Durante la noche se turnaron junto a su lecho.
El joven sufría atrozmente en su jergón revuelto, cuando Rob llegó para relevar a Mirdin antes del amanecer. Tenía los ojos opacos y apagados. La fiebre había consumido su cuerpo y transformado el redondo rostro adolescente, del que habían emergido unos pómulos altos y una nariz aguileña que permitían vislumbrar al beduino adulto que pudo llegar a ser.
Rob cogió las manos de Alí y recibió la nefasta noticia.
De vez en cuando, como fuga de la impotencia de no hacer nada, acercaba los dedos a la muñeca de Alí y sentía el pulso, débil y confuso como el aleteo de un pájaro con las alas rotas.
Cuando llegó Karim para relevar a Rob, Alí había muerto. Ya no podían seguir fingiendo la inmortalidad. Era evidente que alguno de los tres sería el próximo, y comenzaron a experimentar el auténtico significado del miedo.
Acompañaron el cadáver de Alí a la pira, y cada uno rezó a su manera mientras ardía.
Esa mañana comenzaron a percibir el cambio; era obvio que cada vez llevaban menos enfermos al lazareto. Tres días después, el kelonter, apenas capaz de contener la ilusión de su voz, informó que el día anterior sólo habían muerto once personas.
Andando cerca del lazareto, Rob vio un gran grupo de ratas muertas y agonizantes y notó algo singular al observarlas: los roedores sufrían la plaga, porque casi todos presentaban una buba pequeña pero inconfundible. Localizó a una que había muerto tan recientemente que en su pellejo pálido aún campaban las pulgas; la echó sobre una gran piedra plana y la abrió con su cuchilla tan pulcramente como si al-Juzjani u otro maestro de anatomía estuviese espiando por encima de su hombro.
Registros de la misión médica de Ispahán.
Día 5 del mes de Rabia, año 413 de la Hegira.
Diversos animales han muerto además de hombres, pues supimos que caballos, vacas, ovejas, camellos, perros, gatos y aves perecieron a causa de la pestilencia en Anshan.
La disección de seis ratas muertas por la plaga fue interesante. Los signos exteriores eran similares a los encontrados en víctimas humanas, con los ojos fijos, los músculos contorsionados, la boca abierta, la lengua ennegrecida y saliente, y bubas en la zona de la ingle o detrás de una oreja.
Con la disección de estas ratas quedó claro por qué la extirpación quirúrgica de la buba suele fracasar. Es probable que la lesión tenga raíces profundas semejantes a la zanahoria, y que después de quitar el cuerpo principal de la buba sigan impregnando a la víctima y haciendo estragos en ella.
Al abrir el abdomen de las ratas encontré que los orificios inferiores de los estómagos y los intestinos superiores, en los seis casos, estaban bastante descoloridos por una bilis verde. Los intestinos bajos se veían moteados. Los hígados de los seis roedores estaban arrugados, y en cuatro casos los corazones aparecían reducidos.
En una de las ratas el estómago estaba, por así decirlo, internamente pelado.
¿Se presentan estos efectos en los órganos de las víctimas humanas de esta plaga?
El aprendiz Karim Harun dice que Galeno dejó escrito que la anatomía interna del hombre es idéntica a la del cerdo y a la del mono, aunque distinta a la de las ratas.
Así, aunque no conocemos los hechos causales de la muerte por plaga en los humanos, podemos tener la amarga certeza de que ocurren internamente y están excluidos, por tanto, de nuestra exploración.
Firmado: Jesse ben Benjamín, Aprendiz
Dos días más tarde, mientras cumplía su trabajo en el lazareto, Rob sintió malestar, pesadez, debilidad en las rodillas, dificultad para respirar, y el ardor interior de quien se ha atiborrado de especias, aunque no las había ingerido.
Estas sensaciones lo acompañaron y aumentaron en el curso de la tarde.
Se esforzó por no hacerles caso, y mirando la cara de una víctima de la enfermedad -inflamada y distorsionada, los ojos brillantes y en blanco-, Rob sintió que se estaba mirando a sí mismo.
Fue a ver a Mirdin y a Karim.
Encontró la respuesta en sus ojos.
Antes de permitir que lo llevaran a un jergón, insistió en buscar el Libro de la plaga y sus notas, que entregó a Mirdin.
– Si ninguno de vosotros sobrevive, el último debe dejarlo donde alguien pueda encontrarlo y enviárselo a Ibn Sina.
– Sí, Jesse -dijo Karim.
Rob se tranquilizó. Le habían quitado una carga de los hombros: había ocurrido lo peor y, por ende, se había librado del terrible grillete del pánico
– Uno de nosotros se quedará contigo -dijo pesaroso el bondadoso Mirdin.
– No, aquí hay muchos que os necesitan.
Pero veía que lo rondaban y lo observaban.
Decidió tomar nota mentalmente de cada paso de la enfermedad, pero sólo llegó al inicio de la fiebre alta, pues se vio aquejado de un dolor de cabeza tan formidable que sensibilizó toda su piel. Las mantas se volvieron pesadas e irritantes y se las quitó de encima. Entonces lo venció el sueño.
Soñó que charlaba con el alto y flaco Dick Bukerel, el difunto carpintero jefe del gremio de su padre. Al despertar sintió que el calor era más opresivo y que aumentaba su frenesí interior.
Durante un noche espasmódica, se vio asaltado por sueños más violentos, en los que luchaba con un oso que gradualmente adelgazaba y crecía en estatura, hasta convertirse en el Caballero Negro, mientras todos los que habían sido llevados por la plaga presenciaban la descomunal paliza que se propinaban sin que ninguno de los dos lograra acabar con el otro.
Por la mañana lo despertaron los soldados que arrastraban su miserable carga desde el lazareto hasta la carreta. Era una visión familiar para él como aprendiz y practicante de la medicina, pero desde la perspectiva de un apestado, la escena se veía con otros ojos. Le palpitaba el corazón. Sentía un zumbido lejano en los oídos. La pesadez de todos sus miembros era peor que antes de dormirse, y un fuego quemaba en su interior.
– Agua.
Mirdin se apresuró a buscarla, pero cuando Rob cambió de posición para beber, contuvo el aliento, angustiado. Vaciló antes de mirar el lugar donde sentía dolor. Por último lo descubrió, y él y Mirdin intercambiaron una mirada de temor. Debajo de su brazo izquierdo había una horrorosa buba lívida. Cogió a Mirdin de la muñeca.
– ¡No la cortarás! ¡Y no debéis quemarla con cáusticos! ¿Me lo prometes?
Mirdin soltó la mano y volvió a empujar a Rob J. sobre su jergón.
– Te lo prometo, Jesse -dijo suavemente y se fue deprisa para llamar a Karim.
Mirdin y Karim le llevaron la mano detrás de la cabeza y se la ataron a un poste, dejando la buba a la vista. Calentaron agua de rosas y empaparon trapos para hacer compresas, cambiando sin falta las cataplasmas cada vez que se enfriaban.
Tenía más fiebre de la que nunca había visto en hombres o en niños, y todo el dolor de su cuerpo se concentraba en la buba, hasta que su mente se hartó del incesante dolor y comenzó a delirar.
Buscó frescura en la sombra de un trigal, y la besó, le tocó la boca, le besó la cara y la cabellera pelirroja que caía sobre él como la bruma oscura.
Oyó que Karim rezaba en parsi y Mirdin en hebreo. Cuando este llegó al Ihema, Rob siguió la oración. Oye, oh Israel, Señor Dios nuestro, el Señor es Uno.
Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón…
Temía morir con la escritura judía en los labios y procuró encontrar una oración cristiana. La única que se le ocurrió fue un cántico de los sacerdotes de su niñez.
Jesus Christus natus est.
Jesus Christus cruciftxus est
Jesus Chrtstus sepultus est.
Amén.
Su hermano Samuel estaba sentado en el suelo, cerca del jergón, y sin duda era un guía enviado a buscarlo. Samuel parecía el mismo de antes, incluida la expresión irónica y burlona de su rostro. Rob no sabía que decirle; él era un adulto, pero Samuel seguía siendo el crío que había sido en el momento de su muerte.