convulsivamente y arqueaba su cuerpo en extrañas contorsiones. Lo bañaron en vinagre, y a primera hora de la tarde albergaron esperanzas porque estaba casi frío al tacto. Pero fue como si la fiebre se hubiera acumulado, y con el nuevo ataque Alí estaba más caliente que antes, con los labios agrietados y los ojos en blanco.
Entre tantos gritos y quejidos, los suyos prácticamente se perdían, pero los otros tres aprendices los oían con claridad porque las circunstancias los habían convertido en la familia del muchacho.