– Oh, Reza…
Sus labios secos estaban agrietados. Ibn Sina mojó un trapo cuadrado en agua de rosas y le humedeció tiernamente la cara y la boca. Tenía una amplia experiencia en volver cómoda la habitación de un enfermo, pero ni siquiera el entorno limpio, la ropa recién cambiada y las fragantes volutas de humo que se elevaban de unos platos con incienso encubrían el hedor de la enfermedad de su esposa.
Los huesos daban la impresión de querer violar su piel transparente. Tenía la cara cerúlea, el pelo ralo y blanco. Probablemente su marido era el mejor médico del mundo, pero ella era una anciana en las últimas etapas de una enfermedad ósea. Se veían grades bubas en sus brazos, y sus piernas estaban extremadamente delgadas. Los tobillos y los pies se veían hinchados a causa de los fluidos acumulados. La mayor parte de su cadera derecha aparecía deteriorada, y Rob sabía que si le levantaba la camisa descubriría que otros bultos habían invadido las partes externas de su cuerpo, así como sabía, por el olor, que se habían extendido hasta sus intestinos. Ibn Sina no lo había llamado para confirmar un diagnostico obvio y terrible. Rob comprendió lo que esperaba de él y cogió las frágiles manos de la mujer entre las suyas, mientras le hablaba en voz baja y con dulzura. Se tomó más tiempo del necesario, mirándola a los ojos, que por un instante parecieron despejarse.
– ¿Daud? -susurró, y apretó con fuerza las manos de Rob.
Rob miró inquisitivamente a Ibn Sina.
– Su hermano, muerto hace muchísimos años.
Los ojos de la mujer volvieron a vaciarse, y los dedos se aflojaron. Rob volvió a apoyarle las manos en el jergón y se retiró de la torre con Ibn Sina.
– ¿Cuánto?
– No mucho, Hakim-hashi Creo que es cuestión de días. -Rob se sintió torpe; el otro era muy superior a él para transmitirle las acostumbradas condolencias-. Entonces ¿no es posible hacer nada por ella?
Ibn Sina torció el gesto.
– Sólo me resta expresarle mi amor con infusiones cada vez más fuertes.
Acompañó a su aprendiz hasta la puerta, le dio las gracias y volvió junto a su moribunda esposa.
– Amo -dijo alguien a Rob.
Al volverse, vio al descomunal eunuco que guardaba a la segunda esposa de Ibn Sina.
– Sígueme, por favor.
Atravesaron una puerta abierta en la tapia del jardín, de dimensiones tan reducidas que ambos tuvieron que agacharse para pasar a otro jardín, exterior a la torre Sur.
– ¿De qué se trata? -preguntó secamente al esclavo.
El eunuco no contestó. Algo atrajo la mirada de Rob, que desvió la vista hacia una ventanita desde la que lo observaba un rostro embozado.
Los dos sostuvieron la mirada y luego ella apartó la suya en un remolino de velos, dejando desierta la ventana.
Rob miró al esclavo, que sonrió levemente y se encogió de hombros.
– Me ordenó que te trajera aquí. Deseaba contemplarte, amo -dijo.
Tal vez Rob habría soñado con ella esa noche, pero no tuvo tiempo. Estudió las leyes de la propiedad, y mientras el aceite de su lámpara ardía lentamente, oyó el resonar de unos cascos que bajaban por su calle y, al parecer, se detuvieron ante su puerta. Llamaron. Alargó la mano hacia su espada, pensando en los ladrones, pues era demasiado tarde para que alguien fuera a visitarlo.
– ¿Quién anda ahí?
– Wasif, amo.
Rob no conocía a ningún Wasif, pero creyó reconocer la voz. Empuñando el arma, abrió la puerta y vio que había acertado. Allí estaba el eunuco sujetando las riendas de un burro.
– ¿Te ha enviado el Hakim?
– No, amo. Me ha enviado ella. Quiere que vayas.
No supo qué responder. El eunuco sabía que no debía sonreír, pero en el fondo de sus ojos surgió un destello indicativo de que había notado el asombro del Dhimmi
– Espera-dijo Rob secamente y cerró la puerta.
Salió después de lavarse deprisa y, montado a pelo en su alazán, recorrió las calles oscuras detrás del esclavo, cuyos pies planos y torcidos dejaban huellas en el polvo mientras cabalgaba a horcajadas del pobre burro. Pasaron junto a casas silenciosas en las que la gente dormía, giraron por el sendero cuyo polvo profundo amortiguaba los ruidos de los cascos de los animales, y entraron en un campo que se extendía más allá del muro de la finca de Ibn Sina.
Por una entrada de la empalizada se acercaron a la puerta de la torre Sur, que abrió el eunuco, quien a continuación se inclinó y, con un ademán, indicó a Rob que entrara sólo.
Todo era igual a las fantasías que había vivido un centenar de noches tendido en su jergón y excitado. El oscuro pasillo de piedra era gemelo a la escalera de la torre Norte, y daba vueltas como las espirales de un nautilo; a llegar a lo alto, se encontró en un espacioso harén.
A la luz de la lámpara, Rob vio que ella lo aguardaba en un inmenso jergón con cojines: era una mujer persa que se había preparado para hacer el amor, con las manos, los pies y el sexo rojos de alheña y resbaladizos de aceite. Sus pechos eran decepcionantes, apenas más voluminosos que los de un muchacho.
Rob le quitó el velo.
Tenía el pelo negro, también tratado con aceite y echado rígidamente hacia atrás, contra su cráneo redondeado. Rob había imaginado los rasgos prohibidos de una reina de Saba o de una Cleopatra, y se sobresaltó al encontrar a una jovencita al acecho, de boca temblorosa que ahora se lamió nerviosa, con el chasquido de su lengua rosa. Era un rostro encantador, en forma de corazón, con la barbilla en punta y la nariz corta y recta. De la delgada ventanilla derecha colgaba un pequeño anillo de metal por donde apenas cabria su dedo meñique.
Rob llevaba mucho tiempo en aquel país: las facciones al descubierto lo excitaron más que su cuerpo afeitado.
– ¿Por qué te llaman Despina la Fea?
– Lo ha decretado Ibn Sina, para desviar el mal de ojo -explicó mientras él se tumbaba a su lado.
A la mañana siguiente, Rob y Karim volvieron a estudiar el Fiqh, concretamente las leyes del matrimonio y el divorcio.
– ¿Quién suscribe el acuerdo matrimonial?
– El marido redacta el contrato y se lo presenta a la esposa; allí él escribe el mahr, el monto de la dote.
– ¿Cuántos testigos se necesitan?
– No sé. ¿Dos?
– Sí, dos. ¿Quién tiene más derechos en el harón, la segunda esposa o la cuarta?
– Todas las esposas tienen iguales derechos.
Pasaron a las leyes del divorcio y a sus causas: esterilidad, mal carácter, adulterio.
Según la Sharia, el castigo por adulterio era la lapidación, pero este método cayó en desuso dos siglos atrás. La adúltera de un hombre rico y poderoso podía ser ejecutada por decapitación en la cárcel del kelonter, pero las esposas adúlteras de los pobres solían ser golpeadas con palmetas y luego se divorciaban o no, según los deseos del marido.
Karim tenía pocas dificultades con la Sharia, pues había sido criado en un hogar devoto y conocía las leyes piadosas. Lo que lo abrumaba era el estudio del Fiqh. Había tantas leyes y sobre tantas cosas que estaba seguro de no poder recordarlas.
Rob reflexionó en ello.
– Si no recuerdas el texto exacto del Fiqh, debes pasar a la Sharia o a la Sunna. Toda la ley se basa en los sermones y escritos de Mahoma. Por ende, si no logras recordar las leyes, ofrece una respuesta desde el punto de vista religioso o de la vida del Profeta y tal vez los dejes contentos. -Suspiró-. Vale la pena intentarlo. Y entre tanto, oraremos y memorizaremos tantas leyes del Fiqh como podamos.
A la tarde siguiente, en el hospital, siguió a al-Juzjani por las salas y se detuvo con los demás junto al jergón de Bilal, un niño flacucho con cara de ratita. A su lado estaba un campesino de ojos atontados y resignados.
– Estupor -dijo al-Juzjani-. Un ejemplo de que el cólico puede absorber el alma. ¿Qué edad tiene?
Acobardado pero halagado de que le dirigieran la palabra, el padre bajó la cabeza.